Read Reina Lucía Online

Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (11 page)

BOOK: Reina Lucía
10.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No, eso no debería consentirse —dijo—. Sería simplemente abusar de la bondad de la señora Quantock permitir que ella sola proporcione manutención y techo al gurú mientras todos disfrutamos de sus enseñanzas. Ojalá yo pudiera tenerlo en casa, pero Hermy y Ursy llegan esta misma noche: tengo tan poco sitio como la señora Quantock.

—¡Pues que venga aquí! —dijo Lucía emocionada, como si se le acabara de ocurrir en aquel momento—. Tenemos la «Hamlet» y la «Otelo» disponibles —todas sus habitaciones tenían nombres de obras de Shakespeare—, y no será ninguna molestia en absoluto. ¿Verdad, Pepino? Me encantará tenerlo aquí. ¿Lo damos por hecho entonces?

Daisy hizo un esfuerzo perfectamente vano para enviar un mensaje de amor a los cuatro puntos cardinales. Se arrepintió amargamente de haberle mencionado jamás la existencia de su gurú a Lucía: no se le había pasado por la cabeza que pudiera apropiarse del gurú de aquel modo. Mientras se exprimía el cerebro para saber cómo podría contrarrestar aquella implacable ofensiva, Lucía continuó sin prestarle atención.

—Luego está la cuestión de lo que le vamos a pagar —dijo—. Nuestra querida Daisy nos dice que él apenas sabe lo que es el dinero, pero yo, por mi parte, no podría ni soñar con aprovecharme de su sabiduría si no le pagara nada por ello. Todo trabajador se merece un jornal, y supongo que un maestro también lo merece. ¿Qué os parece si cada uno le pagamos a cinco chelines la lección? Eso sería una libra por lección. ¡Válgame Dios! Estaré atareadísima este mes de agosto. ¿Y cuántas clases le vamos a pedir que nos dé? Yo diría que seis, para empezar, si todo el mundo está de acuerdo. Una al día durante la próxima semana, excepto el domingo. ¿Es eso lo que todos queréis? ¿Sí? Bueno, pues entonces, ¿lo damos por hecho?

La señora Quantock, aún revolviéndose en su impotencia, recurrió al arma más desesperada de su arsenal, a saber, el sarcasmo.

—Tal vez, querida Lucía —dijo—, estaría bien preguntarle a
mi
gurú si tiene algo que decir ante tus decisiones. Inglaterra sigue siendo un país libre, que yo sepa, ¡incluso aunque uno venga de la India!

Lucía contaba con un arma aún más mortífera que el sarcasmo: mostrarse aparentemente inconsciente cuando alguien lo utilizaba con ella. Pues no sirve de nada hundir una daga en el corazón de tu enemigo si no produce en él la herida esperada. Lucía dio unas palmaditas y lanzó un repique de argentinas risas.

—¡Qué buena idea! —dijo—. ¿Entonces quieres que vaya y le cuente lo que hemos decidido? Bueno, como quieras. Iré, se lo plantearé, y veremos si está de acuerdo. Ni te muevas, querida Daisy: sé cómo te afecta el calor. Quédate ahí, sentadita a la sombra. Como sabes, yo soy una verdadera salamandra: el sol nunca es
troppo caldo
para mí.

Se dirigió hacia donde se encontraba sentado el gurú, que seguía en aquella prodigiosa posición. Precisamente aquella mañana había vuelto a consultar el artículo dedicado al yoga en la
Encyclopædia
, y estaba completamente convencida —porque, de hecho, los acontecimientos acababan de demostrarlo— de que esa disciplina iba a ser su proeza de agosto, por decirlo de un modo irreverente. El gurú aún se encontraba inmerso en una meditación tan profunda que sólo parecía mirarla con ojos soñolientos mientras se aproximaba, pero entonces, con un hondo suspiro, volvió súbitamente en sí.

—Éste es un lugar maravilloso —dijo—. Está lleno de dulces efluvios. Ha de saber, amada señora, que he mantenido una conversación elevada con los Guías.

Lucía se sintió emocionada.

—¡Oh, por favor, dígame que le han contado! —exclamó.

—Me han dicho que vaya a donde fui enviado; me han dicho también que lo dispondrían todo para mí con sabiduría y amor.

Aquello resultaba de lo más alentador, pues indudablemente Lucía había estado disponiéndolo todo para él, y la opinión de los Guías era por tanto un testimonio que se refería a ella directamente. Cualquier mínimo atisbo (y si lo había, era insignificante) de mala conciencia que pudiera tener Lucía por haberle arrebatado su propiedad a la querida Daisy quedó acallado de una vez por todas y para siempre, así que procedió confiadamente a exponer las disposiciones de sabiduría y amor que había planeado, las cuales encontraron la absoluta aprobación del gurú. Cerró los ojos un momento y respiró profundamente.

—¡Ellos conceden la paz y la santidad! —dijo—. Son ellos quienes ordenan que debe ser así. ¡Om!

Pareció hundirse en los profundos abismos de la meditación, momento que Lucía aprovechó para regresar corriendo a donde estaba el grupo.

—Todo esto es maravilloso —dijo—. Parece ser que los Guías en persona le han dicho que todo está dispuesto para él con sabiduría y amor, así que podemos estar seguros de que hemos acertado con nuestros planes. ¡Qué bonito es pensar que hemos sido guiados por los propios Guías! Daisy, querida, ¡qué maravilloso es el gurú! Enviaré a alguien para que vaya a recoger sus cosas, ¿de acuerdo? ¡Y tendré dispuestas la «Hamlet» y la «Otelo» para él!

Aunque era amargo separarse de su gurú, más impío era rebelarse contra las órdenes de los Guías, pero en la respuesta de Daisy hubo un reflejo de humano resentimiento.

—¡Sus cosas…! —exclamó—. Pero si no tiene nada en este mundo. Como dice él, todas las posesiones nos encadenan a la tierra. Pronto lo aprenderás, querida Lucía.

A Georgie se le pasó por la cabeza que el gurú sí que tenía algo: al menos tenía una botella de brandy de su propiedad, pero no servía de nada sacar a relucir un asunto que a ningún sitio podría conducir sino a la discordia, y, en fin, en el preciso momento en que Lucía entró en la casa para comprobar en qué estado estaban la «Hamlet» y la «Otelo», el gurú, habiendo emergido silenciosamente de su meditación, se les unió y fue a sentarse junto a la señora Quantock.

—Amada señora —dijo—, aquí todo es paz y felicidad. Los Guías me han hablado muy amorosamente de usted, y dicen que es mejor que su gurú venga aquí. Quizá tenga que regresar a su amable casa. Ellos sonrieron cuando les pregunté eso. Pero ahora precisamente me envían aquí: en estos momentos soy más necesario aquí, pues usted ya tiene luz en abundancia.

Ciertamente los Guías eran una gente con mucho tacto, pues nada habría calmado a la señora Quantock con tanta efectividad como un mensaje de ese tipo, el cual, sin duda, comunicaría a Lucía en cuanto regresara de ver cuál era el estado de la «Hamlet» y la «Otelo».

—Oh, ¿así que dicen que yo ya tengo mucha luz, gurú querido? —preguntó—. Es muy amable por parte de los Guías.

—Desde luego. Y ahora debo volver a su casa, donde dejaré dulces pensamientos para usted. ¿Y puedo enviar también dulces pensamientos a la casa del amable caballero vecino?

Georgie agradeció vehementemente aquella proposición, pues Hermy y Ursy llegaban aquella misma noche y le daba la impresión de que tendría mucha necesidad de dulces pensamientos cuando desembarcaran en su casa. Incluso se abstuvo de completar la idea que ya se había empezado a formar en su cabeza; a saber, que aunque el gurú pudiera dejarle a la señora Quantock unos cuantos dulces pensamientos, lo que probablemente no le dejaría sería su botella de brandy. Pero Georgie sabía que sólo podía permitirse cinismos para sí mismo, y, después de todo, quizá al gurú no le quedara nada de brandy que llevarse… Pero, mira por dónde, ya estaba volviendo a comportarse cínicamente otra vez.

Aún calentaba el sol cuando, media hora más tarde y tras haber abierto su sombrilla de lino blanco para protegerse, Georgie cogió el taxi que había pedido para que lo llevara a la estación a buscar a Hermy y a Ursy. Decidió no coger el coche porque Hermy o Ursy habrían insistido en conducirlo, y optó por no fiarse de la dudosa competencia al volante de sus hermanas.

En todos los años que llevaba viviendo en Riseholme, no recordaba, ni siquiera en invierno, momento en que los acontecimientos sociales eran más abundantes —«trabajo», lo llamaba él—, haber pasado una semana tan excitante y movida como aquella. Hermy y Ursy llegarían aquella misma tarde, y Olga Bracely y su esposo (Olga Bracely y el señor Shuttleworth le sonaba ligeramente inapropiado: a Georgie le gustaba más del otro modo) llegarían al día siguiente, y la fiesta en el jardín de Lucía sería un día después, y por si fuera poco todos los días recibiría una lección del gurú, así que Dios sabría cuándo iba a tener Georgie un momento para sí mismo, para sus bordados o para practicar el trío de Mozart. Con su pelo castaño teñido hasta las raíces, y sus brillantes uñas, y sus comodísimos botines relucientes, se sintió inusitadamente joven y dispuesto a todo. Pronto, y bajo la influencia de su nuevo credo, con sus posturas y respiraciones, se sentiría más joven y más vigoroso todavía.

Pero deseaba haber sido él quien hubiera encontrado aquel panfleto sobre filosofías orientales que había conducido a la señora Quantock a hacer las indagaciones que habían concluido en la epifanía del gurú. Por supuesto, una vez que Lucía lo había sabido, se cercioró de erigirse como cabeza y líder del movimiento, y fue realmente notable hasta qué punto lo había conseguido por completo. En aquella reunión en el jardín, Lucía acababa de pasar sin ningún esfuerzo por encima de la señora Quantock, tan tranquilamente como un vapor corta las aguas del mar, esquivando sus feroces arremetidas como si fueran olas muertas. Pero, aunque la señora Quantock quedó desconcertada de momento, Georgie se había percatado de que en su mente empezaban a bullir ideas revolucionarias: le hirió profundamente aquella confiscación de lo que consideraba su propiedad, aunque fue incapaz de evitarla, y Georgie sabía exactamente cómo se sentía. Era muy sencillo decir que los planes de Lucía estaban totalmente de acuerdo con los propósitos de los Guías. Puede que fuera así, pero la señora Quantock no dejaría de pensar que había sido vilmente desvalijada…

Sin embargo, nada ocurriría si todos los alumnos de la clase se descubrían rejuvenecidos y activos y encantadores y maravillosos con aquellas enseñanzas. Era aquella idea la que había ejercido un dominio absoluto sobre todos ellos, y a Georgie, por su parte, no le importaba mucho quién fuera el propietario del gurú, por decirlo así, con tal de que pudiera obtener los beneficios de sus enseñanzas. Por lo que tocaba al lucimiento social, Lucía se lo había apropiado y, sin duda, con el gurú en la casa, adquiriría pequeños conocimientos y consejos que no contarían como lecciones. Aunque, por otro lado, Georgie aún tenía a Olga Bracely para él solo, pues no le había dicho a Lucía ni mu sobre su inminente llegada. Se sentía en parte como un individuo que, con ideas revolucionarias en el ambiente, llevara escondido un revólver en el bolsillo. No se planteaba exactamente qué podía hacer con esa arma cargada, pero saber que la tenía ahí le daba sensación de poder.

Llegó el tren, pero por mucho que buscó, no encontró ni rastro de sus hermanas. Habían dejado muy claro que llegarían en ese tren, pero un par de minutos después se hizo perfectamente evidente que aquello no iba a ocurrir, pues la única persona que bajó fue el cocinero de la señora Weston, que, como todo el mundo sabía, iba a Brinton todos los miércoles para comprar pescado. De la parte trasera del tren, en todo caso, estaban descargando una inmensa cantidad de equipaje, y eso no podía ser el pescado de la señora Weston. De hecho, incluso a aquella distancia, a Georgie le resultó vagamente familiar aquella enorme bolsa de viaje verde. Tal vez Hermy y Ursy habían viajado en el vagón de carga, sólo por «hacer la gracia» o por cualquier otra razón de marimachos, y avanzó por el andén para comprobarlo. Había bolsas con palos de golf, y un perro, y baúles de viaje, y, en el preciso momento en que tuvo la convicción de que había visto aquellos bultos antes en algún sitio, el vigilante, a quien Georgie le daba siempre media corona cuando viajaba en tren, se presentó ante él con una nota garabateada con lapicero. Decía así:

Queridísimo Georgie:

Hacía un día
tan
maravilloso que, cuando llegamos a Paddington, Ursy y yo decidimos ir en bici en vez de en tren, para echarnos unas risas. Así que enviamos nuestras cosas por delante. Nosotras quizás lleguemos esta noche, pero más probablemente mañana. Cuida de
Tiptree
: y dale mermelada. Le encanta.

Besos,

H
ERMY
.

P. S.
Tipsipoozie
en realidad no muerde: sólo juega.

Georgie estrujó aquella odiosa nota, y se dio cuenta de que
Tipsipoozie
[20]
, el escuálido terrier irlandés, le estaba mirando con peculiar animadversión, enseñándole todos sus dientes. Probablemente sólo estaba jugando. Para confirmar esta idea tan divertida, el chucho se lanzó veloz hacia Georgie, y habría sido extremadamente gracioso si no se hubiera interpuesto la bolsa de los palos de golf, en la que acabó clavando todos los dientes. Finalmente lo persiguió andén adelante arrastrando la bolsa con los palos de golf tras él hasta que se enredó entre ellos y se cayó.

Georgie odiaba a los perros en cualquier circunstancia, aunque nunca había odiado a ninguno tanto como a
Tipsipoozie
. Supo que sus problemas existenciales iban a complicarse más que nunca. Desde luego, no iba a regresar con
Tipsipoozie
en el taxi, así que se hizo preciso pedir otro para meter a aquel abominable perro acosador y el resto del equipaje. ¿Y qué demonios iba a ocurrir cuando llegara a casa si
Tipsipoozie
no dejaba de jugar y las cosas se ponían feas? A Foljambe, es cierto, le gustaban los perros, así que a lo mejor ella le gustaba a los perros también… «Pero es un verdadero engorro por parte de Hermy», pensó Georgie amargamente. «Me pregunto qué haría el gurú en mi caso».

Los siguientes diez minutos fueron de lo más difíciles. El jefe de estación, los mozos, Georgie y la criada de la señora Weston corrían arriba y abajo del andén rogándole a
Tipsipoozie
que fuera un buen perro mientras se arrastraba por el suelo destrozando definitivamente la bolsa de los palos de golf. En aquel momento, un valiente mozo de estación recogió la bolsa, y sosteniéndola delante del perro, y alejándola de sí todo lo largo que daban sus brazos a la manera de una caña de pescar, con
Tipsipoozie
colgando de una pequeña correa del otro extremo de la bolsa como un pez salvaje echando sapos y culebras, se las arregló para arrojarlo al interior del taxi. Fue recompensado con otra media corona. Acto seguido, Georgie se metió en su taxi y se dirigió veloz a casa, con la intención de llegar antes que el cargamento y avisar a Foljambe de la que se avecinaba. Puede que a Foljambe se le ocurriera algo.

BOOK: Reina Lucía
10.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Intruder Mine by Dragon, Cheryl
The Fear by Higson, Charlie
Realm of the Dead by Donovan Neal
Blood Red by Vivi Anna
Dead in Vineyard Sand by Philip R. Craig