Al final, Lucía, que tenía la mirada perdida, emergió, como quien dice, un tanto aturdida de las espesuras tibetanas, donde todos habían estado en comunión con los Guías, cuya sabiduría el gurú les ayudó a interpretar.
—Creo que ya siento un cambio notable —dijo con aire soñador—. Me siento como si nunca más pudiera volver a vivir apresuradamente, o a preocuparme en absoluto. ¿No experimentas eso tú también, querida Daisy?
—Sí, querida —contestó—. Ya pasé por todo eso en la primera lección. ¿Verdad que sí, querido gurú?
—¡Yo también lo siento! —dijo Georgie, poco dispuesto a no compartir aquellos beneficios, estirando subrepticiamente el cinturón del pantalón para compensar de algún modo la pérdida de los botones—. ¿Y dice usted que tengo que hacer este ejercicio de balanceo antes de cada comida?
—Sí, Georgie —dijo Lucía, evitándole a su gurú la incomodidad de contestar—. Cinco veces a la derecha y cinco veces a la izquierda, y luego cinco veces hacia delante y cinco veces hacia atrás. Me he sentido tan joven y ligera ahora mismo cuando lo he hecho que pensé que me estaba elevando por los aires. ¿Tú no lo has experimentado, Daisy?
Daisy sonrió amablemente.
—No, querida; eso se llama levitación —dijo—, y aún te falta mucho para eso —se volvió bruscamente hacia su gurú—. ¿Por qué no le cuentas lo de aquella vez, cuando levitaste en Marble Arch? ¿O es que te lo vas a reservar para cuando la señora Lucas haya avanzado bastante más? Tienes que tener paciencia, querida Lucía: todos tenemos que pasar por las primeras etapas antes de llegar a eso.
La señora Quantock hablaba como si estuviera acostumbradísima a levitar, y no fue sino razonable, a pesar del amor que se estaba arremolinando en torno a todos ellos, que Lucía protestara contra semejante actitud. La humildad, después de todo, era la primera obligación imprescindible para avanzar en el Camino.
—Sí, querida —dijo—. Recorreremos esas primeras etapas juntos, y nos alentaremos mutuamente.
Georgie regresó a su casa sintiéndose también inusualmente ligero y hambriento, pues había prestado especial atención al ejercicio que le permitía mantener un absoluto control sobre su hígado y sus órganos digestivos; pero eso no le impidió dedicar su pensamiento, mientras continuaba caminando, al asunto que había conseguido provocar en Lucía aquella mirada tan aguda y vulpina durante su conversación a propósito de Olga Bracely. Estaba seguro de que Lucía estaba pensando ganarlo por la mano, que estaba planeando anotarse el primer tanto con la
prima donna
y, muy probablemente, reclamarla para sí, con la misma odiosa avaricia que ya había exhibido en el caso del gurú. A lo largo de todos aquellos años Georgie había sido su fiel siervo y colaborador; ahora, por vez primera, el espíritu de la independencia estaba comenzando a bullir en su interior. Las vendas se le estaban cayendo de los ojos, y exactamente justo cuando giraba al cobijo de su morera, se puso las gafas para echar un rápido vistazo a la plaza del pueblo, y ver así cómo se las estaba arreglando Riseholme sin que él asistiera a la sesión matutina del parlamento. Su ausencia y la de la señora Quantock seguramente habrían despertado comentarios, y como las clases de yoga iban a tener lugar siempre a las doce y media, el hecho de que nunca estuvieran allí temprano haría que el misterio alcanzara un nivel de primera categoría.
Como todos los grandes descubrimientos, la explicación a la mirada vulpina de Lucía se le reveló como el repentino fogonazo de un relámpago, y puesto que se había convenido que iría a recogerlo a las seis, decidió que se apostaría a las cinco en la ventana de su cuarto de baño, algo que le permitiría una panorámica perfecta de toda la plaza del pueblo y de la entrada al Ambermere Arms. Se había llevado consigo unos prismáticos de ópera con la intención de desarmarlos (al menos eso le había dicho a Foljambe) y lavar las lentes, pero no comenzó la limpieza inmediatamente, y simplemente los sostuvo en la mano, preparado para utilizarlos cuando fuera menester. Hermy y Ursy habían regresado a su golf después de comer, así que las visitas creerían que todos se habían ausentado de la casa. De ese modo podría lavar las lentes cuando mejor le pareciera, sin que nadie le molestara.
Los minutos transcurrieron muy agradablemente, pues estaban ocurriendo un montón de cosas a la vez. Las dos señoritas Antrobus jugueteaban en el parque saltando por encima de los cepos de tortura a su manera juguetona, y corriendo alrededor del estanque con la eterna esperanza de atraer la atención del coronel Boucher sobre sus movimientos extraordinariamente ligeros. También estaba allí la señora Antrobus, con su cara ajamonada y su trompetilla embutida en la oreja, y la señora Weston, en su silla de ruedas, empujada vuelta tras vuelta por el camino asfaltado bajo los olmos. Odiaba ir despacito, y su jardinero y su hijo se turnaban durante la hora que duraba su ejercicio de transporte, y la impulsaban, en medio de arroyos de sudor, a una velocidad constante de cuatro millas por hora. Cuando pasaba junto a la señora Antrobus, le gritaba algo, y la señora Antrobus le respondía cuando volvían a coincidir en la vuelta siguiente.
De repente, todos aquellos interesantes acontecimientos se desvanecieron por completo en el cerebro de Georgie, pues sus más negras sospechas se vieron confirmadas: allí estaba Lucía, ataviada con su sombrero
hitum
y su vestido
hitum
, avanzando graciosamente por medio de la plaza. Aquella mañana, durante la clase, había ido vestida claramente
scrub
, así que debía de haberse cambiado después del almuerzo, lo cual era insólitamente inaudito si lo que quería era dar un simple paseo por la plaza. Pero Georgie sabía bien que aquello no era un simple paseo: Lucía se disponía a hacer una visita de todo punto formal y elegante. No se desvió ni un milímetro de su camino directo a la puerta del Arms, sólo agitó la mano en dirección a la señora Antrobus, les lanzó un beso a sus incansables hijas, hizo una regia reverencia al coronel Boucher, que se detuvo y se quitó el sombrero, y continuó su camino con la fuerza inexorable del destino, o del Sino llamando a la puerta en la inmortal Quinta Sinfonía. Y en la mano llevaba una nota. A través de los prismáticos Georgie podía verla claramente, y no era una simple cuartilla doblada, de las que habitualmente utilizaba Lucía, sino un sobre grueso y cuadrado. Cuando la vio desaparecer en el interior del Arms, Georgie comenzó a elucubrar febrilmente. Todo dependía de cuánto tiempo permaneciera Lucía allí dentro.
Se produjeron algunos acontecimientos durante el período de espera. La señora Weston abandonó su furibunda carrera y vino a anclarse en el camino precisamente frente al Arms, mientras el muchacho del jardinero se derrumbaba exhausto en el césped. Era bastante fácil imaginar que se proponía mantener una charla con Lucía cuando ésta saliera. Del mismo modo, las señoritas Antrobus, que no le habían prestado ninguna atención en absoluto hasta entonces, cesaron sus divertidos brincos y corrieron para hablar con ella: también parecían tener ganas de conversación. El coronel Boucher, un poco más disimuladamente, comenzó a arrojar palitos al estanque para entretener a sus bulldogs (pues Lucía se vería obligada a pasar junto al estanque), y la señora Antrobus se detuvo a estudiar los cepos de tortura muy detenidamente, como si no los hubiera visto jamás.
Y luego, antes de que hubieran transcurrido un par de minutos, salió Lucía. Ya no llevaba la nota en la mano, y Georgie comenzó a desarmar sus prismáticos de ópera con el fin de limpiar las lentes. Por el momento, habían cumplido con su cometido.
—Ha dejado una nota para Olga Bracely —dijo en voz bastante alta, tan poderoso era el discurrir de sus pensamientos. Luego, como un corolario, pronunció la siguiente proposición que podía considerarse perfectamente cierta—. Pero no la ha visto.
La certeza de aquella conclusión quedó pronto demostrada, pues Lucía apenas se había desembarazado del grupo de sus súbditos y atravesado el jardín de la plaza en su camino de regreso a casa cuando un coche pasó junto a la ventana del baño de Georgie, seguido muy de cerca por un segundo vehículo. Ambos se detuvieron a la entrada del Ambermere Arms. Con la velocidad de un óptico experimentado, Georgie volvió a montar los prismáticos y después de mirar por el lado equivocado de los puros nervios, aún tuvo tiempo de ver cómo un hombre —parecía un criado— salía del segundo coche y mantenía abierta la puerta del vehículo para que salieran los ocupantes del primero. Vio aparecer a una mujer alta y de aspecto aniñado que permaneció allí desenrollándose el velo para el coche
[23]
. Luego la dama se volvió de nuevo y, con una sacudida en el corazón que lo sorprendió por su violencia, Georgie contempló los inolvidables rasgos de su Brunilda.
Rápidamente se metió en su habitación, que afortunadamente estaba en la puerta de al lado, y se engalanó con sus mejores
hitum
estivales: un traje nuevo de dril blanco (casi de color perla), una corbata malva con un alfiler de amatista, calcetines muy subidos, exactamente del mismo color que la corbata —de modo que un observador imaginativo podría haber conjeturado que, con el día tan caluroso que hacía, el extremo de su corbata se había derretido y se le había escurrido hasta las piernas—, y zapatos de ante con tacón bajo. Un sombrero de paja completaba su elegante
hitum
. Había pensado estrenarlo para la fiesta de Lucía al día siguiente, pero ahora, después de su mezquindad, pensó que la reina se merecía aquel castigo. Todo Riseholme vería el traje antes que ella.
El grupo que rodeaba la silla de la señora Weston aún estaba entretenido en la conversación cuando llegó Georgie y, casualmente, dejó caer lo pesado que resultaba hacer visitas en días tan encantadores como aquel… pero había prometido visitar a la señorita Olga Bracely, que acababa de llegar. De modo que allí quedaba otro sapo para Lucía. Ahora todo Riseholme sabría, antes que ella, que Olga Bracely había llegado.
—Y, señor Georgie, ¿quién era…? —preguntó la señora Antrobus, adelantando su trompetilla hacia él del mismo modo que un elefante adelanta su trompa para recibir un pastelillo—, ¿quién era ese caballero que iba con ella?
—Oh, su marido, el señor Shuttleworth —dijo Georgie—. Se acaban de casar, y están en su luna de miel.
Y si aquello no era otra bofetada para Lucía, sería
difífil
saber qué lo era, como diría el propio Georgie. Pues Lucía sería la última de todos en saber que aquel hombre no era precisamente
el señor Bracely
.
—¿Y acudirán los recién casados mañana a la fiesta de la señora Lucas? —preguntó la señora Weston.
—Oh, ¿los conoce usted? —preguntó Georgie.
—¡Vaya… bueno… en fin! ¡Por Júpiter! —empezó a farfullar el coronel Boucher—. Una mujer muy guapa. Le envidio a usted, muchacho. Una lástima que sea su luna de miel. ¡Vaya!
La trompetilla de la señora Antrobus se había girado en su dirección en ese preciso momento, así que también ella pudo oír aquellas enérgicas observaciones.
—¡Picarón! —dijo, y Georgie, el envidiado, entró muy ufano en la hospedería.
Entregó su tarjeta, en la cual había considerado prudente escribir: «De parte de lady Ambermere», e inmediatamente fue conducido hacia el jardín que había en la parte posterior del edificio. Y allí estaba ella, alta y adorable y encantadora, tendiéndole la mano del modo más cordial.
—Qué amable por su parte venir a vernos —dijo la señorita Bracely—. Georgie, éste es el señor Pillson. Señor Pillson, mi marido.
—¿Cómo está usted, señor Shuttleworth? —dijo Georgie, para demostrar que estaba enterado de lo del apellido. Aunque oír su propio nombre refiriéndose a otra persona le había sobresaltado bastante. Por un momento casi había llegado a creer que la
prima donna
le estaba hablando a él.
—¿Así que lady Ambermere le pidió que viniera a vernos? —continuó Olga—. Creo que eso ha sido mucho más amable por su parte que invitarnos a cenar. Odio salir a cenar cuando estoy en el campo, casi tanto como odio no salir a cenar cuando estoy en Londres. Además, con esa enorme nariz aguileña que tiene la pobre, siempre temo que, sin darme cuenta, en un descuido, me dé por rascarle la cabeza y ella exclame: «¡Jo, jo, jo, la botella de ron!». ¿Es muy buena amiga suya, señor Pillson? Espero que sí, porque a todo el mundo le gusta reírse de sus mejores amigos.
Hasta ese preciso instante, Georgie habría estado dispuesto a jurar que lady Ambermere y él eran uña y carne. Pero, evidentemente, aquello no impresionaría a Olga lo más mínimo, así que se rio del modo más irreverente.
—Dejémoslo —continuó Olga—. Georgie, ¿serías tan amable de enviarle a lady Ambermere un telegrama diciendo que hemos tenido que atender un compromiso ineludible? Luego le pediremos al señor Pillson que nos enseñe este lugar indescriptiblemente adorable y le invitaremos a que cene con nosotros. Eso sería mucho más agradable. ¡Imagínate, vivir aquí! Oh, y dígame una cosa, señor Pillson, encontré una nota de la señora Lucas cuando llegué hace media hora, pidiéndonos a mí y al
señor Bracely
que asistiéramos a una fiesta en su jardín mañana. Decía que ni siquiera esperaba que me acordara de ella, pero que acudiéramos. ¿Quién es esa mujer? Realmente, no creo que me conozca de nada si, como dice, piensa que soy la
señora Bracely
. Georgie dice que debo de haber estado casada antes, y que probablemente le esté obligando a cometer bigamia. Es una conversación de lo más agradable para una luna de miel, ¿no cree? Dígame: ¿quién es esa señora?
—Oh, es una vieja amiga mía —dijo Georgie—; aunque no sabía que se hubieran visto ustedes antes. Soy un ferviente admirador suyo.
—Desde luego, no me esperaba otra cosa. Pero ahora, dígame, y míreme a los ojos, para que pueda saber si me está diciendo la verdad: ¿me divertiría más dando una vuelta por este lugar celestial que en esa fiesta en su jardín?
Georgie sintió que la pobre Lucía ya había recibido suficiente castigo por esta vez.
—Le dará usted una enorme alegría si acude… —comenzó a decir.
—Ah, esto no es justo: es un golpe bajo apelar a motivos desinteresados. He venido aquí simplemente para divertirme. Continúe; levante esos ojos.
El candor y la cordialidad de aquel precioso rostro le concedieron a Georgie un renovado impulso de valor. Además, aunque sin duda en broma, ella ya había sugerido que sería mucho más agradable dar una vuelta con él y cenar juntos que pasar la tarde entre los esplendores de The Hall.