Read Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos Online
Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol,Isamay Briones
Tags: #Humor
—Ya ha estado tu madre aquí durante nuestra ausencia. Mecagüen la mar.
—Pero ¿cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé, dices? Aparte de los
tupper
que nos ha dejado en la nevera, nos ha hecho las camas, ha lavado las cortinas de la sala, ha dado cera al suelo del pasillo, ha fregado el salero y ha regado las plantas.
Hasta ahora he hecho una somera descripción de la protagonista del matriarcado, la diosa Mari, la mujer del flequillo minifalda, la bruja moderna que medica a la familia, la que es capaz de memorizar lo inmemorizable, la que conserva las cosas y las hace inmortales, la que hace las mejores croquetas. Estamos llegando al final de los dos trazos y nos queda menos de un cuarto de trazo para completar este retrato y hablar de lo que aún no se ha hablado: me refiero a que ella también es humana. Quizá algún hombre había dejado el libro, sobrepasado, y viendo lo que se avecina en los próximos capítulos, a lo mejor lo acaba de retomar con cara de sorpresa. Claro, amigo, es normal, nuestra heroína no es tan diferente a ti, tiene momentos en los que los superpoderes no le funcionan, el GPS le falla un poco, se le olvida llenar un
tupperware
, se queda sin ibuprofeno. De todas maneras, es raro que le ocurra; pero, como todo el mundo, también tiene sus días malos, sus puntos débiles, aquellos que la hacen vulnerable y que engrandecen aún más el resto de sus virtudes. Es el lado humano de la gran diosa.
El objetivo del maquillaje es disimular los defectos o realzar las virtudes naturales de un rostro, sea masculino o femenino. Según esta lógica, se podría afirmar que cualquier cara puede mejorar si se maquilla debidamente, pero hay paradigmas que dan al traste con todas las teorías sobre la belleza y la estética humanas. El lector se estará preguntando qué tiene que ver el maquillaje en esto de los puntos débiles de la gran diosa. Muy sencillo. La mujer vasca tiene una fisonomía característica, que hace que su relación con el mundo del maquillaje sea también característica. Vayamos por partes e imaginémonos el rostro de una mujer vasca. Si no somos vascos, pensemos en alguna vasca que conozcamos. Lo primero que nos llama la atención por poco observadores que seamos es:
La mujer vasca trae el colorete de serie. |
Le pasa lo mismo que a la mujer vikinga. Ambas son de moflete encendido, de arrebolado permanente, o de coloretes, si se prefiere decir así. Los genes y el clima se encargan de dar rubor eterno a sus mejillas y transmitir ese aspecto de lozanía que no poseen las mujeres en otras latitudes. «Cetrina, mate, apagada» no son adjetivos propios de las pieles del norte. Ellas lucen con orgullo esas muxugorris o «mejillas rojas», que tan bien define el euskera. Por tanto, no les hace falta maquillarse, nacen maquilladas, lo cual es una suerte y una desgracia a la vez, según se mire, porque entre las vikingas, las teutonas, las vascas y tres o cuatro austríacas hunden la industria del maquillaje. Gracias a que existen las venezolanas y las parisinas puede Christian Dior ganarse los garbanzos.
La mujer vasca es de un pintalabios para toda la vida. |
Siguiendo con nuestro análisis fisonómico, no puede obviarse el tema de la boca de la mujer vasca. Si la mejilla destaca en el conjunto del rostro, de la boca 110 se puede decir lo mismo, y lo que la naturaleza ha derrochado en un lado lo ha quitado de otro. No se caracteriza la mujer del suroeste del Pirineo por tener una boca carnosa, amplia, unos labios reventones dispuestos al susurro y al beso apasionado. No. Es más bien de labio prieto o «labio de cortesía», pues parece como si el labio apareciera debajo de la nariz tan sólo por figurar. Es este un labio fino, discreto, pero firme, que da pero que retiene al mismo tiempo; por tanto, no hace falta mucho maquillaje para cubrirlo, con un golpe de muñeca se pinta, por lo que a la mujer vasca un pintalabios le puede durar tranquilamente toda la vida. Es más, algunas hijas heredan el pintalabios de la madre y aún pueden rascar algo de pintura.
La ventaja de estos labios es el ahorro en cosméticos, y la desventaja, que con la edad se hacen más finos, se van replegando hacia dentro y frunciendo, asemejándose en algunos casos, y lo digo con todo el cariño del mundo, al culo de una tortuga. A tal peculiaridad fisonómica contribuye enormemente el hecho de que la mujer vasca es de mueca fácil y ejercita mucho todos los músculos de alrededor de la boca: bucinador, cigomático mayor y menor, masetero, etcétera, por lo que las arrugas son inevitables. Ni todo el botox del mundo neutralizaría un frunce de labio vasco.
Tráiler de lo que viene Para ir calentando motores, y dado que aún queda para llegar a la quinta parte, que trata el tema de las muecas, vaya este adelanto de propina. Vamos a ver cómo con ayuda de las muecas y el lenguaje corporal la mujer se puede comunicar con el hombre, sin importarle, además, si el acto de comunicación no verbal le está alargando unos centímetros las arrugas. Ejemplo de mueca combinada ceja-boca o cilio-bucal: el marido va a salir a la calle y lleva una camisa a cuadros granates y unos pantalones milrayas. Según atraviesa el pasillo, sonriente y ufano, le sale al paso su mujer, que lo mira de arriba abajo con la ceja izquierda levantada y el labio derecho también. El marido, que ha captado que el frunce múltiple en la cara de su señora no se debe al posado de una mosca, se mira a sí mismo de arriba abajo y vuelve para su cuarto a cambiarse, perplejo; acaba de saber que no va bien vestido (aunque todavía no sabe por qué). Si la esposa quiere dar más énfasis al mensaje, podría añadir una frase de apoyo (aunque no es necesario si es una pareja que lleva sobre sus espaldas varios años de convivencia y domina la mímica gestual): «¿Así piensas tú salir a la calle?». Pregunta que no busca una respuesta afirmativa o negativa del marido, ya que lo que ella le está diciendo en un lenguaje cifrado es: «Tú no sales con esa pinta a la calle ni en broma». |
La mujer vasca ha trabajado siempre igual que el hombre en las faenas del caserío, lo mismo se ocupaba del ganado que de la huerta que de lo que hiciera falta y, cuando él se echaba la siesta, ella seguía trabajando. Para tales labores a lo largo de las décadas ambos utilizaban un calzado de artesanía fabricado en una pieza con piel de vacuno y atado al pie con cintas de cuero o algodón llamado abarca. Hoy en día aún se conserva dentro del folclore popular. Fuera de la vida rural y observando la indumentaria de la mujer vasca actual, es notorio que su sentido práctico sigue patente en el tema del calzado: a la mujer de aquí no le gusta el tacón de aguja. Ella el erotismo lo lleva en la frente con su flequillo minifalda y no necesita hacer alardes extraordinarios de feminidad. Los tacones altos y finos, estilo telenovela, no le atraen lo más mínimo, prefiere una base más sólida que la mantenga cerca de la tierra. Si a este suplicio de la estética sumásemos un tobillo de diámetro generoso (equivalente a un posavasos de pul) elegante), el tacón de aguja no le aportaría una base suficiente para llevar el cuerpo en equilibrio.
La mujer vasca es de medio tacón. |
De la misma manera, tampoco es de bailarina plana o manoletina de trapecista. Una mujer vasca no elegiría suela plana ni para bajar a por ajos a la tienda de la esquina, ni mucho menos se dejaría ver con las zapatillas de casa más allá del rellano de su escalera. Por supuesto, quedan descartados de su vestimenta las chancletas, el zapato isleño, la chancla de embarcadero o cualquier cosa que huela a yute, salvo para ir a la playa o la piscina.
En el medio tacón encuentra la horma de su zapato y, si uno echa mano del álbum familiar, recorriendo de tías a madres, pasando por suegras y hermanas, lo confirma. La verdad es que el medio tacón lo tiene todo: le sirve a la fémina vasca para elevarse un poco por encima de los demás, con el poderío que ello confiere, y al mismo tiempo seguir pisando fuerte. El medio tacón sólo tiene virtudes: además de ayudar a alcanzar la oreja del marido, da para correr si la situación así lo requiere (el autobús se marcha), sirve para clavar un cuadro en la pared, para partir un fruto seco contra el suelo (con un tacón de aguja el fruto seco saldría disparado). Bien mirado, el medio tacón es un gran invento. Ahora, a partir de cierta edad va perdiendo centímetros y en las postrimerías de la vida se sitúa a la altura del zapato de monja, ese zapato que se ponen las novicias cuando salen a pasear fuera del convento.
—Qué guapa estás, Mari.
—Anda, anda.
Ella nunca acepta un piropo. |
Nos encontramos ante el tercero de los puntos débiles de la gran diosa. El carácter de la mujer vasca no le facilita la recepción del piropo. No es que no le gusten los piropos, es que no posee el arte de encajarlos. En cuanto alguien le dice algo bonito se desata en su cerebro un mecanismo similar al de la alerta de un ataque nuclear: sus neuronas mandan órdenes a los músculos de todo el cuerpo para que se tensen. No lo puede evitar. Esto representa un inconveniente para el género masculino a la hora de ligar, ya que dispone de menos armas de seducción; aun así, un mozo vasco, después de varios gin tonic, es fácil que suelte la lengua y lance a una moza un cóctel de sílabas y almíbar:
—Me gustaría ser suelo para que me pisaras con los pies.
El misil ha salido por la boca, no hay marcha atrás. Las ondas acústicas vuelan por el aire alcanzando el oído de la víctima. Impacto. Silencio. El aguarda con una sonrisa amplia que confirma que es el autor de la prosa azucarada. Ella reacciona, se gira hacia el enemigo, le lanza una mirada que flambearía un
soufflé
. Sube la barbilla, apretando el morro y el culo también, y gira la cabeza bruscamente hacia sus amigas para seguir charlando.
—¿Qué te ha dicho ése?
—Bah, ni caso.
Sin embargo, aunque no es de piropo diario, a la mujer vasca le gusta que de vez en cuando su pareja la vea como la diosa que es o simplemente que la vea. Para explicar este hecho vamos a recrear una escena típica que se puede dar en cualquier hogar gobernado por una matriarca como Dios manda.
Begoña vuelve de la peluquería con unas mechas nuevas y la manicura francesa hecha. Entra por la puerta sintiéndose una actriz de Hollywood a punto de recoger un Oscar.
—¡Ya estoy aquí!
En el sofá de la sala está el marido, leyendo el periódico o viendo la tele; la saluda con un movimiento de cabeza. Ella le devuelve el saludo haciéndose la interesante para ver si él se da cuenta del
bollazo
que acaba de entrar por la puerta. El sigue a lo suyo, vamos, que no tiene pinta de ir a abalanzarse sobre su mujer y darle un revolcón sobre la mesa. El olor a laca, que ya podía ser una buena pista para percatarse del asunto, no surte efecto. Ella se empieza a inquietar y se pasea por delante de él taconeando fuerte, con su medio tacón, para llamar su atención. Después de los cien euros que se ha dejado donde el estilista, qué menos que recibir un comentario, puñetas. Él levanta un poco la vista pero no la cabeza, sólo los ojos, porque ahora ya sabe que algo ha hecho mal. «¿Me habré dejado el pijama sin recoger?». Se queda quieto, como una gacela cuando está bebiendo de la charca y escucha los pasos del león acechando. Ella, además de seguir taconeando, empieza a golpear cosas para que la mire y le diga algo, marcos de fotos,^ sillas, haciendo cada vez más ruido, como un poltergeist. El no se atreve a levantar la vista, siente el reojo de la fiera. «Seguro que se ha encontrado con alguno de la cuadrilla y le ha sonsacado lo del puticlub del otro día». Aún sin levantar la cabeza, levanta los ojos y ve que ella está moviendo los cincuenta y siete músculos de la cara, pero sin hablar. A él le suda hasta la patilla de la gafa.
—¿Qué? ¡No me vas a decir nada!
—¿De qué?
—El pelo.
Él mira el pelo de la misma manera que se mira cuando aparece la virgen encima de un árbol: ojos abiertos y gesto anonadado sin pestañear.
—Las mechas, hombre.
—Ah, las mechas naranjas. Sí, muy bonitas.
—Esas ya las tenía. Las mechas rubias, que me las acaban de hacer en la peluquería. Desde luego…
—Que ya me había fijado, te han dejado muy guapa.
—Bueno, bueno, que no es para tanto. Sólo me han peinado un poco. ¿Y no me dices nada más?
Extiende las manos para enseñarle la manicura. El sabe que se lo está jugando todo, va de frente y sin comodines, escudriña a su mujer de arriba abajo.
—¿Las cejas?
—¡La manicura, hombre, la manicura! La próxima vez ni me molesto en ir a que me pongan guapa, total, para lo que me sirve.
Para desgranar el contenido de este epígrafe les propongo un test y así, de paso, les sirve de
braintraining
o de gimnasia mental, que ahora tanto recomiendan los médicos. Si en lugar de un libro fuera un programa de televisión, les pediría que mandaran un mensaje de móvil con su respuesta al 5522, pero aquí vamos a recurrir a la típica cruz en A, B, C o D.
¿Cuántas veces hay que decir «te quiero» a una mujer vasca?
A) Ninguna. La mujer vasca no necesita que le digan esas cosas.
B) De una a dos veces a la semana para que no se ponga triste.
C) Todos los meses necesita escuchar esas palabras.
D) Con tres o cuatro veces que se le diga a lo largo de una vida común es suficiente.
Encontrará la respuesta en las siguientes líneas. Ponga atención a la lectura.
Cuando una mujer vasca elige a ese compañero del que va a cuidar el resto de su vida, se supone que es por amor, y ambos lo saben aunque no se lo digan mutuamente. En el cortejo de la pareja vasca se echa poca mano de los libros de poesía, de las trovas de amor o de los susurros a la oreja. La naturaleza de nuestra mujer es práctica, por lo que prefiere los hechos a las palabras y, por su parte, el hombre es más dado a hablar para dentro que para fuera cuando tiene que expresar sentimientos. Ella no necesita que su marido esté constantemente repitiéndole que la quiere, ya se lo dijo delante del cura el día de la boda, cuando pasó uno de los mayores bochornos de su vida, y así consta en el libro de la iglesia. Con una vez que se digan las cosas es suficiente. Ahora, si él quiere decirle a ella que la quiere, «él verá». Y si en algún momento la pareja tiene que revalidar ese amor de manera formal, para eso existen las bodas de plata y luego las de oro, en las que el festín que comparten con amigos y familia ya demuestra que el cariño entre ambos sigue vivo.