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Authors: Nick Hornby

Todo por una chica (15 page)

BOOK: Todo por una chica
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Ahora estaba prácticamente chillando. La mujer policía que estaba sentada en el suelo, junto a sus pies, le tocó una pierna. —Sí.

—¿Por qué?

—Bueno... ¿Te acuerdas que fuimos allí a jugar al minigolf con los Parr?

>—¡NO ME REFIERO A POR QUÉ HASTINGS! ¡ME REFIERO A POR QUÉ TE FUISTE DE CASA!

—¿Has hablado con Alicia?

—Sí. Por supuesto que he hablado con Alicia. Y he hablado con Conejo. Y he hablado con tu padre. Y he hablado con todo el mundo que me vino a la cabeza.

Durante un momento me distrajo la idea de mi madre hablando con Conejo. Yo no habría sabido cómo localizarlo, así que no tengo ni idea de cómo se las había arreglado mi madre. También me pregunté si Conejo habría sentido la tentación de pedirle que saliera con él.

—¿Qué te ha dicho Alicia?

—Me ha dicho que no sabe dónde estás.

—¿Nada más?

—No me paré a charlar sobre el estado de vuestra relación, si es a eso a lo que te refieres. Pero estaba enfadada. ¿Qué le has hecho?

No podía creerlo. Lo único bueno que podía haberme sucedido en las últimas veinticuatro horas era que Alicia le hubiera dicho a mi madre que estaba embarazada, porque así no tendría que ser yo quien se lo dijera. Y ahora parecía que no hubiera pasado nada. —Oh.

—¿Dónde está tu móvil?

—Lo he perdido.

—¿Dónde has dormido?

—Pues... en un hotel. En una especie de Bed and Breakfast.

—¿Y cómo lo has pagado?

La policía se levantó del suelo. La conversación había pasado de si estaba vivo o muerto a cómo había pagado el Bed and Breakfast, así que supuse que la policía pensó que su presencia ya no era necesaria. Para mí eso no era profesional. Yo podía estar esperando a que se fuera para decirle a mi madre que había estado vendiendo crack o atracando a unos pensionistas. Y se habría perdido la posibilidad de una detención. Puede que no se preocupara en absoluto porque la cosa había sucedido en Hastings, y no en su territorio.

—Nosotros vamos a seguir con nuestro trabajo —dijo la policía—. La llamaré luego.

—Muchas gracias por su ayuda —dijo mi madre.

—No hay de qué. Nos hace felices saber que el chico está sano y salvo.

Me miró, y estoy completamente seguro de que su mirada tenía un significado, pero no tengo ni idea de cuál podía ser. Podía ser:
Pórtate bien con tu madre
; o:
Sé cómo pagaste esa habitación
; o:
Ahora que sabemos que eres malo vamos a vigilarte SIEMPRE.
No significaba sólo adiós, eso seguro.

Lamentaba ver que se iban, porque en cuanto se hubieran ido nada impediría que mi madre cometiera actos ilegales contra mi persona, y puedo asegurar que estaba en disposición de cometerlos. Esperó a oír el ruido de la puerta para decirme:

—Bueno, ahora dime de qué se trata todo esto.

Yo no sabía qué decir. ¿Por qué no le había dicho Alicia a mi madre que estaba embarazada? Había montones de respuestas diferentes a esa pregunta, por supuesto, pero la respuesta que yo elegí —porque soy un idiota— fue la siguiente: Alicia no le había dicho a mi madre que estaba embarazada porque lo cierto era que no estaba embarazada. ¿En qué me basaba para pensar que lo estaba? Si prescindía sobre todo de la historia de mi proyección hacia el futuro y demás, ¿qué pruebas tenía de que estaba embarazada? Mi prueba era que Alicia quería comprar un test de embarazo. Yo nunca llegué a saber los resultados de ese test, porque apagué el móvil y luego lo tiré al mar. Bien, montones de chicas compran tests de embarazo y comprueban que no están embarazadas, ¿no? Porque ¿para qué son esos tests, si no? Así que si Alicia no estaba embarazada, no había necesidad alguna de contarle a mi madre nada de nada. Ésa era la buena noticia. La mala era que si Alicia no estaba embarazada, yo no tenía ninguna buena razón para haberme ido de casa el día anterior.

Seguíamos allí sentados.

—¿Y bien? —dijo mi madre.

—¿Podría desayunar algo? —dije yo—. ¿Una taza de té?

Fui inteligente en esto, o tan inteligente como podía serlo un chico estúpido como yo. Lo dije en un tono que quería decir que era una larga historia. Y sería una larga historia cuando acabara de inventármela.

Mi madre vino hacia mí y me abrazó, y nos fuimos a la cocina.

Me hizo huevos revueltos, beicon, champiñones, judías y gofres de patata, y luego volvió a hacerme lo mismo otra vez. Estaba muerto de hambre, porque en Hastings no había comido más que dos bolsas de patatas fritas, pero un solo desayuno me habría bastado. La cuestión era que, mientras ella lo preparaba y yo comía, no tenía que hablarle de nada. De cuando en cuando me preguntaba algo, como: ¿Cómo fuiste a Hastings? O: ¿Hablaste con alguien? Así que acabé hablándole del señor Brady, y del trabajo que conseguí con él, y del asunto del mando a distancia, y ella no hacía más que reírse, y todo volvía a estar bien. Pero sabía que no estaba más que posponiendo las cosas. Me pregunté durante un instante si podría con un tercer desayuno y una cuarta taza de té, a fin de prolongar aquel rato tan agradable, pero habría acabado vomitando.

Fruncí el ceño hacia el plato, como alguien a quien le estuvieran a punto de quitarle algo del pecho.

—Fue..., no sé. Me dio una venada.

—Pero ¿debido a qué, cariño?

—No sé. A muchas cosas. A haber roto con Alicia. Al colegio. A ti y a papá...

Sabía que se fijaría primero en lo último.

—¿A mí y a tu padre? Pero si nos divorciamos hace años...

—Sí. No sé. Fue como si de repente me diera cuenta de lo que significa.

Cualquier persona normal se habría reído al oír esto. Pero, según mi experiencia, los padres quieren sentirse culpables. O, mejor, si haces como que vas a quedar marcado por algo que ellos han hecho, no se dan cuenta de lo estúpido que suena. Se lo toman muy, muy en serio.

—Sabía que debíamos haber hecho las cosas de forma diferente.

—¿En qué sentido?

—Yo quería que fuéramos a un consejero matrimonial, pero por supuesto tu padre pensó que era una gilipollez.

—Sí. Bueno. Ahora es demasiado tarde —dije.

—Ah, pero ahí está la cosa —dijo mi madre—. Que no lo es. Leí un libro sobre un tipo que fue torturado por los japoneses hace cincuenta años, y no lograba asumirlo, así que buscó alguien con quien hablarlo. Nunca es demasiado tarde.

Por primera vez en varios días me entraron ganas de echarme a reír. Pero no pude.

—Sí. Ya sé. Pero lo que tú y papá hicisteis... Me dejó mal, supongo, pero no fue nada parecido a que te torturen los japoneses. La verdad.

—No, y tampoco nos divorciamos hace cincuenta años. Bueno, ya sabes...

No sabía, pero asentí con la cabeza.

—Oh, Dios —dijo—. Tienes a tu bebé en los brazos, y lo miras, y piensas que no quieres hacerle ningún daño. Y vas ¿y qué haces? Lo dejas hecho polvo. No puedo ni creer lo..., lo mal que lo he hecho todo.

—Oh, no te preocupes —dije. Pero sin mucha, ya sabéis, sin mucha convicción. Quería darle a entender que podría perdonarla algún día, sí, pero no hasta dentro de unos diez años.

—¿Vendrás conmigo a hablar con alguien?

—No sé.

—¿Por qué no lo sabes?

—No sé, ya sabes..., lo que ahora tendría que decir sobre el asunto.

—Por supuesto que no sabes. Por eso tenemos que ir a un consejero familiar. Irán saliendo montones de cosas que ahora no puedes saber. Haré que venga tu padre también.

Ya no tiene la mente tan estrecha como antes. Carol le hizo ir a hablar con alguien cuando no podían tener un bebé. Y yo voy a hacer algunas indagaciones en el trabajo. Cuanto antes mejor.

Y me abrazó. Me había perdonado que me hubiera ido de casa porque no podía asimilar el divorcio de mis padres. Eso era bueno. Pero en el lado malo estaba lo siguiente: iba a tener que sentarme ante un desconocido para hablarle de sentimientos que no tenía, y yo no soy muy bueno inventando cosas. Y también: mi madre seguía sin la menor idea de por qué me había ido y había pasado una noche en Hastings, y no se me ocurría ninguna forma de explicárselo.

Mi madre quiso ir al trabajo, y me hizo prometerle que no iba a irme a ninguna parte. Y la verdad es que no tenía ganas de ir a ninguna parte. Lo que me apetecía era quedarme en casa y pasarme el día viendo
Judge Judy y Deal or No Deal.
Pero sabía que no podía. Sabía que tenía que ir a casa de Alicia a ver cuál era nuestra situación. Podría haberla llamado desde el teléfono de casa, pero algo me lo impidió. Supongo que el pensamiento de que iba a echarme una bronca de campeonato por teléfono, mientras yo me quedaba allí quieto abriendo y cerrando la boca. Si pudiera estar delante de ella al menos me sentiría una persona. Por teléfono no sería más que una boca que se abría y se cerraba.

Mi plan era ir en autobús a casa de Alicia y esconderme entre los arbustos para intentar ver algo que me permitiera saber lo que estaba pasando (en uno u otro sentido). Pero en mi plan —comprendí— había dos fallos:

• no había arbustos;

• ¿qué era lo que podía ver exactamente?

En mi mente había estado fuera unos cuantos meses, así que pensé que lo que podría ver sería a Alicia andando despacio y con la barriga abombada, o a Alicia parándose en alguna parte por las náuseas. Pero la verdad es que sólo había estado fuera un día y medio, y que, por lo tanto, cuando la volví a ver tenía más o menos el mismo aspecto que el día en que quedamos en Starbucks para comprar un test de embarazo. Me sentía confuso por un montón de cosas. Me sentía confuso porque me había pasado mucho tiempo pensando que Alicia estaba embarazada. Pero el haber sido proyectado hacia el futuro tampoco había ayudado gran cosa. Estaba viviendo en tres husos horarios al mismo tiempo.

Y, como no había arbustos, tenía que conformarme con la farola de enfrente de la casa. No me iba a servir de mucho como puesto de vigilancia, porque la última manera de esconderme como es debido era pegar la espalda y la cabeza a ella y quedarme quieto. Lo cual, por supuesto, no me permitiría ver nada aparte de la casa que tendría delante, o sea la casa de la acera de enfrente de la de Alicia. ¿Qué iba a hacer, entonces? Eran las once de la mañana, y lo más seguro es que Alicia estuviera en el colegio. Y si no estaba en el colegio estaría en su casa (una casa hacia la que yo no estaba mirando). Y si se le ocurría salir de aquella casa hacia la que no estaba mirando, tampoco la vería. Y entonces vi que se acercaba Conejo con la tabla bajo del brazo. Traté de esconderme de él, pero me vio, con lo que el intento de esconderme resultó un gesto aún más ridículo.

—¿De quién estás escondiéndote? —dijo.

—Oh, hola, Conejo.

Conejo dejó la tabla en el suelo, al lado del árbol, con un ruido del demonio.

—¿Quieres que te eche una mano?

—¿Una mano?

—No tengo nada que hacer. Podría ayudarte. ¿Quieres que me esconda contigo? ¿O que encontremos otro sitio para escondernos?

—Mejor otro sitio —dije—. No creo que haya mucho sitio para los dos detrás de esta farola.

—Bien pensado. Oye, ¿y por qué nos escondemos?

—No queremos que nos vea la gente de esa casa.

—De acuerdo. Estupendo. ¿Por qué no nos vamos los dos a casa? Así será imposible que nos vean.

—¿Por qué no te vas a casa, Conejo?

—No tienes que decírmelo así. Sé cuándo estoy de más.

Si Conejo supiera cuándo está de más, ahora estaría viviendo en Australia. Pero no tenía la culpa de que yo hubiera huido de mi ex novia embarazada y no tuviera agallas para llamar a su puerta.

—Lo siento, Conejo. Pero es que creo que debo hacer esto solo.

—Sí. Tienes razón. Ni siquiera he entendido qué es lo que estábamos haciendo —dijo.

Y se fue.

Y entonces cambié de táctica. Di la vuelta a la farola y me puse con la espalda y la cabeza pegadas a ella, como antes, pero de cara a la casa. Y mirando casi a través de la ventana de la sala de estar de Alicia, de forma que si alguien que estaba en ella quería decirme algo no tenía más que salir de la casa y venir a hablarme. Pero nadie lo hizo. Así que la Fase Dos de mi misión haba terminado, y no veía cómo podía existir una Fase Tres, así que me fui andando hasta la parada del autobús. Me pasé el resto del día viendo
Judge Judy
y
Deal or No Deal
, y comiendo comida basura que había comprado con el dinero con el que se suponía que iba a vivir en mi nueva vida en Hastings. Había una cosa verdaderamente estupenda en el hecho de haber vuelto a casa: si se me antojaba, me podía gastar en patatas fritas y en un solo día lo que me quedaba de las cuarenta libras.

Justo antes de que mi madre volviera del trabajo caí en la cuenta de que podía haber hecho otras cosas aparte de apoyarme primero sobre un lado de la farola y luego sobre el otro. Podía haber llamado a la puerta de Alicia para preguntarle si estaba embarazada, y cómo se encontraba, y cómo estaban sus padres. Y luego podía haber seguido adelante con la siguiente parte de mi vida.

Pero no quería hacerlo todavía. Había visto cómo iba a ser la siguiente parte de mi vida cuando me proyectaron hacia el futuro, y no me había gustado ni una pizca. Si seguía en casa sentado ante el televisor la siguiente parte de mi vida no llegaría nunca.

9

Y durante un par de días funcionó, y me sentí poderoso. ¡Podía parar el tiempo! Al principio, fui con cuidado: no salía, no contestaba al teléfono (aunque tampoco es que sonara mucho, la verdad). Le dije a mi madre que había cogido un virus en el hotelucho de mala muerte de Hastings, y tosía un montón y me dejó no ir al colegio. Comía tostadas y entraba en YouTube y diseñé una camiseta para Tony Hawk. No había hablado con él desde mi vuelta. Ahora le tenía un poco de miedo. No quería volver al sitio adonde me había mandado la última vez que hablé con él.

Al tercer día llamaron a la puerta, y fui a abrir. A veces mi madre compra cosas en Amazon, y cuando no hay nadie en casa tenemos que ir a Correos a recogerlas en sábado, así que pensé que podíamos ahorrarnos un viaje.

Pero no era el cartero. Era Alicia.

—Hola —me dijo. Y se echó a llorar.

Yo no hice nada. Ni siquiera le dije Hola o algo, ni la invité a entrar, ni la toqué. Pensé en el móvil del fondo del mar, y en cómo aquello era como si todos los mensajes de texto me llegaran de pronto juntos.

Al final reaccioné. Tiré de ella hacia dentro, la hice sentarse en la mesa de la cocina, le pregunté si quería una taza de té. Ella asintió con la cabeza, pero siguió llorando.

BOOK: Todo por una chica
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