Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos (3 page)

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Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol,Isamay Briones

Tags: #Humor

BOOK: Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos
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M
I MADRE TIENE EL PELO ROJO

El del color del pelo es otro gran misterio: ¿cómo es posible que señoras que nunca utilizan un color más vivo que el ocre en el vestuario se atrevan a teñirse el pelo de rojo piruleta? Llama la atención la variedad de colores que nos encontramos en las cabezas de las mujeres vascas, los mismos, o más que los que utiliza Barceló en sus cúpulas. Hay punkis que se borran de su tribu urbana cuando dan un paseo por Bilbao y comprueban que la dependienta de cualquier comercio arriesga con el color del pelo más que ellos en la cresta. Incluso se han visto pelos azul fluorescente llevados por señoras vascas con la misma dignidad que se lleva un moño sobrio castellano o un rulo malagueño. Con todo, las tonalidades rojizas son las más habituales en la paleta del peluquero; los tonos teja, caoba, cresta de gallina triunfan en el mundo de las mechas. Para intentar encontrar una explicación a semejante algarabía visual hay que recurrir al reino animal. En el mundo de las aves, por ejemplo, el colorido tiene un sentido claro de llamada de atención, sobre todo a la hora del cortejo. Generalmente son los machos los que tienen que desplegar su plumaje rabioso para atraer la atención de las hembras, más discretitas ellas. A todos nos vienen a la mente los azules eléctricos o las plumas verdes esmeralda de los gallos, por no hablar de la cola abierta del pavo real, una bilbainada en toda regla. No estoy queriendo decir que la mujer vasca desempeñe el rol masculino, nada más lejos de mi intención. Pero dada la poca facilidad que tenemos los vascos para negociar la intimidad, el pelo chillón podría ser una especie de reclamo, una llamada de atención, una bengala lanzada al aire para atraer a otro navegante solitario.

—Rúper, ¿qué te parece si me tino el pelo de rojo?

—Sí, yo creo que te vendrá bien un revolcón.

—¿Qué has dicho?

—No, que te vendrá bien un poco de color.

La mujer vasca y la asimetría

Si cortáramos por la mitad, con una línea imaginaria, por supuesto, a una mujer vasca elegida al azar, comprobaríamos que su imagen es asimétrica. Como es lógico, nos referimos a una mujer vestida, peinada y provista de complementos. Me gustaría tener datos objetivos de las vascas desnudas, no es el caso. Este gusto por la asimetría se da en llamar el Síndrome del Bogavante; atractivo animal que habita en nuestras ensaladas templadas y en los arroces caldosos, y que se caracteriza por tener una pinza ligeramente más grande que la otra. La mujer vasca, a falta de pinzas, que no de pellizcos, utiliza otros sistemas para romper la simetría. Uno de los más frecuentes es el pelo, ese mechón olvidado de forma consciente por el peluquero, que invade la frente y distrae la mirada del que se encuentra enfrente. Otra posibilidad para el desequilibrio visual es la «solapa gigante», que encontramos en uno de los lados de algunas prendas femeninas. Y si está adornada por un broche o un pin reivindicativo, mejor. Los pendientes también cumplen su misión en el desajuste; muchas mujeres utilizan el clásico «pendiente liana», que cuelga de una de las orejas, o la combinación de varias perforaciones en uno de los lóbulos con una sola en el otro. El caso es tener un detalle que sobresalga y desvíe la mirada a uno de los lados del eje, puede ser mínimo o de mayor protagonismo, como el mamporro de la sota de bastos, oriunda de Vitoria, como no podía ser de otra manera.

El Síndrome del Bogavante es, todavía, un enigma para la psicología. Existe un
lobby
de psicólogos, curiosamente casados con vascas, que prefiere no indagar en el tema, los muy cobardes. Yo me mojo. En mi humilde opinión estamos ante una táctica disuasoria, otro señuelo para la atención, que no busca sino desestabilizar e intranquilizar a quien observa para, una vez presa del despiste, poder dominar al interlocutor. También es una declaración de principios simbólica: «No existen dos partes iguales, una es superior y ésa soy yo, que te quede claro, Patxi». La asimetría tiene un efecto hipnótico similar al producido por un pedazo de lechuga pegado en el diente, al moquillo de extramuros o al del lamparón de grasa _en la camisa blanca, pero es mucho más elegante, por favor.

La capacidad para retener fechas y recordar dónde están guardadas las cosas

De la misma manera que nunca regalaríamos una tijeras a Eduardo Manostijeras, por motivos obvios, también sería absurdo ofrecer una agenda a una mujer vasca. Sí, porque la mujer vasca es una agenda con patas —y pelo corto—, si se me permite la expresión. Cualquier mujer vasca, no es necesario que sea una fiera, es capaz de retener sin ningún esfuerzo más de mil fechas. Y no nos referimos a fechas señaladas, como el día del concierto de Año Nuevo, el descubrimiento de América o las efemérides deportivas; no, ésas no le interesan lo más mínimo, las deja para su marido. La mujer vasca te sorprende un día cualquiera diciéndote en la cama:

—Fernando, mañana se termina el plazo para ir a sellar la garantía del microondas.

Y lo dice sin dejar de leer el libro, con la misma entonación que tiene la voz de los surtidores de gasolina. Es más, hay veces que ni ella se da cuenta de que lo ha dicho, es un mecanismo interno que salta, como el avisador de las citas en los móviles. En lo que a cumpleaños se refiere, puede memo-rizar las fechas hasta de cuatro generaciones, con la parentela política incluida, lo que sería un árbol genealógico de arriba abajo:

—¿Has llamado a tu cuñado? Hoy es su cumpleaños.

Y llamas al cuñado y le das la noticia de que cumple años, porque él ni se acordaba; bastantes cosas tiene un cuñado en la cabeza como para acordarse del día en que nació. Generalmente, cuando una mujer formula una pregunta cuya respuesta es una fecha concreta, es pura retórica:

—¿Cuándo dijiste que ibas a pintar los techos, cariño?

A lo que se puede responder con el comodín del «pues no me acuerdo», que es lo mismo que decir:

—Mañana mismo, a la orden.

Cabe resaltar otro aspecto de la memoria prodigiosa de la mujer vasca, no menos sorprendente que el calendario interno; estamos hablando del buscador de objetos. La tecnología GPS (Global Position System) es una burda copia del localizador de objetos de mía mujer vasca. El cerebro hace las veces de satélite, su función es recibir las señales de las cosas susceptibles de ser perdidas por su marido: gafas, llaves, paraguas, pequeñas herramientas, etcétera. Ella, previamente, y con sólo mirarlas, les ha implantado una especie de transmisor de ondas, que serán imperceptibles para cualquier otro miembro de la familia. Supongamos que un marido ha perdido las gafas de leer, y lleva dos horas buscándolas por todos los rincones de la casa. La mujer en todo momento está siendo ajena al calvario de su marido, hasta que éste se acerca y solicita su ayuda:

—Oye, cariño, ¿no te habrás encontrado mis gafas de leer por ahí? Creo que las he perdido porque he mirado por toda la casa y no las encuentro.

La palabra «perdido» provoca una especie de descarga eléctrica en el hemisferio derecho de la mujer; en ese instante se activa el sensor y recibe la señal del anteojo desde la mesilla del cuarto de la niña:

—¿Has mirado en la mesilla del cuarto de tu hija?

—Pues, mira, será en el único sitio donde no he mirado.

La mujer vasca y la automedicación

Si echamos la vista atrás —no, más atrás incluso—, comprobaremos que en las tribus u organizaciones sociales regidas por el matriarcado, a diferencia de otro tipo de regímenes, no ha existido la figura del brujo o del hechicero, ya que ha sido ella la encargada de las cuestiones relativas a la salud. Vamos, que donde hay bruja no manda curandero. Efectivamente, dentro de cada mujer vasca hay una bruja escondida, entendámonos, en el sentido bueno de la palabra; una mujer con poderes mágicos y curativos. En la Antigüedad los productos que utilizaba para estos fines eran ungüentos y pócimas que ella misma preparaba a base de hierbas, colas de lagarto, sapos y alas de murciélago —perdón, hemos dicho en el sentido bueno de la palabra—, de hierbas solamente. Hoy en día, presa de la comodidad, la mujer ha incorporado los medicamentos a su recetario particular, también porque hay que reconocer que algunos tienen muy buen sabor.

La mujer vasca es muy aficionada al botiquín, estamos ante la reina de la automedicación. No sólo se medica ella, sino que reparte sobres, pastillas y jarabes a todo su clan. De hecho, cada vez que algún miembro de la familia vuelve del médico la madre pregunta:

—¿Qué te ha recetado?

Y si no le convence la conclusión a la que ha llegado el doctor, ella misma cambia la medicación:

—No, eso no lo tomes, hija, que no te va a ir bien para el ojo vago, prueba con aspirina.

La mujer vasca ha contribuido de una manera significativa a levantar el imperio Bayer. Tanto es así que de no ser por su afición a la aspirina el famoso equipo de fútbol Bayer de Múnich no habría pasado de ser un equipo de fútbol sala de aficionados con las redes de las porterías rotas.

Esta tendencia a la automedicación se ha visto reforzada por la cantidad de series de médicos que han emitido últimamente en la televisión, porque han dotado de conocimientos científicos a nuestras mujeres. Si antes tenían alas en este tema, ahora, motores a propulsión. Se están empezando a encontrar en el País Vasco botiquines con microscopios, bisturís y pequeñas dosis de anestesia, y sospechosamente, hace tiempo que en Osakidetza no se realiza ninguna operación de fimosis.

Si hay algo que excita especialmente a una mujer vasca es medir sus conocimientos, y el orgasmo, claro está, lo encuentra teniendo razón.

Todos los años, al llegar el otoño, la mujer vasca espera con impaciencia el virus de la gripe para demostrar que no hay mutación que se le resista. Se han dado casos de mujeres que han curado la sífilis contraída por un vecino en un viaje de turismo sexual a base de sobres y aspirinas, aliviándole el engorroso momento de tener que dar explicaciones en el trabajo. Las mujeres saben que una buena gestión del botiquín pasa por ir colocando en primera línea los medicamentos que están a punto de caducar para ir consumiéndolos los primeros, al igual que se hace con los yogures, porque lo de tirarlos a la basura ni se contempla. Una de las herencias que más ilusión puede hacer a una mujer vasca será el lote de medicamentos que acompañaron los últimos días de la vida de su madre, por ejemplo. En esos casos, la mujer estará deseando que algún miembro vivo de la familia, principalmente el marido, contraiga alguna enfermedad de síntomas similares a la que acabó con la abuela para dar otra oportunidad a la industria farmacéutica.

L
A BRUJERÍA MODERNA

Lejos quedan aquellos akelarres en los que, según cuenta la tradición, las brujas y los brujos adoraban a un macho cabrío negro y en un estado de alteración de la conciencia provocado por la ingesta de setas alucinógenas llegaban hasta la orgía. No vamos a ahondar en la lamentable pérdida que ha supuesto para nuestro folclore la desaparición de esta práctica sexual a varias bandas, algo impensable en nuestros días, en los míos por lo menos. El akelarre, sin embargo, mantiene intacta su vigencia, eso sí, ha evolucionado; ya no hay cabra, y el efecto
visionario
de las setas ahora se ha sustituido por la tontera que da una copita de algún licor dulzón. Las brujas modernas se reúnen en torno a una mesa después de las celebraciones familiares y, mientras los maridos juegan al mus, ellas intercambian sus conocimientos:

—Pues a mí me va muy bien la cortisona para el pie.

—Yo os recomiendo el ibuprofeno en sobres, es más efectivo.

—A mi marido le meto una pastillita en el pan, sin que se dé cuenta, y míralo qué majo lo tengo.

Gracias a esas tertulias de sobremesa en las que las mujeres «hablan de sus cosas», como dicen los hombres desde su inocencia natural, la brujería se mantiene viva y los poderes se traspasan de unas a otras. Si supieran algunos señores que mientras ellos intercambian cartas y juramentos su futuro se está gestionando al otro lado de la mesa a base de órdagos de ácido acetilsalicílico, no cantarían ni reirían tanto. Alguien se podrá preguntar por la invocación a Satán, representado en el macho cabrío: ¿quedan resquicios de esta conexión con el maligno en los akelarres de mantel? Porque, claro, afirmar que detrás de la industria farmacéutica estaría el mismísimo… Yo lo dejaría aquí, que me viene a la memoria la imagen de Salman Rushdie, y no me gusta.

N
UNCA SIN MI IBUPROFENO

Tradicionalmente, la mujer vasca ha tenido mucha fe en el ácido acetilsalicílico; y por supuesto, de marca, los genéricos no triunfan en Euskadi. La aspirina, por tanto, ha sido la protagonista de los botiquines durante décadas, junto con las tiritas y el agua oxigenada. Una práctica muy habitual entre nuestras mujeres es la de tomarse una o dos aspirinas todos los días al levantarse, la clásica de «por si acaso». Los días festivos y fiestas de guardar no puede faltar la efervescente, con sus burbujitas emulando los vinos espumosos. Pero en los últimos tiempos ha irrumpido en la escena un nuevo
galán
que amenaza con destronar a la reina del botiquín: el ibuprofeno. Sobre todo son las generaciones de nuevas brujas las que están introduciendo este brebaje mágico que te quita un dolor en cinco minutos y te da un «no sé qué» que te levanta el ánimo. Es tanta la pasión que ha levantado este medicamento, que en el País Vasco los bolsos ya los venden con el ibuprofeno incluido.

El instinto de conservación

La mitología vasca cuenta que la gran diosa Mari tenía la cualidad de proteger y conservar, y que sus símbolos fundamentales eran la vasija o el vaso. Pues bien, si descendemos al ámbito de lo humano, nos encontramos con que la etxekoandre o señora de la casa, encarnación de aquella diosa Mari, curiosamente posee esa misma cualidad. Es uno de sus superpoderes favoritos, del que se benefician todos los seres que viven alrededor. Y eso es lo que hace la mujer vasca: no sólo se cuida ella con esmero, sino que dedica la mayor parte de su vida a conservar y proteger a los demás, empezando por ese señor que no puede cuidar de sí mismo, llámesele pareja, marido o consorte; y después a los hijos que tiene con él, también a los nietos y demás parentela del árbol genealógico, incluidos vecinos solitarios, mascotas, plantas y objetos inanimados. En otras palabras: la Mari «va sobrada».

L
A OBSESIÓN POR EMBOTAR Y CONGELAR

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