Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos (15 page)

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Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol,Isamay Briones

Tags: #Humor

BOOK: Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos
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Consejo
: cuidado con todo lo que huela a exótico o tropical. Superman también se queda hipnotizado con la kriptonita, pero le quita fuerza.

Por si hubiera un varón leyendo

¿Sigues ahí? Bien. Comprobarás que el libro se dulcifica para nosotros en los últimos capítulos, o sea, que aprieta pero no ahoga, como Dios. Incluso quizá acabe bien y todo.

Tenías que haber visto la cara del ertzaina: triste, los ojos apagados, el clásico cuadro clínico consecuencia de un castigo sexual por falta grave, llevaría de dos a tres meses sin mojar, le sobraba toda la porra al buen hombre. Sí, chiste fácil, pero te has reído para dentro, que nos conocemos. Venga, que ya no queda nada, dos partes más y le puedes meter mano al
Quijote
o al
siglo de soledad
.

Novena
parte
el
hombre
a la
fuga,
el txoko
Huir de la madre

Una de las consecuencias directas del matriarcado es la constante necesidad que tiene el hombre que lo sufre de escapar. Podríamos definir la vida del hombre vasco como un plan de fuga de su Alcatraz particular, su madre, en las diferentes versiones en las que se le aparezca a lo largo de su existencia.

La primera vez que el hombre disfruta alejándose de la figura femenina es cuando se emancipa de sus padres, que por lo general en estas latitudes suele rondar una edad en la que ya podría echar la solicitud para ser Papa o mártir beatificado en el caso de los hijos solterones que cuidan de sus madres. Y, claro, entonces ya no se posee la valentía o la inconsciencia de los 20 años como para irse a trabajar a otro país, tomarse un año sabático o probar a unirse a un circo. Puede abandonar el hogar materno en solitario o por arrastre, inducido por una pareja. Si opta por la huida en solitario, tenemos al varón refugiado en el autoengaño de la fingida libertad, que consiste en hacer pequeñas chiquilladas: llegar a casa más tarde de lo normal sin avisar a nadie, irse una semana de excursión sin llevar el móvil, organizar fiestas adolescentes en su piso sin tener que aguantar reprimendas… La visita al puticlub entra dentro de la costumbre del hombre vasco, que no ve en el acto de tomar una copa con una bielorrusa muslona eso de hacerse un hombre o ser infiel, sino culminar una noche de juerga con la cuadrilla. Eso sí, siempre elige un lugar a varios kilómetros de su casa, desde donde las luces de neón del establecimiento no se vean y, a poder ser, con parking escondido para que nadie pueda descubrirlo aprendiendo idiomas por la noche: «El otro día vi el coche de Patxi aparcado en el club Jennifer».

Pero el hombre vasco es un nómada de ida y vuelta, él es de cimientos, de estructura, de viga, de txoko, de caserío, de hogar, y exige también que la barra americana esté flanqueada por columnas, mucho cemento y un buen tejado. Le tira el hogar.

La prueba de ello es que los vascos que viven en la diáspora, lejos de su casa, construyen otra parecida a la que llaman La Casa Vasca o Euskaletxea. En el fondo necesitan sentir que no se han ido.

No se escucha lo mismo de ningún otro pueblo; los turcos, por ejemplo, exportan sólo una parte de la casa: los baños; por otro lado, casa griega sólo hay una y se llama Partenón, y la casa suiza es donde vivía Heidi y todavía no es seguro que exista.

Pero ya puede el vasco emprender el vuelo lejos de su madre, con ladrillos o sin ellos, que siempre llevará el cordón umbilical colgando. La mayoría de estos alejamientos tienen un final anunciado y el varón termina buscando desesperado una mamá que lo adopte, se instala en el matriarcado y acata sus preceptos. Porque lo que necesita no es tanto culminar la escapada como querer practicarla, sentir que puede tirar de la correa, y el régimen matriarcal le ofrece este entretenimiento. Es la mezcla de admiración y miedo a su mujer, en grado de acojono, lo que instiga el deseo de fuga. Y en esto es un ser gregario: se aliará con los de su cuadrilla para hacerlo, con una institución o con algún familiar de vuelo fácil.

E
L HÉROE VASCO

También contribuye a ese deseo el hecho de que, una vez cercado en el redil del hogar, junto a su pareja, el hombre se encuentra desubicado, no tiene claro cuál es su rol, y eso no le gusta; por eso busca el protagonismo fuera y se convierte en organizador de festejos y eventos populares, en pregonero de fiestas patronales, en presidente de sociedades gastronómicas, en cofrade, en triatleta, pentatleta, montañero, ochomilista, extra-terrestre…

El hombre vasco busca la hazaña fuera del hogar, ya que ser héroe dentro es imposible: el puesto está ocupado.

El vasco se empeña por demostrar lo que vale. Los hay que exhiben su fuerza bruta y se ponen a levantar piedras y no paran, y otros recurren al talento interno, refugiándose, por ejemplo, en el arte, donde a veces también tienen que levantar enormes hierros que pesan toneladas. De nada les serviría intentar ir por el Nobel en Ciencia, como hacen los hombres suecos y alemanes, porque al día siguiente de recogerlo ya nadie se acuerda de ti, al contrario de los récords, que crean expectación constante. Probablemente, una montaña de ocho mil metros sea el punto de alejamiento hacia arriba más grande al que puede optar un hombre vasco si descartamos el espacio exterior. Algunos lamentan que los montes no crezcan año tras año o que el eje de la Tierra sirviera para hacer una cucaña untada con aceite, así que se tienen que conformar con la repetición para lograr mejorar su marca personal. Suben la misma montaña una y otra vez. Pero estos hombres, elevados socialmente a la categoría de superhombres, pierden todo su poderío al tocar tierra. Ahí se les acaba la aventura. Nada más poner el pie en el aeropuerto, a su regreso, empiezan a perder centímetros; para cuando llegan a la puerta de su casa, donde los espera su mujer, son muñecos de tarta, chiquitines e indefensos. «Ya me has dejado todo el barro en la entrada, anda a quitarte esas botas». Sin duda se enfrentan mucho mejor a una cumbre con ventisca y sin oxígeno que a su parienta cuando vuelven de la expedición.

El chicarrón del norte es de gesta, de machada, de bravuconada, de apuesta, de «a que sí», porque el no ya lo trae de casa. En el pasado, si hacía falta, se tiraba al mar, poniendo millas de por medio para salir en algún libro de historia donde fuera recordado como navegante o conquistador famoso.

El vasco se expresa mejor en la hazaña que en la convivencia.

Hasta hace unas décadas los hijos primogénitos heredaban el caserío y los segundos se dedicaban a la vida religiosa, no siendo extraña la opción de las misiones en algún país lejano. En todas las familias vascas hay un tío, un hermano, un abuelo misionero, que prefiere servir a un hombre llamado Dios que vivir como Dios con una mujer para toda la vida. Amén.

La mujer vasca no siente que tenga que demostrar nada, bastante heroicidad demuestra con su familia, y jamás sacará pecho por ser como es. «Mira, he hecho una cazuela de merluza en salsa verde para veinte, un cancarro de sopa de pescado tamaño pantano y un hojaldre de cuatro pisos. Dejo todo a fuego lento, voy al dentista con el crío, a la vuelta paso a recoger el traje de la tintorería y me pongo con las baldosas del baño, que se han despegado. Soy la hostia».

El txoko y las mujeres

Sí, hemos decidido desvelarle el misterio, la leyenda, el enigma, la fábula, agárrese a lo que pueda porque allá vamos.

U
N POCO DE BATALLITA

Los txokos o sociedades gastronómicas florecen en San Sebastián en la segunda mitad del siglo
XIX
. Las sidrerías dan el relevo a las sociedades cuando el vino hace su aparición. Las kupelas emigraron a las afueras, con especial querencia al monte, y las barricas de roble tomaron la plaza. La necesidad de un espacio cultural, recreativo y deportivo fue la excusa perfecta para suplir el vacío de la administración pública de la época, y de paso poder beber txikitos con los amigos alejados de la mirada inquisidora de la mujer. Sin perder de vista el vaso de vino, el hombre se transformaba por arte de magia en concejal de fiestas y eventos populares, y lo mismo organizaba carnavales o bailes benéficos que un torneo de boxeo. Tarea ardua que necesitaba su tiempo, normalmente las tardes, el viernes y el sábado por la noche, y las vísperas de las fiestas, un negocio con dedicación exclusiva. El invento salió redondo. No había moros en la costa.

A principios del siglo
XX
, envueltos en la desmedida euforia que sólo otorga el mosto fermentado, decidieron dar un paso más e incorporaron a la cuadrilla el chuletón y la merluza como amigos con derecho a roce. Vamos, que se vinieron arriba y entre corridas de toros, carreras populares, regatas y frontón el maridaje chuleta-vino funcionaba como dios. Beber, cantar y además comer sin tener a la parienta al lado recordándote las tres medallas de marmitako que llevas en la camisa blanca planchada por ella esa mañana eran un musitado placer. Una desproporción que hasta acojonaba, en cualquier momento podía saltar la liebre.

Había que avanzar, el tiempo apremiaba. Estaban poseídos por el morbo de la clandestinidad pero eran conscientes de que una merluza albardada podía ser olida a muchos kilómetros, y mucho más con el desproporcionado saliente nasal con el que la sabia naturaleza había premiado, también, a las consortes de los futuros txokolaris.

Ya tenían la cuadrilla, la sociedad cultural-benéfica-re-creativa-deportiva, el vino y el chuletón; sólo faltaba el escondite, el lugar en el que acomodar a todos los Patas, las barricas y las viandas necesitaban un escondite.

Mientras, la mujer, pertrechada en sus dominios, continuaba salpimentando su matriarcalismo. Caserío limpio, despensa llena, huerto floreciendo, niños en la ikastola, ropa tendida, alubias en ebullición, madera cortada, vacas ordeñadas, misa oída y marido ¿trabajando?

E
TIMOLOGÍA DE TXOKO

Txoko, palabra vasca que significa lugar de reunión, rincón, club, sociedad. En la traducción al castellano podemos ampliar la acepción del término según el contexto, así que incorporamos templo, lujuria, sagrado, vicio, paraíso, santuario, abundancia, cielo, gloria, salvación. Es la sede social de las jamadas de los vascos, los hermanos navarros y algunos franceses con los que nos rozamos en el mapa.

Palabra de fácil aprendizaje, los niños la suelen pronunciar antes que aita (padre). Corta, sonora, contundente, con fuerza, suena bien, huele bien y sabe mejor. Habría que advertir, como ya hicimos en el anterior libro,
Ponga un vasco en su vida
, que
tx
se pronuncia en castellano
ch
. Es decir, txoko sonaría como choco, pero no confundir con las «papas con choco» que circulan por las barras del sur y a las que ya te gustaría meter la cuchara.

Pronunciada por el hombre vasco es la hostia: «Agurtzane, marcho al txoko, agur». Pura poesía, la hostia en verso.

Sin embargo, si sale de los labios prietos de la mujer vasca suena a «tú verás». Esta retranca, con un poquito de guasa que sale del mismísimo intestino grueso, tiene su explicación, difícil, pero existe. Vamos al lío.

Las sociedades gastronómicas
«El refugio»

Existen, a lo largo y ancho de este
patchwork
de autonomías que es España, sociedades de todo tipo: las tenemos agrarias, anónimas, cooperativas, civiles, conyugales, culturales y hasta las que protegen al lince ibérico o tutelan la cabra pirenaica. Pero es en el País Vasco y Navarra donde parió la abuela. Es en los terruños norteños donde nacen las sociedades en las que las únicas especies que hay que preservar son el comercio y el bebercio. En realidad son microsociedades en defensa del besugo, la merluza, las kokotxas, el bonito, el bacalao, las guindillas, los pimientos, el gorrín, el chuletón y las alubias. Y toda esta amalgama de tentaciones da como resultado el insinuante nombre de sociedades gastronómicas.

Como cualquier sociedad que se precie, tiene sus normas, su reglamento, sus estatutos. Las gastronómicas también, aunque son algo peculiares, diferentes. Ante todo son privadas, se rigen por el respeto y la concordia, se financian con las cuotas de los socios, el que cocina lo hace gratuitamente, y aquí viene la madre del cordero: en algunas de ellas no se permite la entrada a las mujeres, o se limita su presencia a ciertos días. En otras pueden entrar a comer, pero se les prohíbe cruzar el umbral que separa la cocina del comedor. Y aquí empieza el lío. Cada vez que se abre la espita sale el vino peleón.

Tendremos que echar mano de la historia para explicar esta actitud excluyente con el sexo femenino. Hay varias versiones que ponemos en la barra para que consuman la que más les guste o la que les entre por los ojos.

a)
Los más tradicionalistas apuestan por el carácter de matriarcalismo que imperaba en el País Vasco. El hombre tenía pocas opciones: era baserritarra o arrantzale. Sus largas ausencias derivaron en una dejación de funciones en toda regla, ante lo cual la mujer tuvo que coger las riendas del orden en su hogar, y asumió la autoridad que el hombre le ponía en bandeja. Como consecuencia, el señor de la casa, relegado al papel de una simple visita, buscó en la sociedad gastronómica un refugio y una sucursal del hogar que gobernaría a su modo y manera.

b)
Existe la versión de los ilustrados que resuelven la controversia argumentando el respeto y acomodo a los hábitos sociales de la época. Las relaciones se establecían en las tabernas y las sidrerías, y las mujeres no entraban. No había prohibición, pero las costumbres del momento, de forma implícita, lo impedían. Simplemente estaba mal visto.

c)
Y está la versión
mecagüensotz
, que traducido al castellano quiere decir «que no porque no, joder». El «joder» es muy importante. Es como un lavado de conciencia. La sinrazón que desahoga, que alivia.

Podríamos continuar escudriñando en el pasado, incluso en el presente, pero me acaba de entrar un arrebato de generosidad que te va a librar de semejante gaita. Podemos asegurar que la tendencia y la inercia son encontrar más de una docena de razones que impidan que una mujer ponga un pie en un txoko. La cuestión es que el hombre con txoko no quiere ver asomar un flequillo minifalda por la puerta.

La mujer, mientras, observa y espera con tranquilidad la manera de dar la vuelta a la tortilla txokera de sus maridos. Aparentemente ni ven, ni oyen, ni sienten, ni padecen: son auténticas maestras del disimulo.

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