Reina Lucía (13 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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—Sí, pensamos que podíamos hacerlo todo de una tacada —dijo Hermy—. Y eso que si no hay ciento veinte millas no hay ninguna. Y luego, cuando llegamos aquí, era ya tan tarde que pensamos que no debíamos molestarte, especialmente porque la ventana de la salita no estaba bien cerrada.

—Las bicicletas las dejamos fuera —dijo Ursy—, sólo estarán sobre el césped hasta mañana. ¡Oh,
Tipsi-ipsi-poozie-woozy
! ¿Cómo estás? Espero que se haya comportado como el buenecito
Tiptree
que es, ¿verdad, Georgie?

—Oh, sí, nos hemos hecho excelentes amigos —dijo Georgie, sin precisar demasiado—. Estuvo un pelín nervioso en la estación, pero luego se tomó el té con el tío Georgie y jugamos al escondite.

Bastante temerariamente, Georgie «le puso carita» a
Tiptree
, el tipo de carita que suele divertir a los niños. Pero a
Tiptree
no le gustó nada la carita de Georgie, y le puso otra cara, en la cual los dientes desempeñaban una parte bastante importante.

—¡Loquiperro! —dijo Hermy, dándole despreocupadamente un sopapo en la nariz—. Si te enseña los dientes, Georgie, dale. Pásame las burbujas.

—Bueno, el caso es que entramos saltando por la ventana de la salita —continuó Ursy—, y caramba, estábamos a punto de morirnos de hambre. Así que fuimos a buscar comida, ¡y aquí estamos! ¡Qué divertido y valiente por tu parte, Georgie, bajar y desafiarnos con un atizador!

—Pura diversión —dijo Hermy—. ¿Y cómo está nuestra vieja amiga Cosita-joyita-bonita?
[21]
¿Por qué no bajó también ella a atizarnos?

Georgie imaginó que Hermy estaba haciendo una alusión humorística a Foljambe, que era la única persona en Riseholme por la que las dos hermanas parecían sentir algún respeto. En una ocasión Ursy le había puesto una trampa atrapabobos a Georgie, pero la mezcla de galletas con nueces de Brasil le había caído encima a Foljambe en vez de a su hermano. En aquella ocasión, Foljambe, revestida de una tranquilidad impenetrable, se había comportado como si nada hubiese ocurrido, y avanzó sobre las galletas y las nueces de Brasil sin esbozar la más leve sonrisa, como si no hubiera nada en absoluto desmenuzándose y reventando bajo sus pies. De algún modo, aquello había conmocionado a las dos hermanas, quienes, tan pronto como Foljambe abandonó la sala de nuevo, barrieron las migas y volvieron a colocar las nueces de Brasil que estaban en buen estado en el plato de los postres… De nada serviría que pretendieran rebajar el prestigio de Foljambe y se refirieran a ella con algún nombre extravagante.

—Si te refieres a Foljambe —dijo Georgie gélidamente—, pensé que no valía la pena molestarla.

A pesar de su viaje en bicicleta, las infatigables hermanas se levantaron pronto, así que lo primero que Georgie vio desde la ventana de su baño fue a la pareja practicando golf y lanzando veloces bolas por encima del estanque, y así seguirían hasta que estuviera dispuesto el desayuno. Cuando Foljambe lo despertó, Georgie le ofreció un pequeño resumen de las aventuras de la noche anterior, omitiendo el episodio relativo a su pelo rebelde, y la desaprobación de la criada se hizo claramente evidente a partir de ese momento con su silencio y un gesto de estudiado desdén hacia las dos hermanas cuando entraron a desayunar.

—¡Hola, Foljambe! —dijo Hermy—. Tuvimos un curioso entretenimiento ayer por la noche, no sé si te enteraste.

—Eso tengo entendido, señorita —dijo Foljambe.

—Entramos por la ventana de la salita, ¿sabes? —dijo Hermy, confiando en arrancarle una sonrisa.

—Claro, señorita —dijo Foljambe—. ¿Va a utilizar el coche, señor?

—Oh, Georgie, ¿podemos ir a dar una vuelta por las carreteras esta mañana? —preguntó Hermy—. ¿No nos puede llevar tu pollito Dickie?
[22]

Y miró de reojo a Foljambe para ver si aquella brillante agudeza había provocado en ella algún tipo de gesto risueño. Pero, al parecer, no había sido así.

—Dile a Dickie que esté listo a las diez y media —dijo Georgie.

—Sí, señor.

—¡Hurra! —exclamó Ursy—. Vente tú también, Foljambe, y así podremos jugar una partida a tres bandas.

—No, gracias, señorita —dijo Foljambe, y salió de la estancia, mirándose la nariz.

—Dios bendito, ¡vaya témpano de hielo! —dijo Hermy cuando la puerta estuvo totalmente cerrada.

Georgie no lamentaba tener toda la mañana para sí mismo, pues necesitaba ensayar un poco y tranquilamente el trío de Mozart antes de ir a casa de Lucía a las once y media, momento en que ambos habían acordado tocarlo por primera vez. Así tendría tiempo de hacer algunos ejercicios de respiración antes de la primera clase de yoga, que tendría lugar en el salón de fumar de Lucía a las doce y media. Todo esto haría de aquella una mañana atareadísima, y respecto a la tarde, seguramente habría algunas visitas, porque había personas pendientes de la llegada de sus hermanas, y después tenía que ir al Ambermere Arms para visitar a Olga Bracely… ¿Y qué iba a hacer respecto a Lucía? Por lo pronto, ya era culpable de un delito de deslealtad, pues lady Ambermere le había advertido el día anterior de la llegada de la
prima donna
, y él no le había comunicado aquel notición a Lucía. ¿Debería compensar, en lo que estuviera en su mano, aquella omisión, o bien con una increíble audacia, debería guardárselo para sí, igual que la señora Quantock habría deseado vivamente hacer con su gurú? Después de la aventura de la noche anterior, pensó que ya debería ser capaz de afrontar cualquier situación que se le pusiese por delante; pero se encontró absolutamente incapaz de concebirse a sí mismo resuelto y orgulloso delante de los penetrantes ojos de la reina si ésta descubría que Olga Bracely había estado en Riseholme el día de la fiesta del jardín y que Georgie, sabiéndolo y habiendo ido a verla, no había informado puntualmente en la corte de aquel hecho.

El espíritu bolchevique, una especie de indomable deseo de derrocar toda autoridad y actuar independientemente de todo mandato, que le había acometido el día anterior, retornó ahora con fuerzas redobladas. Si hubiera estado completamente seguro de que no sería descubierto, no hay duda de que se lo habría ocultado a Lucía. Y además, después de todo, ¿qué sentido habría tenido el triunfo de ir a ver a Olga Bracely (y quizá incluso de recibirla en casa) si todo Riseholme no se ponía verde de envidia al saberlo? Es más, había muchas posibilidades de que se descubriera todo, pues lady Ambermere estaría en la fiesta del jardín del día siguiente y se empeñaría en averiguar por qué Lucía no había invitado a Olga. Entonces saldría a relucir que Lucía no sabía de aquella eminente presencia, y lady Ambermere se asombraría de que Georgie no se lo hubiera contado. Y se encontraría entonces en una situación que ni en sueños sería capaz de afrontar, por mucho que sí hubiera sido capaz de abrir la puerta de la salita en mitad de la noche y hubiera anunciado a voz en grito que utilizaría el atizador sin contemplaciones.

No: tendría que contárselo a Lucía cuando fuera a interpretar por primera vez el trío de Mozart con ella, y muy probablemente la propia Lucía pasaría a hacerle una visita a Olga Bracely, aunque nadie se lo hubiera pedido, y de este modo chafaría completamente todas las aspiraciones de Georgie. Por muy desagradable que fuera, no podía afrontar la otra posibilidad, así que intentó pensar en otra cosa y abrió su ejemplar del trío de Mozart con un suspiro. Lucía
efectivamente
apremiaba y agobiaba lo indecible, y siempre acababa saliéndose con la suya. De todos modos, Georgie no le diría que Olga y su marido iban a cenar esa noche en The Hall; ni siquiera le contaría que el apellido de su marido era Shuttleworth: así Lucía cometería un espantoso error al preguntar por el señor y la señora Bracely. Eso reportaría a Georgie un gozo indescriptible. Ya se imaginaba a sí mismo diciéndole a Lucía: «¡Pero querida mía, pensé que desde luego sabrías que la señora Bracely había decidido conservar su nombre de soltera tras casarse con el señor Shuttleworth! ¡Qué embarazoso debe de haber sido para ti! Son muy picajosos con ese tipo de cosas…».

Georgie escuchó el tintineo de la parte aguda del trío de Mozart (Lucía siempre escogía los agudos, porque había más melodía en ellos, aunque se excusaba diciendo que no tenía el pulso firme de Georgie, que hacía los bajos sencillamente
superiores
) mientras se adentraba en el jardín de Shakespeare unos pocos minutos antes de la hora fijada. Lucía debió de haberlo visto desde la ventana, porque los tenues sonidos del piano cesaron incluso antes de que hubiera rodeado el reloj de sol que adornaba el arriate de Perdita, y acudió a abrirle la puerta. Tenía la mirada perdida, y las negras ondulaciones de su pelo habían invadido en parte su frente; pero, después de todo, no era Lucía la única que tenía problemas con el pelo, así que Georgie no pudo sino mostrarse comprensivo.


Georgino mio!
—dijo—. Todo está resultando maravilloso. Parece que por toda la casa reina una nueva atmósfera desde que vino mi gurú. Algo sagrado y pacífico flota en el aire: ¿no lo notas?

—¡Delicioso! —dijo Georgie, inhalando el perfume que desprendía el manojo de hierbas aromáticas—. ¿Qué está haciendo ahora?

—Meditando, y preparándose para nuestra clase. Espero que nuestra querida Daisy no venga de casa derrochando energía negativa.

—Oh, pero eso no es muy probable, ¿no? —dijo Georgie—. Creo que el gurú dijo que Daisy tenía muchísima luz.

—Sí, lo dijo. Pero ahora está un poco preocupado por ella, creo. No quería que se fuera de su casa, y mandó que vinieran aquí a buscar algunos pijamas de seda que son de su marido y que el gurú creía que ella le había regalado. Pero Robert no lo creía en absoluto. Al parecer, el gurú se los trajo ayer después de haber dejado un puñado de buenas vibraciones en su casa… Pero fueron los Guías quienes quisieron que él viniera aquí: se lo dijeron claramente. Habría sido un error gravísimo no hacer lo que le ordenaban —lanzó un gran suspiro—. Y ahora dediquemos una hora a Mozart —anunció—, y apartemos de nosotros cualquier pensamiento disonante. Mi gurú dice que la música y las flores son buenas influencias para aquellos que peregrinan por el Camino. Dice que mi amor por ambas, un amor que he sentido toda mi vida, me ayudará mucho.

Sólo durante un instante el mundo terrenal se coló por entre las rendijas de la apacible tranquilidad espiritual.

—¿Hay alguna noticia en particular de la que deba enterarme? —preguntó—. Vi que volvías de la estación ayer por la tarde… dio la casualidad de que estaba mirando por la ventana en un breve momento de solaz… (el gurú dice que trabajo demasiado, por cierto) y vi que tus hermanas no venían contigo. Y sin embargo había dos taxis, y un montón de equipaje en tu puerta. ¿Vinieron o no vinieron?

Georgie le ofreció un resumen notablemente preciso de todo lo que había ocurrido, omitiendo el episodio de pánico durante su excursión nocturna, puesto que aquello no era realmente relevante, y no había tenido ningún efecto en los hechos subsiguientes. También omitió el lance relativo a su pelo, porque eso era superfluo también, pero, en cambio, contó lo bien que se lo habían pasado cenando a las dos y media de la madrugada.

—Creo que eres increíblemente valiente, Georgino —dijo Lucía—, y también de lo más bondadoso. Te deben de haber estado enviando amor, y por eso estás lleno de él, y eso acaba con el miedo de cualquiera.

Dejó que la música fluyera libremente.

—¿Hay algo más? —preguntó.

Georgie tomó asiento y dejó sus anillos en el candelabro.

—Oh, sí —dijo Georgie—. Olga Bracely, la
prima donna
, ya sabes, y su marido llegarán esta tarde al Ambermere Arms para pasar allí un par de días.

El viejo fuego se reavivó.

—¡No! —exclamó Lucía—. ¡Entonces estarán aquí para mi fiesta de mañana…! ¡Imagínate, si Olga Bracely pudiera venir y cantar para nosotros! Tengo que enviarles tarjetas hoy mismo sin falta. Y escribirles después, por la tarde, rogándoles que vengan.

—Me han pedido que vaya a verla —dijo Georgie.

El silencio musical cayó como una sonora bofetada, pero Lucía no le prestó ninguna atención.

—Vayamos juntos entonces —dijo Lucía—. ¿Quién te pidió que fueras a verla?

—Lady Ambermere —dijo él.

—Vaya, cuando estuvo aquí ayer no me lo mencionó en ningún momento. Pero seguro que pensaría que sería muy extraño por mi parte no visitar a sus amigos y ser cortés con ellos. ¿A qué hora vamos a ir?

Georgie decidió que ni cien caballos salvajes conseguirían arrancarle la confesión de que el nombre del marido de Olga era Shuttleworth, pues allí estaba Lucía, metiendo las zarpas en sus hallazgos más preciados, exactamente lo mismo que las había metido en el hallazgo más preciado de Daisy y lo había convertido ahora en «su gurú». Tenía que llamarle «señor Bracely» como fuera.

—Como alrededor de las seis, ¿te parece? —dijo, ardiendo de rabia por dentro.

Georgie levantó la mirada y vio claramente aquella expresión afilada y vulpina moldeando el rostro de Lucía; precisamente porque la conocía bien, Georgie sabía que aquella expresión anunciaba que había pergeñado algún nuevo plan. Pero ella prefirió no revelarlo, y dio por concluido el silencio musical.

—Es una hora perfecta —dijo—. Y ahora, dediquémonos a nuestro celestial Mozart. Tienes que ser paciente conmigo, Georgino, sabes lo mal que interpreto…
Caro!
¡Qué
difífil
parece! —dijo, adoptando de nuevo un tono infantil—. ¡Estoy aterrorizada! ¡La nenita Lucía no vio jamás una cosa tan
difífil
de leer!

Y se trataba exactamente de los mismos compases que Georgie había oído a través de la ventana un instante antes.

—¡La parte de Georgie es mucho más
difífil
! —dijo él, recordando el doble sostenido que venía en el segundo compás—. Georgie está
aterrorizadito
, también, al interpretarlo. ¡O-oh! —y dio un leve gritito—.
Cattivo
Mozart, ¡escribir una cosa tan «difi-filisísima»!

Fue de todo punto evidente en la clase de aquella mañana que, aunque los alumnos estaban bastante interesados en los mensajes abstractos de amor que iban a lanzar en todas direcciones y en la atmósfera de paz de la que iban a rodearse, la rama de la disciplina que les emocionaba hasta la médula era la referida a los ejercicios de respiración y las contorsiones que, si perseveraban, les concederían juventud y vigor, unas digestiones perfectas y una energía infatigable. Todos estaban sentados en el suelo tapándose los agujeros de la nariz alternativamente y conteniendo la respiración, hasta que a la señora Quantock se le ponía morada la cara, y Georgie y Lucía se congestionaban, y expulsaban el aire de nuevo, bien con repentinos bufidos que arrancaban temblores en las esterillas del suelo, bien con largas y calladas exhalaciones. Luego tuvieron que aprender ciertas posturas, y en una de ellas, al forzar la inclinación del cuerpo hacia delante, dos botones del pantalón de Georgie cedieron con un chasquido seco, y él notó cómo la cinta correspondiente de sus tirantes, tan violentamente liberada, le saltaba hasta el hombro. Distintos ruidos embarazosos que sonaron como el estallido de cuerdas o cintas adhesivas, emanaron de Lucía y Daisy, pero todo el mundo simuló no haber oído nada, o bien camuflaron el estallido de aquellas explosiones con toses y aclaraciones de garganta. Pero aparte de aquellas discordancias, todo resultó agradablemente armonioso. De hecho, Daisy, lejos de introducir discordias, lució una permanente sonrisa, que habría sido simplemente cínico calificarla de superioridad, cuando Lucía preguntó alguna cosa increíblemente tonta respecto al mecanismo del Om. También suspiraba de tanto en tanto, pero aquellos suspiros no eran más que la expresión de la paciencia y la resignación, hasta que la ignorancia de Lucía en las doctrinas más elementales quedaba subsanada; y si bien Daisy miraba bastante intencionadamente en cualquier dirección que no fuera la de Lucía, y parecía completamente ajena a su presencia, no había acudido allí a mirar a Lucía, después de todo, sino a escuchar a
su gurú personal
(dijera lo que dijera Lucía).

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