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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (43 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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Al día siguiente, se convocaron milicias locales por todo Valle Largo. Las matriarcas de los principales cIanes granjeros juraron «defender la soberanía local y nuestros sagrados derechos contra la intromisión de las autoridades federale».. Volaron acusaciones en ambas direcciones, aunque ningún bando mencionó absolutamente nada del visitante de las estrellas. En términos prácticos, todavía podía haber multitud de problemas para el grupo de fugitivos, y no era probable que recibieran más ayuda de las fuerzas de Caria City hasta que alcanzaran el mar.

Para empeorar las cosas, la población del valle era más densa a medida que se acercaban a la cordillera costera. La locomotora pasó ante poblados y granjas dormidas, luego ante grandes centros comerciales y zonas de fábricas ligeras. Varias veces tuvieron que refrenar el ritmo para maniobrar torpemente junto a vagonetas cargadas de trigo o maíz amarillo.

Con mucha más frecuencia, el camino parecía abrirse como por arte de magia ante ellos. En las ciudades, casi siempre las saludaban las jefas de estación, que debían formar parte de la conspiración, según advirtió Maia. Poco a poco, la magnitud de la empresa pareció crecer ante sus ojos.

.¿Están implicados todos los clanes ferroviarios? No son Perkies, pero pensaba que al menos dirían que son neutrales. Tiene que ser algo muy serio para que un grupo de estiradas como las Musseli se arriesguen a poner en peligro sus relaciones comerciales por una causa.

Maia reflexionó sobre cómo, una vez más, no captaba la enormidad de la cuestión.
.Pensaba que todo esto iba de una droga que hace que los hombres se acaloren en invierno. Pero eso es sólo una parte… no tan importante como Renna, por ejemplo.

.¿Podría ser que él no sea también más que una pieza? No un peón como yo, pero tampoco un rey. Podrían matarme sin que nadie se tomara la molestia de explicarme por qué.

No era de extrañar. Una ventaja de la educación de Lamatia era que su hermana y ella no habían sido educadas para esperar justicia del mundo.

.¡Rueda con el golpe!
—había gritado la Sabia Claire, golpeando a Maia una y otra vez con un bastón acolchado durante lo que se suponía que era una «práctica de combat». para las vars, una sesión de tortura que se prolongaba interminablemente, hasta que Maia aprendió por fin a caer con el impacto, no contra él.

.Cómo te odio todavía, Claire, recordó Maia.
.Pero empiezo a comprender lo que querías decir.

El éxodo a través de las llanuras tenía una cadencia sincopada: largos intervalos de aburrimiento punteados por ansiosos minutos donde el corazón se paraba cada vez que atravesaban una ciudad. Sin embargo, todo pareció ir bien hasta poco antes del mediodía. Entonces, en una ciudad llamada Maíz Dorado, fueron recibidas por una visión desagradable: una barrera bajada que les cortaba el paso. En vez de la jefa de estación Musseli, unas cuantas pelirrojas altas esperaban en el andén, todas ellas armadas y vestidas con el cuero de la milicia; comparaban las marcas de la locomotora con los números de una carpeta. Maia y las vars se agacharon para no ser vistas, pero a pesar de las quejas de la maquinista, las guardianas insistieron en inspeccionar la locomotora. En masa, se agarraron a la escalerilla y empezaron a subir a bordo por ambos lados.

Siguió un larguísimo momento mientras dos grupos de mujeres se miraban mutuamente en incómodo silencio.

Una guardiana vio a Renna, abrió la boca para gritar…

Un chirriante ulular sonó en lo alto. La jefa de las pelirrojas alzó la cabeza… demasiado tarde para esquivar el extremo romo de la barra de Baltha, que la golpeó en la mandíbula. Desde el techo de metal, donde se había tendido la robusta var del sur, Baltha se arrojó sobre la apiñada masa de milicianas.

Al instante, una lucha a brazo partido se desarrolló en la estrecha cabina. Las mujeres gritaban y atacaban. No había espacio para hacer filigranas con los bastones, así que ambos bandos cambiaron los palos pulidos por los puños y las porras improvisadas.

Al principio, Maia y Renna permanecieron petrificados al fondo. A pesar de todas sus aventuras, la primera batalla cogió a Maia desprevenida. El estómago se le revolvía y oyó su corazón latiendo con fuerza por encima de la algarada. Al alzar la cabeza, vio los ojos alienígenas de Renna abrirse de manera imposible. El sudor le picaba y las venas se le hinchaban. No era
.miedo
lo que veía en él, sino una preocupación de otro tipo.

La barahúnda se precipitó hacia ellos. Una pelirroja puso la zancadilla a la amiga de Thalla, Kau, derribándola. Cuando la miliciana alzó la pierna para continuar golpeándola, Renna exclamó:

—¡No!

Dio un paso, los puños apretados. De repente, le tocó a Maia el turno de gritar.

—¡Atrás! —chilló y, colándose entre Renna y la guardiana, consiguió empujarlo en dirección opuesta. Un puño golpeó su sien derecha, haciendo que ambos oídos le zumbaran. Otro puñetazo se internó entre dos de sus costillas, y entonces contraatacó, golpeando algo blando con un codo. Ignorando el agudo dolor, debatiéndose en la tensa presa de las mujeres en lucha, Maia consiguió por fin sacar a la caída Kau de la refriega.

—Cuida de ella —le gritó a Renna—. ¡Y no luches! ¡Los hombres no pueden hacerlo!

Mientras él asimilaba eso, Maia se volvió y se lanzó de nuevo a la pelea. Era una lucha desordenada y feroz, que no seguía ningún ritual, carente de toda cortesía o elegancia. Por fortuna, era fácil distinguir amigas de enemigas, incluso en la sofocante oscuridad. Para empezar, las enemigas se habían bañado aquel mismo día y olían mucho mejor que sus camaradas. Con cierto resentimiento por la comparación, prestó sus fuerzas para luchar contra mujeres que eran mucho más grandes y fuertes que ella.

Aterradora en la duda, la batalla se convirtió en un placer cuando advirtió que su bando estaba ganando. Maia ayudó a sujetar a una pelirroja para que Thalla pudiera amarrarla con lazos de cuerda preanudada. Al levantarse, Maia vio que Baltha sostenía a dos clones por el cuello y que hacía entrechocar sus cabezas. Allí no hacía falta ninguna ayuda, así que corrió a auxiliar a una var del sur que impedía que una última miliciana escapara por la puerta.

Despejado el camino, Kiel saltó como una sombra oscura del lento tren y se adelantó para levantar la barrera justo a tiempo. Unas manos asomaron para recogerla cuando la conductora aumentó la velocidad.

En el extrarradio de la ciudad, las victoriosas refugiadas frenaron lo suficiente para arrojar al escuadrón de magulladas pelirrojas junto a las vías. Entonces la Musseli aceleró a fondo de nuevo. La locomotora gimió, dirigiéndose al oeste a toda velocidad.

Maia y las otras estaban demasiado excitadas para relajarse, y hablaron en voz alta y caminaron de un lado a otro hasta que sus corazones empezaron a apaciguarse. La única excepción fue Renna, cuya actitud siguió siendo deliberadamente helada mientras aplicaba los primeros auxilios en varios cortes, magulladuras y en una muñeca rota. Fue una presencia tranquilizadora, mientras hubo algo que hacer. Sin embargo, cuando terminó, empezó a tiritar y a sudar. Maia vio sus puños cerrados mientras se dirigía envarado a la puerta abierta junto a la maquinista y alzaba la cabeza al viento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maia, tras acercarse a él, viendo cómo sus tendones se tensaban como cuerdas de arco.

—Yo… —Él sacudió la cabeza—. Prefiero no decirlo.

Pero a Maia le parecía comprender. En otros mundos, los hombres solían librar la mayoría de las batallas.

Luchas terribles y sangrientas, según contaban. Por lo que ella sabía, aún era así, ahí fuera. Durante la batalla, Maia había leído brevemente sus ojos. Le había evocado algo que a él no le gustaba demasiado.

—Supongo que Lysos sabía de lo que hablaba, a veces —dijo Maia en voz baja.

Renna la miró, con el ceño fruncido. Entonces, lentamente, una sonrisa se extendió sobre su rostro. Una sonrisa irónica que esta vez contenía respeto además de afecto.

—Sí —respondió—. Supongo que de vez en cuando lo sabía.

Por fortuna, aquélla era la última ciudad de importancia antes de la cordillera costera. La máquina tuvo que desacelerar para subir la pendiente. Pero lo mismo habría tenido que hacer cualquier grupo perseguidor enviado después de la lucha en Maíz Dorado. Kiel y Baltha consultaron un mapa, y Maia comprendió que les preocupaba más lo que tenían por delante. Tras mirar por encima de sus hombros, Maia supuso que las Perkinitas tenían una oportunidad más de detenerlas, cerca de una aldea llamada Atalaya, donde un estrecho desfiladero parecía perfecto para un bloqueo organizado rápidamente.

Demasiado perfecto, según descubrió más tarde. En efecto, les habían preparado una emboscada. Los clanes cercanos enviaron escuadrones en respuesta a las advertencias de Maíz Dorado, y empezaron a levantar barricadas. Sin embargo, para cuando la locomotora alcanzó Atalaya, el peligro había pasado. Las vars locales habían sorprendido a la milicia con una turba, y las habían expulsado antes de la llegada del tren.

El contragolpe no resultó ser tan espontáneo como parecía. Varias de las líderes de la turba subieron al tren, uniéndose al último tramo del éxodo en cuanto las últimas barreras fueron derribadas. Maia no tardó en ver que eran amigas de Thalla y Kiel.

.Ya comprendo. Kiel y sus amigas pueden leer un mapa, igual que las Perkies. Si un lugar es perfecto para una emboscada, también puede ser adecuado para emboscar a las emboscadoras. Maia supo que las recién llegadas acababan de empezar a trabajar en la aldea, por si se producía una eventualidad como ésta.

¿Cómo podían estar tan bien organizadas unas cuantas vars? Un pensamiento de tan largo alcance se suponía limitado a las familias clónicas, con generaciones de experiencia y una visión de la vida que se extendía más allá de la del individuo.

.No importa, se dijo.
.¡Lo que cuenta es que funcionó!

Gritando vítores, las refugiadas se despidieron por fin de Valle Largo. La locomotora estuvo más abarrotada que nunca durante el último tramo sobre el paso, pero a nadie le importó. La primera vista del océano azul provocó un estallido de canciones que duró todo el camino hasta Grange Head.

Otras dos amigas de Kiel esperaban en la ciudad, de modo que un contingente bastante numeroso se despidió agradecido de la maquinista y luego dejó atrás la estación para dirigirse al Albergue del Evangelio de las Fundadoras, una hostería que daba a la bahía. Las nuevas mujeres vestían atuendos marineros, cosa que no era de extrañar en un puerto. Sin duda, la mayoría de las integrantes del grupo de Kiel, y de Baltha, habían trabajado en cargueros como los que había atracados en la bahía.

Tal vez alguien haga correr la voz… y me consiga trabajo en uno de esos barcos.

Pensar seriamente en el futuro no era algo que hubiera hecho en mucho tiempo. Una compensación a la indefensión, a vivir como una hoja llevada por vientos mucho más fuertes que ella misma. Pronto se presentaría el inconveniente de la libertad: la maldición de tomar decisiones.

Kiel instaló a las jubilosas aventureras en el porche del hotel, dispuso las habitaciones, y se marchó con Baltha «a hacer negocio».. Presumiblemente eso significaba que iban a contactar con la magistrada local, y tal vez a hacer llamadas a las oficialas que se hallaban al otro lado del mundo. El resto del grupo tenía que permanecer unido, atento a cualquier movimiento de último minuto por parte de los clanes de Valle Largo. Todavía no estaban a salvo del alcance Perkinita. La seguridad aún dependía de su número.

Eso le pareció muy bien a Maia. Por primera vez, parecía de verdad que no iba a regresar a prisión. Sus preocupaciones habían empezado a evaporarse al ver el hermoso mar. Incluso el oscuro estuco y los almacenes de ladrillo del puerto comercial parecían más alegres que la última vez que estuvo allí como una inocente muchacha de cinco años, llena de dolor y desesperación.

Con vistas a la bahía, pero a cierta distancia de los olores a pescado de los muelles, el hotel era muy superior al barato albergue de tránsito donde había yacido sacudida por la fiebre, meses atrás. Cuando Maia se enteró de que tendría su propia habitación, con un colchón de verdad, corrió a verla, y descubrió que apenas era capaz de concebir tanto lujo. ¡Incluso se podía caminar junto a la cama y extender los brazos sin tocar una pared!

La impresión de espacio aumentaba por su carencia de posesiones mundanas.
.Colgaría algo en los percheros, si tuviera algo más aparte de lo que llevo puesto.

De vuelta al pórtico, sus compañeras habían empezado a beber botellas de cerveza, viendo cómo se alargaban las sombras. Unas cuantas habían comprado un periódico, un lujo ya que en la mayoría de las ciudades la prensa funcionaba sólo por suscripción, para los clanes más ricos. Las rads criticaron agriamente el
.Clipper de Grange Head
, que incluía los precios de la mayoría de las cosas, junto con disputas entre las candidatas a las próximas elecciones, a celebrar dentro de un mes, el Día del Lejano Sol.

—Las Perkies se presentan contra las Ortodoxas —despreció Kau—. ¡Vaya elección! Y mira, casi ninguna mención a temas planetarios. Nada que tiente a una var o a un hombre a pensar en votar. ¡Y ni un atisbo de ningún visitante del espacio perdido!

Thalla y ella hablaron con añoranza del semanal de dos páginas que publicaba su propia organización, allá en Ursulaborg.

—¡Eso sí que es un periódico! —comentó Kau.

Maia apenas prestaba atención. La libertad era demasiado fresca y prístina para complicarla con política. Todo el mundo sabía que esos asuntos se planeaban con antelación, por parte de ancianas madres que vivían en castillos dorados, en Caria City. En cambio, escrutó las colinas que rodeaban la bahía. En lo alto de las estructuras, el templo ortodoxo de Madre Stratos era un santuario blanco que titilaba con la luz de la tarde. Maia recordó el refugio con gratitud y decidió visitar a la reverenda madre. En parte para presentarle sus respetos; y en parte… para preguntar si había llegado algún mensaje para ella.

No habría ninguno, por supuesto. A pesar de todo lo que había sucedido y de todo lo que había hecho para aislar su pena, Maia sabía lo que sucedería cuando la sacerdotisa sacudiera la cabeza y abriese compasivamente las manos. Maia experimentaría de nuevo toda la pérdida de su hermana, la sensación de desesperanza, aquella boca abierta que amenazaba con tragársela entera.

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