Todo por una chica (14 page)

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Authors: Nick Hornby

BOOK: Todo por una chica
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—¿Media hora? —dije.

—Oh, pensé que el dinero te interesaría —dijo el viejo—. Dios nos libre de que nadie haga nada por la mera bondad del corazón.

Y echó a andar arrastrando los pies... Bueno, iba a decir que se alejó arrastrando los pies, pero no sería correcto, porque iba tan despacio que no llegaba nunca a ninguna parte. Podría haberme quedado mirándole durante un cuarto de hora y no se habría alejado ni un tiro de piedra. Así que será mejor que lo dejemos así. Digamos que echó a andar arrastrando los pies.

Yo aún no tenía siquiera habitación. Entré, toqué el timbre, y recé para que no saliera de alguna parte algún otro viejo pidiendo ayuda. Aunque ¿y si salía qué?, pensé para mí mismo. Quizás podía irme mejor que ganando sólo para pagarme la comida y la habitación. Quizás podía ganar una fortuna con los ancianos. Pero no apareció nadie aparte de la señora de la casa, y era una persona que podía moverse sola. Entendí por qué toda la casa olía a pescado. Ni los peces huelen a pescado más que aquella mujer. Era como si llevara hirviendo bacalao o lo que fuera unos mil años.

—Necesito una habitación.

—¿Para ti? —Sí.

—¿Dónde está ella?

—¿Quién?

—¿Cuántos años dirías que tengo?

La miré. Había jugado a aquel juego antes, con uno de los amigos del trabajo de mi madre. A una amiga de mi madre se le ocurrió preguntarme cuántos años le echaba, y dije cincuenta y seis, y tenía treinta y uno, y se echó a llorar. Es un juego que nunca acaba bien. Y aquella mujer..., bueno, seguro que no podía tener menos, no sé, de cuarenta. Aunque no lo creo. Pero podría tener, pongamos, unos sesenta y cinco. ¿Cómo iba yo a saberlo? Así que me quedé allí quieto, probablemente con la boca abierta.

—Te echaré una mano —dijo la mujer—. ¿Dirías que tengo más de un día de edad?

—Sí —dije—. Por supuesto. Usted tiene
mucha
más edad que un día.

Y aun así frunció un poco el ceño ante la forma en que lo dije, como si le estuviera diciendo que era una bruja horrible y viejísima, cuando lo único que le había querido decir era que no era un bebé recién nacido. O sea, ¿qué se supone que hay que decir a la gente que te pregunta esto? ¿«Oh, parece usted tan joven que podría ser un bebé que aún no ha cumplido un día»? ¿Es eso lo que quieren que se les diga?

—De acuerdo —dijo—. Así que no nací ayer. —No.

Ay, entonces lo pillé.

—Y por eso sé que tienes a una chica esperándote ahí fuera.

¡Una chica! ¿No era gracioso? Aquella mujer pensaba que quería la habitación para acostarme con una chica en su Bed and Breakfast, cuando lo cierto era que no iba a acostarme con ninguna chica en toda mi vida, para no dejarla embarazada.

—Salga y mire.

—Oh, ya sé que no va a estar ahí mismo, en la calle. Puede que seas ingenuo, pero seguro que no eres tonto.

—No conozco a nadie en Hastings —dije. No creí conveniente ponerme a contar lo de los Parr y demás. A ella le traería sin cuidado—. No conozco a nadie en Hastings, y no me gustan las chicas.

Esto último era un error, obviamente.

—Ni los chicos. No me gustan ni las chicas ni los chicos.

No sonaba bien.

—Me gustan como amigos, quiero decir. Pero no estoy interesado en compartir con nadie la habitación de un Bed and Breakfast.

—¿Qué estás haciendo aquí, entonces? —dijo la mujer.

—Es una larga historia.

—Apuesto a que sí lo es.

—Puede apostar que sí —dije. Me estaba empezando a enfadar—. Puede apostar lo que quiera.

—Lo haré.

—Apueste, pues.

Aquello se estaba volviendo una conversación estúpida. Nadie iba a apostar nada sobre lo larga que era mi historia, y sin embargo habíamos acabado hablando de ello en lugar de lo que yo quería hablar: dónde iba yo a pasar la noche.

—¿Así que no me va usted a dar una habitación? —No.

—¿Y qué voy a hacer yo, entonces?

—Oh, hay montones de sitios en los que cogerán tu dinero. Pero aquí no somos de esa pasta.

—Trabajo para uno de sus huéspedes —dije.

La verdad es que no sé por qué me empeñaba en seguir con aquello. Había montones de sitios donde seguro que me aceptaban (sitios que puede que olieran a repollo, o a grasa rancia de tocino, o a cualquier otra cosa que no fuera pescado). —¿Sí?

Había acabado conmigo; no le interesaba lo que le acababa de decir. Se puso a ordenar el mostrador, a mirar si había mensajes en el contestador automático y ese tipo de cosas.

—Sí, y le he prometido estar aquí cuando vuelva para ayudarle a subir las escaleras en unos minutos. Lleva una de esas cosas para andar.

—¿El señor Brady?

Me miró. Le tenía miedo. Se notaba claramente.

—No sé su nombre. Es un tipo grosero con una de esas cosas para andar. Lo acabo de conocer y me ha pedido que sea su asistente.

—¿Asistente? ¿Y en qué lo vas a asistir? ¿En su declaración de la renta y su IVA?

—No. Lo ayudaré a subir y bajar las escaleras. Y le traeré cosas, supongo.

Me estaba inventando esto último, porque no habíamos tenido tiempo para hablar con detalle del empleo.

—En fin. Me ha advertido en su contra.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que no le deje que me eche, porque iba usted a tener problemas.

—Él causa problemas de todas formas.

—Pues entonces es cuestión de si quiere usted algunos más.

Me dio la espalda, y creo que ésa fue su forma de decirme: ¡Siéntate! ¡Ponte cómodo!

Así que me senté en el banco del recibidor. Había un periódico local, así que le eché una ojeada para tratar de enterarme de algo sobre mi nuevo hogar, y al cabo de un rato oí al señor Brady, que me gritaba:

—¡Eh, chico estúpido! ¿Dónde estás?

—Me llama —le dije a la mujer.

—Será mejor que vayas a ayudarle, entonces —dijo—. Y no voy a darte una habitación doble.

Una habitación individual costaba veinte libras, y el señor Brady iba a pagarme veinte libras al día. Así que todo listo. Podía vivir. Y ésta es la historia de cómo conseguí un trabajo y un sitio donde vivir en Hastings.

8

Me sentía bien mirando mi habitación y sacando mis cosas de la bolsa y todo eso. Era extraño, por supuesto, estar en un cuarto desconocido en una ciudad desconocida, y respirar continuamente aquel olor a pescado, pero no extraño en un sentido malo. Me duché, me puse una camiseta limpia y unos calzoncillos bóxer, y me eché en la cama y me dormí. Fue a mitad de la noche cuando todo empezó a ir francamente mal.

Estoy seguro de que habría dormido hasta la mañana si el señor Brady no se hubiera puesto a aporrear mi puerta a las cuatro de la madrugada.

—¡Estúpido! —gritaba—. ¡Estúpido! ¿Estás ahí dentro?

Durante un rato no dije nada, porque pensé que si no le hacía caso se volvería a su cuarto. Pero él siguió aporreando la puerta, y un par de huéspedes abrieron las suyas y le lanzaron amenazas, y él les amenazó a ellos, y yo tuve que levantarme y hablarles a todos ellos para calmarles los ánimos.

—Entre aquí —le dije al señor Brady.

—Estás desnudo —dijo él—. Y no tengo ninguna intención de emplear a gente desnuda.

Le dije que alguien que lleva una camiseta y unos calzoncillos bóxer no está desnudo. No le dije que fio podía prohibirle a nadie que no se desnudase nunca sólo porque trabajara para él. No quería entrar en mi cuarto, y no quería hablar en susurros.

—Se me ha perdido el mando a distancia —dijo—. No, perdido no. Se me ha caído a un lado de la cama y no puedo cogerlo.

—Son las cuatro de la madrugada —dije yo.

—Te pago para eso —dijo él—. ¿Crees que voy a pagarte veinte libras al día por subirme y bajarme un par de veces por esas escaleras? Yo no duermo, así que tú tampoco. No duermes cuando a mí se me ha perdido el mando a distancia.

Volví a entrar en mi cuarto, me puse unos vaqueros y salí al pasillo con el viejo. Su habitación era enorme, y no olía a pescado; olía a algún producto químico que debió de utilizarse para matar alemanes en la guerra o algo. Tenía su propio cuarto de baño, y una tele y una cama de matrimonio y un sofá. Yo no tenía nada de eso.

—Ahí abajo —dijo, señalando el suelo, en el lado de la cama que daba a la pared—. Cualquier otra cosa que encuentres, déjala allí. Y si tocas algo, tengo jabón carbólico para que puedas lavarte. Compré un lote entero.

Era una de las cosas más asquerosas que me habían dicho en la vida, y, cuando me estaba agachando, sentí verdadero miedo. ¿Qué pensaba el viejo que podía haber en el suelo? ¿El cadáver de su perro? ¿Su mujer muerta? ¿Un montón de trozos de pescado que no había querido comer y que se le habían ido cayendo del plato al suelo durante los últimos veinte años?

Y fue entonces cuando decidí volver a casa. Eran las cuatro de la madrugada y quizás estaba a punto de palpar los restos putrefactos de un perro y me estaban pagando veinte libras por todo un día de trabajo, y ese día entero de trabajo era en realidad un día y media noche, y la posibilidad de que tuviera que vérmelas con perros muertos. Y veinte libras era exactamente lo que me costaba el alojamiento en aquel Bed and Breakfast que apestaba a pescado. ¿Era posible que un perro muerto llegara a oler a pescado si se pudría el tiempo suficiente? Iba a tener que trabajar todo el día y la mitad de la noche para obtener un beneficio de cero libras y cero peniques.

Así que la pregunta que me hacía a mí mismo mientras buscaba a tientas en el suelo, junto a la cama de aquel viejo, era la siguiente: ¿Podía un bebé ser peor que aquello? Y la respuesta que me di a mí mismo fue la siguiente: No, no podía.

Al final resultó que no había mucho más en el suelo aparte del mando a distancia. Podría haber tocado un calcetín, lo cual me dio un susto que no duró mucho, pero los calcetines estaban hechos de algodón y de lana, y no de piel o de carne, así que no importaba demasiado. Y lo que encontré fue el mando a distancia, y me incorporé y se lo entregué al señor Brady, y él no me dio las gracias y yo me volví a la cama. Pero no pude dormir. Echaba de menos mi casa. Y también me sentí..., bueno, estúpido. El señor Brady tenía razón. Mi madre debería haberme puesto Estúpido de nombre de pila. ¿En qué había estado pensando?

•Tenía una novia embarazada (o ex novia), y había huido de ella.

• No le había dicho a mi madre adónde me había ido, y ahora estaría muerta de preocupación, porque me había pasado una noche fuera de casa.

• Había creído realmente que iba a vivir en Hastings e iba a llegar a ser levantador de bolos gigantes caídos, o enderezador de ancianos que necesitaban subir un montón de escaleras. Me había dicho a mí mismo que podría vivir haciendo tales cosas, y también me había dicho a mí mismo que era el género de vida de la que disfrutaría en adelante, a pesar de no tener amigos ni familia ni dinero.

Todo era una estupidez; todo era estúpido, estúpido. Por supuesto, me sentía mal en todos los sentidos, pero no era la culpa lo que me impedía dormir: era la especie de vergüenza. ¿Os lo podéis imaginar? ¿Que una especie de vergüenza os impida dormir? Me estaba ruborizando. Tenía demasiada sangre en la cara para que pudiera cerrar los ojos. Bueno, quizás no literalmente, pero era exactamente así como lo sentía.

A las seis de la mañana me levanté, me vestí y fui hasta la estación de tren. No había pagado la habitación, pero el señor Brady aún no me había pagado a mí. Él lo arreglaría. Yo volvía a casa para casarme con Alicia y cuidar de Roof, y nunca jamás iba a pensar en volver a marcharme.

Pero no es suficiente decidir no ser estúpido. Porque si no ¿por qué no
decidir
ser realmente inteligente? ¿Tan inteligente como para inventar algo como el iPod y ganar un buen montón de dinero? O ¿por qué no
decidir
ser David Beckham? ¿O Tony Hawk? Si eres estúpido, puedes tomar todas las decisiones inteligentes que quieras y no vas a conseguir nada. Tendrás que quedarte con el cerebro con que naciste, y el mío debe de ser del tamaño de un guisante.

Escuchad esto.

En primer lugar, me gustaba la idea de llegar a casa a las nueve, porque mi madre se va a trabajar a las ocho y media. Así que pensé en hacerme una taza de té y algo de desayuno, ver la tele matutina y decirle lo siento a mi madre cuando volviera del trabajo. ¿Estúpido? Estúpido. Resultó que mi madre no había ido a trabajar aquel día: la mañana siguiente a que me fuera de casa sin decirle adonde iba. Resultó que había estado tan preocupada que no sólo no había ido al trabajo sino que ni siquiera se había acostado en toda la noche. ¿Quién iba a imaginarse eso? Vosotros, quizás. Y cualquier persona en el mundo de más de dos años. Pero no yo. Oh, no.

Pero la cosa aún empeora. Cuando di la vuelta a la esquina de nuestra calle, vi un coche de policía frente a nuestra casa. Así que fui acercándome hacia el portal preguntándome quién tendría problemas, o esperando que no le hubiera pasado nada malo a mi madre, o rezando para que no hubieran entrado ladrones en casa durante la noche y se hubieran llevado el DVD o algo. ¿Estúpido? Estúpido. Porque resultó que cuando eran las tres de la mañana y Alicia no tenía noticias mías y mi madre no tenía noticias mías y nadie me podía llamar al móvil porque mi móvil estaba en el fondo del mar, ¡a todo el mundo le entró el pánico y llamaron a la policía! ¿No era asombroso?

Hasta cuando estaba metiendo la llave en la cerradura seguía pensando en que en cuanto pusiera el pie dentro de casa me iba a dar cuenta de que nuestro DVD se había esfumado. Y de hecho el DVD fue lo primero que vi nada más entrar. Lo segundo que vi fue a mi madre secándose los ojos con un kleenex, y a dos policías. Uno de ellos era una mujer. Y hasta cuando vi a mi madre secándose los ojos, pensé: ¡Oh, no!, ¿qué le ha pasado a mamá?

Me miró, y luego miró a su alrededor en busca de algo para tirarme, y encontró el mando a distancia. No me dio, pero si me hubiera dado tal vez me habría hecho volver a Hastings, y podría haberme pasado el día yendo y volviendo de Hastings por razones que tenían que ver con mandos a distancia, y la cosa habría tenido su gracia. O, al menos, más gracia que cualquiera de las cosas que me estaban pasando.

—Estúpido, chico estúpido... —dijo. La gente se estaba empezando a dar cuenta de lo estúpido que era—. ¿Dónde has estado?

Y yo puse cara de sentirlo mucho, y dije:

—En Hastings.

—¿En Hastings? ¿En Hastings?

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