Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos (2 page)

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Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol,Isamay Briones

Tags: #Humor

BOOK: Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos
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Se ha hablado mucho, y más que vamos a hablar, del matriarcado vasco; incluso podemos afirmar que el matriarcado es la médula del contenido del presente libro. Para evitar al erudito de retén el trabajo de poner los puntos sobre las íes en este tema, lo voy a hacer yo mismo.

Después de haber consultado los trabajos de diferentes autores expertos en antropología he descubierto que, cuando uno pretende ser riguroso, la vida se complica porque el camino de la ignorancia se bifurca. Permítame hacerlo partícipe de mi descubrimiento. Existen dos términos similares que encierran realidades diferentes: «matriarcado» y «matriarcalismo». El primero define una sociedad dominada por la madre, la mujer, lo femenino. El segundo, a pesar de parecer inventado en una tertulia y tener mucho menos glamour, es la manera correcta que deberíamos utilizar para referirnos al «matriarcado vasco», puesto que hace referencia a una «estructura psicosocial en la que el arquetipo matriarcal impregna, coagula y cohesiona el grupo social de un modo diferente». Hablando en plata, que la mujer domina de puertas para dentro, no de puertas para fuera; y esto es lo que realmente ocurre con la mujer vasca, desde Adán a nuestros tiempos.

En este punto nos vamos a tomar la primera licencia. En el presente libro defenderemos el término «matriarcado» como único y verdadero por ser el más conocido y utilizado popularmente, siempre con el permiso de los señores antropólogos.

La segunda licencia que me van a conceder es contar de forma abreviada, y a mi manera, la historia y los fundamentos que han dado origen a la mujer que retratamos y, por ende, al matriarcado. Lejos del formalismo y del rigor de un mapa detallado y a escala, les propongo un croquis desenfadado a mano alzada, pero con la información necesaria que nos conducirá a la gran conclusión.

Los primeros temblores

Todo empezó en el Paleolítico, alrededor de un millón y medio de años antes del primer belén viviente de la historia. Nos encontramos en los albores de la humanidad, y los roles en la pareja «prehistérica» ya están repartidos; al varón le corresponde la «dura» tarea de procurar los alimentos, y a la mujer, todo lo demás.

Los hombres primitivos salían de cacería y pasaban muchas jornadas lejos del hogar, una cueva húmeda y oscura, pero hogar a fin de cuentas. Días que aprovechaban las mujeres para la recolección de frutos del bosque y demás productos que la tierra regalaba de forma generosa, con los que sin duda, elaborarían las primeras tartas y macedonias. A la vuelta de la cacería, generalmente sin caza, los primitivos se encontraban con una cruel paradoja: sus mujeres y sus hijos derrochaban salud y lozanía, ya que, contra todo pronóstico, estaban mejor alimentados que ellos. Después de unos días de descanso, en los que reponían fuerzas con los frutos de la cosecha de aquellas primeras mujeres, los «artistas de la lanza» saldrían de nuevo de safari. Muy probablemente, en esta ocasión, intentarían obtener una gran pieza, como el mamut, por ejemplo, con la ilusión de ser recibidos como héroes y curar el orgullo herido del cazador mantenido por su señora a base de mermeladas. Durante la ausencia de los ilusos furtivos las mujeres, haciendo gala de su capacidad organizativa,
educaron
a la naturaleza para que los frutos salieran en hileras próximas a la cueva; vamos, que se inventaron el huerto, que no es más que ordenar con criterio práctico a la madre naturaleza.

La abundancia y la amplia oferta de la huerta servían de reclamo para atraer a algunos animales, como jabalíes, ciervos y pequeños mamíferos salvajes que se aproximaban a comer lechuga fácil. Las mujeres, hartas del gorroneo animal, echaban mano de la única decoración de la cueva, o sea, de las piedras, con el fin de espantar a los animales, con tan mala suerte que, de vez en cuando, acertaban en la cabeza de algún bicho y lo abatían. A la vuelta, los «sin mamut», cabizbajos y agotados, eran recibidos por sus señoras con una cena a base de ciervo asado con puré de manzana y nueces, acompañado de su guarnición, en el peor de los casos.

En aquellas veladas, al calor de una hoguera recién inventada, casi con toda seguridad por alguna señora prehistórica, y con los niños acostados después de hacer los deberes en las paredes de la cueva, es donde se empezaron a escribir los estatutos del matriarcado que hoy sufrimos. Los hombres, abrumados por la evidencia de que no eran tan
Homo habilis
como ellos creían, no tuvieron más remedio que encomendarse a la excusa: que si el mamut corría mucho; que si le hemos dado, pero no ha caído; que si nos lo han quitado los de Atapuerca, etcétera. Historias que las mujeres escuchaban sin prestar demasiada atención mientras labraban los huesos sobrantes para obtener los primeros utensilios de cocina y tocador.

Nunca hizo falta decir nada, si cabe algún: «Tu mujer es la hostia, Peio; cómo prepara el ciervo», que se escucharía por ahí. Pronto, y por consenso sellado con un pacto de silencio, el hombre otorgó a la mujer poderes sobrenaturales, y así la convirtió en la representante de la naturaleza y de la tierra. Puestos a repartir titulaciones, le correspondería, también, la de gran maga y hechicera, ya que sobre ella recaía la responsabilidad de los «primeros auxilios», por supuesto a base de medicinas alternativas. Osakidetza
[2]
llegaría siglos después.

Y por si fuera poco oropel, su papel determinante a la hora de traer hijos al mundo hizo que se la considerara como la Gran Madre, o Diosa Madre de la fertilidad. Vamos, que a base de diplomas y galones la mujer se vino arriba, tanto es así que es entonces cuando aparece la figura mitológica de Mari,
divinidad antropomórfica de carácter femenino que a veces adopta apariencias de animal
.

Esta posición central de la mujer, como eje sobre el que pivota todo, tiene, lógicamente, consecuencias para ambos sexos. Se instala en el inconsciente del hombre la ambivalencia ante el poderoso matriarcado emergente: por un lado, siente fascinación y, por otro, miedo, cuando no terror; el hombre empieza a temblar ante la presencia «divina» de su mujer, y buscará la menor oportunidad para huir. Y la mujer, que continuará a lo largo de eras, edades y siglos conviviendo con «la mala puntería y el desatino» de los hombres, endurecerá su carácter. Temida y admirada, y con el peso que supone asegurar la subsistencia de los suyos, dejará de cultivar ciertos rasgos de su mundo afectivo y de su feminidad. Es lo que se conoce en términos propios de sobremesa varonil como «la quinta glaciación».

Han transcurrido millones de años desde aquellos primeros temblores masculinos, hemos conquistado la Luna, la depilación láser, los abuelos chatean y casi tenemos dominada la Thermomix, pero algo no ha cambiado: el hombre actual sigue temblando al escuchar «tú verás» de boca de su mujer.

Segunda
parte
la
mujer
vasca
en dos
trazos

Cuaderno de campo

Aunque sea obligada vuestra presencia por nobleza y cargo, ángeles míos de la guarda, os invoco; es en estos párrafos donde más os voy a necesitar. Vigilad las comas, sobre todo los adjetivos calificativos y mi lenguaje metafórico.

La mujer vasca es un compendio de virtudes administradas por un sentido práctico de la existencia y cierta contención propia de un ser que tiene el tiempo de su lado: la mujer vasca es eterna.

Hacer una caricatura general de la mujer vasca atendiendo solamente a los rasgos físicos no sería definitorio; evidentemente las hay con nariz grande, casi con pico, pero también las encontramos chatitas, como indígenas del Amazonas. Es probable que sea más tetona la mujer mediterránea al natural, pero desde que no es pecado el aumento de pecho la vasca ya luce profundidad en el canalillo. Está claro que Beyonce no es oriunda de Gernika, aunque, hoy en día, no resulta extraño encontrarnos a cientos de Begoñas saliendo de los soláriums de Bilbao con los muslos tostados. Por tanto, y teniendo en cuenta que las apariencias pueden ser engañosas, para definir a la mujer vasca también tenemos que recurrir a las peculiaridades de su carácter, de sus hábitos y de sus costumbres.

Alardea de vivir con los pies en la tierra y de ser muy trabajadora, organizadora y previsora; amén. Su autoestima está siempre por las nubes. Autores como Paulo Coelho, Jorge Bucay o Deepak Chopra morirían de hambre si sólo publicaran en el País Vasco; la mujer vasca prefiere una novela erótica con portada discreta al clásico libro de autoayuda. La espiritualidad la trae ella de serie, no necesita lecciones de nadie. Todas estas señas referidas al comportamiento variarán dependiendo de dónde se encuentre, y con quién. Lejos de su tierra y de sus obligaciones, la mujer del norte se destensa, se libera de la coraza moral y es capaz de pasar inadvertida hasta en una fiesta de camisetas mojadas, o en una lucha de barro femenina, bajo la mirada de una horda de alemanes jadeantes. Dicho lo cual, vamos a ir desgranando con cariño los distintos aspectos que diferencian claramente a la mujer vasca de las demás, advirtiendo de antemano que nos enfrentamos a uno de los grandes misterios de la historia:

La mujer vasca es un enigma con el pelo corto.
La mujer vasca y el pelo (corto)

Una de las primeras conclusiones que se pueden extraer después de observar una concentración de mujeres vascas es que odian el pelo largo y la falda de tubo. Las melenas culeras, las trenzas y las coletas de folclórica no tienen mucha aceptación entre nuestro sector femenino; la vasca es más de melenita corta, pelo pincho, estilo «recién asustada», y de «flequillo minifalda». Este gusto por el pelo corto confiere a algunas de nuestras mujeres cierto aire hombruno y marcial, como si estuvieran embriagadas por el ardor guerrero y preparadas para entrar en combate en todo momento. Ríase usted de los marines americanos si tiene delante un coro de mujeres de Hernani, por ejemplo, cantando
Carmina Burana
. Este carácter aguerrido de la mujer vasca se pone de manifiesto en las diferentes actividades sociales, un claro ejemplo de ello es la política. Cuanto más radical es la opción, y más dificultades entraña la militancia, aparecen más mujeres con el pelo corto en la foto.

Probablemente, el sentido práctico del que hacen gala nuestras mujeres no sea compatible con la dedicación y las horas de cepillado que requieren las largas melenas que vemos pasar a cámara lenta en los anuncios de champú de la televisión. Ahora bien, por todos es conocida la fama de mujer elegante que tiene la vasca, así que sería contradictorio el supuesto descuido de una parte tan importante para la imagen como es el cabello. Es evidente que no se descuida, todo lo contrario, podemos asegurar que horas de peluquería invierten como las que más, la mujer vasca es adicta a la laca. No en vano, en Euskadi, después de bares y restaurantes, las peluquerías son los establecimientos más numerosos, y son visitados por muchas mujeres con frecuencia semanal, como la misa, el revolcón de los sábados por la tarde y el bizcocho casero. ¿Qué se esconde, por tanto, detrás de tanta tijera? La frente.

E
L FLEQUILLO MINIFALDA

La mujer vasca no ha sido nunca de enseñar muslamen ni escote alegremente, hay que reconocerle cierto recato, es más aficionada al cuello vuelto que a los tejidos transparentes. Bien es cierto que la climatología no acompaña al aireo de la carne, y que la herencia de una cultura demasiado apegada a la religión
castólica
ha hecho mucho daño a la filosofía nudista. Bien sea por una causa o por la otra, el hecho es que la mujer ha decidido concentrar su carga erótica en la frente, símbolo de inteligencia y sabiduría. Esos flequillos cortados a varios centímetros de las cejas, en perfecta línea recta, dejando el frontón despejado, no son sino pura insinuación, una provocación, un juego erótico, una exaltación de la desnudez, intelectual, de acuerdo, pero desnudez a fin de cuentas. También, hay que decirlo, son una exhibición de poderío: «Aquí mi inteligencia, aquí unos señores». Y a diferencia de la falda, que se va alargando a medida que pasan los años, con el flequillo vasco ocurre lo contrario; cuanto más madura, más pendón. Observaremos en el siguiente gráfico la evolución del corte del flequillo a lo largo de toda una vida.

Hasta los 20 años

De los 20 a los 30 años

De los 30 hasta los 40 años

De los 40 a los 50 años

De los 50 a los 60 años

De los 60 a infinito

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