—No quiero rehenes —dije. Después me pregunté cuándo lo había dejado K.O. Jenks—. No estaría muerto, ¿verdad?
Jenks se dirigió entonces a Ivy con expresión lúgubre.
—¿A qué estás esperando, Ivy? ¿A que Dios te dé permiso?
La camioneta dio un tumbo y yo me sujeté contra el largo cajón plateado que Nick había atornillado a la parte de atrás de la camioneta. Se me enfrió el sudor bajo la brisa, y al pensar que lo habíamos conseguido, me aparté el pelo de los ojos y le sonreía Jenks. Una sonrisa que se desvaneció al instante.
Mientras nos metíamos a empujones en el tráfico, él estaba usando un cordel de plástico para atara Brett con una saña dolorosa. Recordé haber visto a sus hijos destrozando el nido de hadas de su jardín. Era un lado de él que en realidad nunca había visto ya que la diferencia de tamaño que había entre los dos me había aislado de ello.
En el interior de la camioneta se oyó la voz petrificada de Nick.
—¡Más rápido, Ivy! ¡Los tenemos detrás!
Me encajé en la esquina, me mantuve el pelo apartado de los ojos y parpadeé, Esperaba ver Jeeps o Hummers. Lo que me encontré fueron tres hombres lobo convertidos en lobo destrozando la calle en pos nuestra. Y eran rápidos. Muy rápidos. Y tampoco paraban ante los semáforos en rojo.
—Hijo de una puta de Disney —maldijo Jenks—. Rache, ¿tienes algún hechizo más en esa pistola?
Sacudí la cabeza mientras pensaba en alguna forma de salir de esa. De repente me miré el tobillo.
—Jenks, quítame esta cosa.
Brett estaba recuperando el sentido y cuando intentó incorporarse, Jenks arremetió contra él y le asestó un golpe salvaje en la cabeza, justo detrás de la oreja. Brett puso los ojos en blanco y se desmayó.
—¡Sujetaos! —gritó Nick—. ¡Giro a la derecha!
Tiré mi pistola de hechizos a la parte de delante y me agarré a un lado de la camioneta. Las ruedas resbalaron y saltaron, pero Ivy mantuvo el trasto en la carretera. Nick chilló una obscenidad y una caravana pasó junto a nosotros como un rayo entre un chirrido de llantas. Yo preferí no saber lo cerca que habíamos estado de convertirnos en un adorno más del salpicadero.
El corazón se me había disparado y me miré el pie al sentir el acero frío contra la piel. Los músculos de los hombros de Jenks se abultaron y cuando nos topamos con un socavón, la tira de plata embrujada se partió.
Frenética, busqué con los ojos detrás de nosotros. ¡Hostia, estaban allí mismo!
—¡Ivy! —grité con un nudo en el estómago—. Cuando yo te diga, frena en seco.
—¿Estás loca? —me gritó al tiempo que miraba hacia atrás, su corto cabello negro le enmarcaba la cara y se le metía en los ojos.
—¡Tú hazlo! —le exigí mientras invocaba una línea. La energía de la línea me llenó, cálida y dorada. Me daba igual que estuviera manchada de negro, era mía. Cogí aire. Aquello iba a doler si no lo hacía bien.
Círculo grande. Círculo grande
—. ¡Ahora! —grité.
Chirriaron los frenos. Di un bandazo y con un sobresalto me encontré el brazo de Jenks entre mi cabeza y el cajón de metal. Brett se deslizó hacia delante y gimió.
—¡
Rhombus
! —grité, la voz surgió colérica de mi cuerpo con la fuerza suficiente como para hacerme daño en la garganta.
Embriagadora y fuerte, la energía de la línea me atravesó como un destello y subió expandiéndose del círculo que yo había imaginado pintado en el asfalto. No era lo bastante fuerte como para contener a un demonio pero aguantaría el tiempo suficiente para lo que yo quería, o al menos eso esperaba.
Me aparté el pelo de los ojos incluso antes de que la camioneta dejara de balancearse. Me invadió la euforia cuando los hombres lobo que nos perseguían se estrellaron justo contra mi círculo.
—¡Sí! —grité, después giré en redondo al oír el sonido de metal aplastado y gritos. No éramos nosotros. ¡Estábamos parados! Aspiré una bocanada de aire cuando me di cuenta que un coche que venía en dirección contraria había chocado contra el otro lado de mi círculo, ámbar y negro bajo el sol. Uf, mierda. Se me había olvidado que había otro carril.
Sonaron varios cláxones y al coche que había golpeado mi círculo le dieron un golpe por detrás.
—¡Oh, eso ha sido una preciosidad! —dijo Jenks lleno de admiración. Tenía los ojos clavados en los hombres lobo que hacían dolorosos movimientos en la calzada. Al parecer, chocar contra un muro dolía si no tenías un círculo de alfas para amortiguar el dolor.
La gente estaba empezando a salir de los coches, aturdida y nerviosa.
—¡Perdón! —exclamé con una mueca. Rompí mi conexión con la línea y desmonté el círculo.
A lo lejos se oyeron sirenas y vi destellos de luces. Jenks dio unos golpecitos en la ventanilla e Ivy aceleró poco a poco, giró a la izquierda en cuanto pudo y volvió a girar una calle más allá para intentar poner tanta distancia como pudiese entre nosotros y las sirenas. Yo exhalé el aire y me derrumbé contra el cajón de herramientas. Metí una mano por la ventanilla y encontré el hombro de Ivy. Ella se sobresaltó y yo le susurré un «gracias» antes de apartar la mano. Lo habíamos conseguido. Estábamos vivos y juntos. Y teníamos un rehén.
—¡Maldito sea todo hasta la Revelación! —maldijo Jenks.
Nick se volvió para mirarnos y yo le di un golpecito a Jenks en el pie. Mi pixie favorito estaba revolviendo en su bolsa y parecía cabreado.
—¿Qué pasa, Jenks? —dije en voz muy baja mientras nos íbamos sacudiendo, cansados, muy cansados.
—¡He perdido mi dulce de azúcar! —juró—. ¡Esa mujer se llevó mi dulce!
La hamburguesería estaba llena de niños, mamás y adolescentes que se desfogaban tras la escuela, lo que me decía con más claridad que una página de demografía que la población residencial se inclinaba sin ninguna duda por el lado humano. Me hundí todavía más en el plástico moldeado y arrugué la boca cuando encontré la mesa pegajosa por culpa del refresco de alguien. Brett lanzó una risita disimulada y yo le hice una mueca. El desafiante hombre lobo estaba sentado enfrente de mí, esposado con su propio acero a la pata de la mesa atornillada al suelo. El orgullo lo tenía escondiendo las esposas y nadie nos prestaba ninguna atención. Solo dos personas tomando café, o por lo menos lo seríamos cuando Jenks volviera con las bebidas.
Se me había pasado el efecto del azufre en algún momento entre que les sacudíamos a los lobos y que Ivy y Nick nos dejaban allí, así que el cansancio empezaba a filtrarse por mi organismo como el agua por el barro. Ivy estaba segura que los lobos sabrían rastrear la ubicación de Brett gracias a un teléfono activo y los dos estaban llevando a los lobos de acá para allá hasta que decidiéramos qué íbamos a hacer con él.
El hecho de tener un rehén le había puesto la guinda final a mi día, ya estelar. Jenks, Ivy y yo ya le habíamos dado unas cuantas vueltas. Nick escuchó con los ojos muy abiertos cuando Jenks protestó con toda rotundidad diciendo que deberíamos retenerlo para matarlo a sangre fría como advertencia si los hombres lobo se acercaban siquiera a husmear. Lo espeluznante era que Jenks estaba dispuesto a llevarlo a cabo.
Ese era un lado sobrecogedor y despiadado de Jenks que pocas veces se veía y que era fácil pasar por alto, oculto tras su porte desenfadado; era la parte que daba de comer a su familia y la protegía bajo tierra cuando empezaba a caer la nieve. Para él, tomara Brett como rehén había sido tan natural como respirar y yo estaba convencida que era capaz de matar al lobo sin pensárselo siquiera. Aunque era una persona alegre y uno de los mejores amigos que he tenido jamás, Jenks era un salvaje. Uno que sabía usar un teléfono móvil y un ordenador, sí, pero también uno que vivía sin ley y solo se atenía a su propia moral. Le di gracias a Dios por encajar en su vida como alguien importante para él.
Era la primera vez que Jenks y yo no estábamos de acuerdo en cómo manejar un trabajo. Coño, era la primera vez que mi pixie había expresado una opinión. Creo que tomara Brett como rehén había disparado algo en su mentalidad pixie. Estaba segura que la discusión no había terminado todavía, pero el caso era que yo no quería un rehén.
Pero tampoco había querido que Ivy nos dejara en la hamburguesería
, pensé con amargura, y me hundí más en la cazadora de aviador que me había prestado Jenks. Yo habría preferido ir al Hogar de la Ardilla, donde podría tomarme una cerveza y temblar sin hacer ruido en un rincón. Los parroquianos se habrían limitado a lanzar alguna risita y darse codazos al ver las esposas. Pero Ivy había dicho que ni hablar y había metido la camioneta de Nick en Burgerrama diciendo que el Hogar de la Ardilla olía a nosotros y solo la higiene de un restaurante de comida rápida podría ocultar que habíamos estado allí y detener el rastro en seco.
Pues vale. Yo estaba muerta de cansancio y me dolía todo tras la pelea callejera, además de estar lo bastante sedienta como para beberme una botella de Coca-Cola de dos litros yo sólita. ¿Y por qué coño no me había llevado por lo menos mi amuleto del dolor? Había sido una estupidez salir así. Que Dios me ayudara, pero si los lobos no me mataban, seguro que terminaba haciéndolo yo misma.
Brett y yo saltamos los dos del susto con el chillido del niño del tobogán que tenía el hombre lobo detrás, nuestros ojos se encontraron durante solo un instante. El parque infantil pintado con colores primarios estaba literalmente plagado de mocosos que chillaban con las cazadoras abiertas y que se tiraban unos a otros las peonzas que venían con los minimenús esa semana.
Se me fue ralentizando el pulso y mientras Jenks utilizaba su encanto para derretir a las damas del mostrador y convertirlas en gelatina sofocada, yo intenté adoptar una postura serena y profesional entre los juguetes de plástico y los gorros de papel. Misión imposible, así que me decanté por la postura peligrosa. Creo que me las arreglé para parecer adusta y desagradable, porque varios niños se quedaron callados y abrieron mucho los ojos después de pasar junto a mi mesa. Levanté la mano para esconder el arañazo que me había hecho en la cara al golpearme con el asfalto e intenté otra vez limpiarme los vaqueros de la suciedad del callejón. Quizá tenía peor aspecto del que pensaba.
Brett estaba perfectamente; después de todo, se había pasado mirando la mayor parte de la pelea. Emanaba de él un olor limpio a loción para después del afeitado con tonos selváticos, y la luz se reflejaba en las canas de su corto cabello. Aunque bajito, daba la sensación de que podría galopar hasta la frontera del estado sin parar, de no ser por las esposas, claro.
Olí el aroma cálido a pradera de Jenks antes de verlo, y me erguí para hacerle sitio en el banco. Jenks puso en la mesa la bandeja de cartón con dos cafés grandes y una tacita ridícula de agua humeante con un extraño matiz rosa.
¿
Una infusión
? pensé mientras reclamaba un café. ¿
Desde cuándo le gustaban a Jenks las infusiones
?
Intenté quitarle la tapa a mi café, pero levanté la cabeza cuando Jenks me lo quitó de entre los dedos.
—¡Eh! —dije, y él puso la patética taza de agua rosa delante de mí—. No quiero una infusión —dije, indignada—. Quiero café.
—Es diurético. —Jenks se sentó junto a Brett—. Hará más mal que bien. Bébete tu té descafeinado.
Al recordar nuestra discusión y como creí que esa era su forma de vengarse de mí, entrecerré los ojos.
—Hace un rato casi me muero —dije, colérica—. Si quiero un puñetero café, voy a tomarme un puñetero café. —Lo desafié a que protestara y cogí mi café con un resoplido.
Brett observó el intercambio con interés. Estiró el brazo con las cejas arqueadas para coger el segundo café pero Jenks lo interceptó. El hombre lobo dudó y después se acomodó en su asiento de plástico, sin nada.
—¿Qué va a hacer conmigo, señorita? —dijo, el gangueo ligero de su voz resultaba obvio entre los acentos del medio oeste que nos rodeaban.
¿Cómo coño iba a saberlo yo?
—Oh, tengo grandes planes para ti —mentí, sorprendida por lo de «señorita»—. Jenks quiere lincharte para dar una lección. Yo estoy por la labor de complacerlo. —Me eché hacia atrás, cansada—. Funciona fenomenal cuando asesina hadas del jardín.
Brett miró con recelo a Jenks, que asentía con entusiasmo, y yo sentí una lasitud fatigada que me bañaba. Mierda. ¿Por qué tenía que elegir el azufre ese preciso momento para abandonarme? Tuve un escalofrío justo después de pensar casi sin querer que tomarlo para sobrevivir a esa semana quizá no fuera tan mala idea.
Los ojos del hombre lobo me recorrieron entera y dudaron en el jersey de cuello cisne rasgado antes de subir a mi cara. Después no se movieron de ahí, pero no por ello dejó de estar atento: vigilaba la sala por los sonidos que tenía detrás. Me puso los pelos de punta.
Yo levanté las cejas, y pensé una vez más que ojalá pudiera hacer lo de una ceja solo. Rompí con aire despreocupado tres sobres de azúcar a la vez y los eché en la taza, no porque me gustara así, sino porque el café olía a muy pasado.
—Sé dónde está —dije con tono ligero.
Solo el hecho de que Brett no se moviera ya me lo dijo todo. Jenks frunció el ceño; era obvio que no le hacía gracia lo que yo estaba haciendo, pero yo no quería rehenes. Quería mandara Brett de vuelta con un recado que me haría ganar un poco de tiempo y espacio. Puesto que los hombres lobo de la isla sabían que seguíamos en Mackinaw, seguirían buscando hasta que nos encontraran. Que tuviéramos a Brett como rehén no los iba a detener, el tío la había cagado a conciencia y al contrario que las hadas con las que Jenks estaba acostumbrado a tratar, creo que los lobos casi preferirían verlo muerto; pero quizá una muestra de buena voluntad y una mentira de las gordas nos daría tiempo suficiente para organizar el timo.
Esperaba.
—Sparagmos le dijo dónde está —dijo Brett, su incredulidad era obvia.
—Por supuesto —dijo Jenks, que por fin había decidido hablar—. Nosotros lo tenemos y vosotros no.
Na, na, na, naaaa, na.
—Puedo hacerme con él —corregí mientras le daba una patadita a Jenks en el pie.
Cállate Jenks
. Lo prefería calladito. Era la última vez que tomábamos un rehén.
Brett parecía relajado, aunque tenía una mano esposada bajo la mesa. Tras él, los niños se peleaban ya mí me dolían los oídos de escucharlos.
—Démelo —dijo—. Se lo llevaré al señor Vincent y lo convenceré para que los deje en paz.