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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (60 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Son matices de gris
, pensé, consciente de que me estaba deslizando hacia espaciosa los que había jurado nunca acercarme. Maldición, antes era capaz de verlo todo en blanco o negro, pero las cosas empezaron a complicarse cuando descubrí que mi último cheque de la SI estaba maldito.

Mi mirada saltó a la ventana; teñida de negro por la noche, parecía un espejo. Al ver mi reflejo, me ajusté el cuello de mi chaqueta roja. Quedaba genial con la camiseta de «
Staff
» del concierto de Takata. Gracias al último amuleto contra el dolor que me quedaba, no me dolía nada, pero al mirar mi imagen, decidí que no parecía cansada, sino enferma. Se me retorcieron las tripas cuando me di cuenta de que tenía el mismo aspecto que la sombra de un vampiro: bien vestida, delgada, sofisticada… enferma.

Con el pulso martilleando con fuerza, me di la vuelta. Se acabó el azufre, pensé. Para siempre. Está lo negro. Está lo blanco. Y lo gris es una excusa cobarde para mezclar nuestros deseos con nuestras necesidades. Pero no estaba segura de poder seguir creyéndomelo mientras seguía en aquella tienda de hechizos comprando ingredientes para modificar una maldición negra. Solo esta vez, pensé. Una vez, y nunca más.

Con el teléfono todavía sujeto bajo el oído, dejé el fijador. Tendría que haber colgado y llamar más tarde, pero me encantaba escuchar todos aquellos sonidos de normalidad, suave y distante, a más de quinientos kilómetros. Aunque se me antojaba todavía más lejos. Me relajé y alargué el brazo para coger una caja de madera tallada de forma muy elaborada. Era hermosa, y la curiosidad unida a mi gusto por los trabajos finos me hicieron abrirla para encontrar en su interior tiza magnética. Era demasiado cara, pero su presencia demostraba que por los alrededores había una gran población de brujas terrestres que usaban las líneas luminosas.

De pronto me di cuenta de que la propietaria me estaba observando por encima de su taza de café, por lo que seguí jugueteando intencionadamente con la tiza; inspeccionaba los sellos, como si realmente me estuviese planteando comprarla. Odiaba que me lanzasen aquel tipo de miradas, como si estuviese a punto de robar algo. Como si el hechizo ilegal que habían colgado encima de la puerta, y que te podía llenar de espinillas, no fuese suficiente para quitarle a uno cualquier idea de la cabeza.

Pensé que, técnicamente, era un hechizo de magia negra. ¿Por qué no la delataba, pues?

—¿Tiza magnética? —preguntó Ivy, que estaba junto a mí. Yo pegué un respingo, y casi solté el teléfono que seguía sujetando entre la oreja y el hombro.

—No la necesito —respondí, intentando disimular mi sorpresa—. Y menos en una caja como esta. La sal funciona igual de bien, y cuando has acabado solo hace falta pasar la aspiradora.

A regañadientes, hice que mis dedos se separaran de aquella caja labrada de forma tan hermosa. Estaba hecha con piezas que encajaban entre sí, y el único metal que tenía estaba en las bisagras, el cierre y los refuerzos de las esquinas hechos con oro negro. Cuando la tiza se hubiese acabado, sería un objeto excelente para almacenar cualquier cosa con la que se tuviesen que tomar precauciones extra. Era el objeto más bello de la tienda.

Mis cejas se alzaron cuando descubrí un paquete de hierbas dentro de la cesta; yo no lo había depositado allí.

—¿Es nébeda? —pregunté, al ver el plástico de la tapa ilustrado con pequeñas huellas de patitas.

—He pensado que
Rex
le puede dar un respiro a Jax si tiene algo más que hacer. —Sus ojos marrones mostraban un poco de vergüenza y dio un paso atrás—. ¿Estás bien? ¿Quieres sentarte?

Era la tercera vez que me lo preguntaba desde que habíamos salido del motel, y yo me erguí.

—Estoy bien —le aseguré.
Mentirosa
, pensé. Estaba cansada, tenía el corazón y el cuerpo exhaustos.

El chasquido de alguien que recogía el teléfono sonó en mi oído.

—Ceri —saludé yo, antes de que ella pudiese dirigirme la palabra—, ¿cuánto fijador necesito para realizar la maldición de transferencia?

El sonido de los chillidos de los pixies disminuyó; supuse que Ceri se había trasladado al salón.

—Solo un pulgar —me aclaró Ceri. Agradecida, seleccioné la botella más pequeña.

—¿Un pulgar? ¿Como mi pulgar? —pregunté—. ¿Como una cucharadita? ¿Por qué no pueden usar medidas tradicionales?

—Es una maldición muy antigua —espetó Ceri—. Por aquel entonces no existían las cucharas.

—Lo siento —me disculpé, cruzando mi mirada con la de Ivy mientras colocaba el fijador en la cesta. Ceri era una de las personas más amables y sinceras que conocía, pero tenía mucho carácter.

—¿Tienes un lápiz? —preguntó la elfa con amabilidad, pero en su voz podía apreciar que seguía enfadada con mi comentario impertinente—. Me gustaría que lo apuntaras. Ya sé que tienes una maldición de inercia en uno de los grimorios que te llevaste, pero no querría que tradujeras de forma equivocada las palabras en latín.

Le lancé una mirada a la propietaria, que no perdía de vista ni un momento los movimientos de Ivy vagando por todas partes, y le volví la espalda.

—Tal vez ahora me podrías indicar solo los ingredientes. —La cantidad de cosas que llevaba en la cesta ya resultaba bastante rara. Si la propietaria valía su peso en sal, se daría cuenta de que estaba preparando un hechizo de disfraz. La única diferencia entre los legales y aquel hechizo ilegal de creación de un doble era un detalle legal, unos cuantos pasos, y una muestra del cuerpo de la persona que había que copiar. No creía que fuese capaz de averiguar que además iba a modificar una maldición demoníaca para transferir el poder de la estatua a otro objeto. Podía imaginar cualquier cosa al ver los ingredientes de la maldición de inercia. Ceri decía que en realidad era un hechizo que se usaba para hacer bromas, pero que funcionaría.

Para hacer bromas
, pensé amargamente. Seguía siendo magia negra. Si me atrapaban, me etiquetarían como una bruja de magia negra y me castrarían mágicamente hablando. Yo no me engañaba; todo aquello estaba mal. Nada de salvar al mundo… Aquello seguía estando mal.

Solo esta vez
, repitieron mis pensamientos. Fruncí el ceño, pensando en Nick. Seguramente al hablar con Al había empezado dándole informaciones que no podían causarme ningún daño.

—Lo único que necesitas para la maldición —empezó Ceri tras un suspiro— es polvo del interior de un reloj y velas negras hechas con el sebo de un nonato. El resto es solo cuestión de cánticos y rituales.

—¿De un nonato? —susurré, horrorizada—. Ceri, me habías dicho que no era muy mala.

—Sebo de un cerdo nonato —repitió ella, sonando cada vez más enfadada—. Por favor, Rachel.

Volvía fruncir el ceño. De acuerdo, era solo el feto de un cerdo, lo mismo que diseccionan los estudiantes de biología, pero parecía muy cercano a los encantamientos que requerían que degollases una cabra en el sótano de casa. La maldición de transferencia parecía completamente inocua, si olvidaba la mancha que dejaría en mi alma, y el hechizo de disfraz era de magia blanca… ilegal, pero blanca. La peor de todas era la maldición de inercia, una de broma, que es la que me permitiría que Jenks siguiese con vida.
Solo esta vez
.

Qué estúpida era.

Con el estómago dándome un vuelco, mis pensamientos saltaron hasta Trent y sus laboratorios ilegales, en los que salvaba a gente a la que poder luego chantajear para que viesen el mundo desde su perspectiva. Al menos él no intentaba parecer algo distinto a lo que realmente era. Las cosas eran mucho más fáciles cuando no tenía que pensar. Pero ¿qué se suponía que debía hacer?

¿Irme y dejar que el mundo se deshiciera en mil pedazos? Decírselo a la SI solo empeoraría las cosas y darle la estatua a la AFI era un chiste.

Enfadada y revuelta, esquivé a Ivy para llegar a las velas. Ya había estado allí para escoger las velas de colores para la maldición de transferencia. Tras los castillos tallados y los pintorescos «huevos de dragón» estaba la mercancía de verdad, colocada por colores y tamaños y marcada debajo según de dónde se había sacado la grasa, o bien dónde se había encendido por primera vez. La selección de aquella mujer era sorprendentemente buena, pero era incapaz de entender por qué la tenía escondida detrás de semejante basura.

—¿Larga o gruesa? —le pregunté a Ceri mientras me agachaba para llegar a una con la palabra «cerdo» grabada en ella. No se puede encender una vela en un cerdo así que creo que podía apostar que la grasa había salido de ahí. Yo jamás había estado en una tienda de hechizos de línea luminosa aparte de la de la universidad, y esa no contaba porque solo vendían lo que se necesitaba para las clases. Quizá había un hechizo que usaba «huevos de dragón», pero a mí me parecía que tenían una pinta bastante mala.

—Da igual —respondió Ceri. Giré, me levanté con la vela larga más pequeña y estuve a punto de chocar con Ivy, que hizo una mueca y se echó hacia atrás.

—Estoy bien —murmuré mientras ponía la vela en la cesta—. ¿Has visto algún paquete de polvo?

Ivy negó con la cabeza, las puntas de su cabello negro se mecían sobre los lóbulos de sus orejas. Había un estante de «polvo de pixie» junto a la caja, pero solo era purpurina. Jenks se partiría el culo de risa. Quizá el de verdad estuviese detrás, como con las velas.

—Pareces cansada, Rachel —comentó Ceri, había un interrogante en su voz mientras yo me acercaba al estante.

—Estoy bien. —Ceri no dijo nada y yo añadí—: Es el estrés. —
Solo por esta vez
.

—Quiero que hables con Kisten —dijo ella con firmeza, como si me estuviera haciendo un favor.

Oh, Dios. Kisten
. ¿Qué diría si supiera que Ivy me había mordido? ¿«Ya te lo dije» o quizá «Ahora me toca a mí»?

—Ceri —protesté, pero ya era demasiado tarde y mientras Ivy toqueteaba un surtido de botellas de color ámbar que estaban bien para guardar pociones con base de aceite, escuché la voz masculina de Kisten.

—Rachel… ¿cómo está mi chica?

Parpadeé a toda prisa, las lágrimas que amenazaban con embargarme me dejaron de piedra. ¿De dónde habían salido?

—Oh, estoy bien —dije, le echaba muchísimo de menos. Habían pasado cosas terribles y había estado llevando el dolor conmigo desde entonces. Necesitaba hablar con él, pero no metida en una tienda de hechizos y con Ivy escuchando.

Ivy se había puesto rígida al oír la emoción repentina en mi voz, le di la espalda y me pregunté si debería decirle que el recipiente de cristal con forma de luna llena que tenía en la mano solía utilizarse para guardar pociones afrodisíacas.

—Bien —dijo Kisten, su voz me atravesó entera—. ¿Puedo hablar con Ivy?

Sorprendida, me volví hacia ella pero Ivy lo había escuchado y negaba con la cabeza.

—Eh… —tartamudeé. Me pregunté si Ivy tenía miedo de lo que le diría mi novio si supiera lo que había pasado. Éramos las dos unas gallinas, pero seríamos unas gallinas juntas.

—Ivy, sé que puedes oírme —dijo Kisten en voz alta—. Tienes un gran problema esperándote cuando vuelvas de tus vacaciones, bonita. Todo el mundo sabe que estás fuera. Su sucesora eres tú, no yo. No puedo enfrentarme siquiera al no muerto más joven. Lo único que evita que se vaya todo a la mierda es que la mayor parte son parroquianos míos y saben que si se pasan, les prohíbo la entrada.

Ivy se alejó tan tranquila, sus botas resonaban contra el suelo de madera. Aquella respuesta pasiva me sorprendió. Había algo que le preocupaba de verdad.

—Se ha ido —dije; me sentía culpable, Ivy había subido allí para ayudarme a mí.

El suspiro de Kisten fue sentido.

—¿Quieres decirle que anoche hubo un disturbio en el centro comercial del centro? Fue a las cuatro de la mañana así que había sobre todo vampiros vivos, gracias a Dios, y algunos hombres lobo. Se encargó la SI, pero esto se va a poner muy feo. Yo no quiero un nuevo señor de los vampiros en la ciudad, ni yo ni nadie.

Me puse delante del estante de polvo de pixie y revolví entre los frasquitos que colgaban para leer las tarjetas diminutas sujetas a cada uno. Si Piscary perdía el control de Cincinnati, Trent tendría rienda suelta. Pero no me parecía que fuera un juego de poder emprendido por los vampiros no muerto so por Trent. Era bastante más probable que lo del disturbio hubiera sido cosa de los lobos de Mackinaw que estaban buscándome. No era de extrañar que Walter hubiera aceptado la tregua de treinta y seis horas. Tenía que reunir a su manada.

Cansada, dejé que los frasquitos se escurrieran entre mis dedos.

—Lo siento, Kisten. Nos quedan un par de días antes de dar por terminado esto. Depende de lo rápido que pueda hacer los preparativos.

Mi novio asimiló la información en silencio y pude oír a Ceri cantando con los pixies al fondo.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó, y se me hizo un nudo en la garganta al notar la preocupación en su voz, oí también su reticencia a dejar Cincinnati. Pero no había nada que él pudiera hacer. Todo habría terminado de un modo u otro al día siguiente por la noche.

—No —respondí en voz baja—. Pero si no te llamamos mañana a medianoche, es que estamos metidos en un lío.

—Y llegaré ahí volando en dos horas —me aseguró—. ¿Estás segura que no hay nada que pueda hacer? ¿Llamara alguien? ¿Lo que sea?

Sacudí la cabeza y hojeé un libro sobre cómo trenzar pelo para hacer hechizos de amor. Esas cosas eran ilegales. No se podía decir que las ciudades pequeñas vigilaran muy bien a las brujas, pero entonces vi que era una falsificación, una novedad.

—Lo tenemos controlado —dije—. ¿Querrás darle de comer al
señor Pez
por mí?

—Claro. Ya me lo dijo Ivy.

—Solo necesita cuatro granos —me apresuré a decir—. Si le echas más, lo matas.

—No te preocupes. No es la primera vez que tengo peces.

—Y no entres en mi habitación —añadí.

Kisten empezó a hacer siseos falsos, como si fuese una radio, con silbidos y estallidos con la boca.

—¿Rachel? Estás perdiendo la cobertura —dijo con una carcajada—. Creo que te estoy perdiendo.

Una sonrisa, la primera en varios días, me inundó.

—Yo también te quiero —dije, y Kisten paró en seco. Hubo una vacilación llena de suspicacia.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Me atravesó una oleada de preocupación. Mi novio estaba empezando a prestar atención.

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