—¿Si lo conseguimos? —preguntó Sabinus.
—Nos dirigimos a nuestras líneas —repuso Romulus.
«¿Qué posibilidades tendremos? —se planteó—. Prácticamente ninguna.» Asimiló la gravedad de su situación. Sin embargo, se habían comprometido y sus compañeros dependían de ellos.
Un coro de gritos de los legionarios que habían resultado heridos marcó el final del ataque numidio. Poco después, el martilleo de los cascos volvió a hacer temblar el suelo a medida que la caballería se retiraba. Romulus esperó hasta que el último jinete hubo pasado.
—Ahora —ordenó—. Corred como si os fuera la vida en ello.
Se levantaron de un salto y fueron a por los jinetes númidas. Esta vez siguieron más de cerca a los enemigos y ninguno de los jinetes que estaban parados los vio. Romulus contó los pasos que daba. Treinta pasos y luego cuarenta. Cincuenta. Sesenta. Todavía no gritaba nadie ni lanzaba una jabalina. Estiró el cuello para ver en todas direcciones y buscó con desesperación la capa escarlata de Petreyo entre la muchedumbre.
—¡Ahí! —gritó Paullus, señalando a su derecha.
Romulus observó la confusión de caballos y jinetes, pero no vio nada. Entonces se le despejó la vista y reconoció al general romano a unos cien pasos de distancia. Petreyo estaba rodeado de un grupo de oficiales y, al igual que César en el bando contrario, señalaba y gesticulaba hacia las líneas enemigas. La docena de guardas a caballo que lo circundaban tenían las lanzas preparadas.
«¡Mitra, ayúdame! —rezó Romulus—. Hago esto por todos mis compañeros.» Lanzó una mirada a los otros dos.
—¿Preparados?
Ambos asintieron de forma implacable.
—No digáis ni una palabra si os preguntan. Seguid adelante. Inclinándose directamente hacia Petreyo, Romulus aceleró. En veinte pasos alcanzaron las filas de la caballería numidia. Era un ejemplo perfecto de caos, pensó Romulus, muy distinto de una cohorte romana. Jinetes de refresco se abrían camino hacia la parte delantera, vitoreaban y se reían con los hombres de las tribus que acababan de regresar. Los hombres estaban desmontando para comprobar los cascos de los caballos o para orinar en la tierra seca. Se oían gritos y ovaciones y los odres de agua pasaban de mano en mano. Ninguno de ellos se paró a mirarlo dos veces.
—Dejad de correr —susurró Romulus—. Comportaos como uno de ellos.
Sus compañeros enseguida adoptaron un paso tranquilo. Sudorosos, llenos de sangre y vestidos con unas túnicas que no diferían demasiado de las de los númidas, los legionarios, muy bronceados, no destacaban si nadie se fijaba especialmente en ellos. Los
gladii
que llevaban colgados del cinturón eran una señal reveladora. Vaciló unos instantes al andar. «Sigue adelante —se dijo—. No están mirando. No nos han visto.»
Tenía razón. Nadie les interpeló mientras se abrían camino por entre la masa de hombres y caballos. Un numidio incluso asintió hacia Romulus, que le respondió con una especie de gruñido y siguió adelante antes de que el guerrero le preguntara algo. Pronto se acercarían a la parte trasera de la formación y al grupo de oficiales y centinelas de Petreyo. Aquel grupo era harina de otro costal.
—No conseguiremos llegar a ese lado —masculló Romulus con el gesto torcido—. Esos cabrones están demasiado alerta. ¿A alguno de vosotros dos se le da bien arrojar la lanza desde lejos?
Sabinus negó con la cabeza.
—A mí no —respondió Paullus con arrepentimiento y pesar.
Romulus tomó aire nervioso.
—Entonces depende de ti —dijo Paullus—. Podemos abatir a unos cuantos guardas. Y protegerte mientras apuntas.
Romulus contó las lanzas ligeras que tenían. Él y Paullus llevaban dos cada uno, mientras que Sabinus tenía tres. Siete en total. No era suficiente, pero tendrían que apañarse. Entonces Romulus echó un vistazo al grupo de jinetes enemigos a los que estaban a punto de enfrentarse, y su coraje empezó a flaquear.
—Vamos —susurró, dirigiéndose campo a través antes de que el miedo lo dejara paralizado en el sitio.
Sabinus y Paullus tuvieron la valentía de situarse nada más que un paso atrás. Desplegándose a ambos lados de Romulus, prepararon las lanzas.
Romulus estaba tan cerca de Petreyo que oía las palabras del general. Echó hacia atrás el brazo derecho y apuntó al pecho de su objetivo. Desde una distancia tan corta, el asta con el extremo de hierro penetraría el peto dorado que llevaba Petreyo.
A diez pasos, uno de los guardas miró al trío con desinterés. Acto seguido frunció el ceño. Había algo que no cuadraba. Giró la cabeza y abrió la boca enseguida para dar la alarma. Antes de que pudiera hacerlo, la primera lanza de Paullus le alcanzó en el pecho. Sin decir nada, el numidio cayó del caballo hacia atrás. Otro miró a su alrededor sorprendido. En una fracción de segundo, había reparado en el asta de madera que su compañero tenía clavada en el pecho y el trío de hombres andrajosos que tenía justo delante. Profirió un fuerte grito y se preparó para lanzar la jabalina.
—¡Rápido! —gritó Sabinus.
Los acontecimientos se sucedieron con gran rapidez.
Romulus arrojó la primera lanza justo cuando uno de los oficiales de Petreyo hacía dar un paso al caballo sin querer. El arma voló en el aire y se clavó en el vientre del numidio con un suave sonido susurrante. El hombre profirió un fuerte grito de dolor y cayó al suelo de costado. Petreyo miró a su alrededor y se percató de lo que estaba pasando. Hizo una mueca de miedo y rabia y le giró la cabeza al caballo para marcharse. Romulus soltó un improperio. El general pompeyano sabía que su vida tenía demasiado valor como para quedarse a luchar contra esos asesinos.
Mientras se preparaba para lanzar su segunda asta, Paullus tosió de sorpresa. Romulus miró a su alrededor horrorizado y vio que del lado derecho del pecho del corpulento legionario sobresalía una jabalina. Sin cota de malla que bloquearla, el asta le había atravesado las costillas y le había reventado el pulmón. Era una herida mortal. El reguero de burbujas sangrientas que escapaba por entre sus labios no hizo más que confirmarlo.
No obstante, tuvo fuerzas suficientes para señalar urgentemente a Petreyo antes de desplomarse.
Romulus se dio la vuelta rápidamente. Petreyo se marchaba a caballo acompañado de dos guardas. Era un objetivo en movimiento con hombres pululando entre Romulus y él. Sin embargo, tenía que efectuar el lanzamiento o la misión resultaría un completo fracaso. Paullus habría muerto en vano. Romulus respiró hondo y arrojó la lanza de forma que dibujara un arco curvo, por encima de los oficiales y guardas. Veloz como un rayo, se volvió, descendió y alcanzó a Petreyo en el hombro izquierdo. El impacto lo dejó ladeado en la silla de montar, pero no se cayó. Inmediatamente uno de sus hombres que iba a caballo se colocó a su lado para que se apoyara en él, y se marcharon a medio galope.
Romulus se desanimó. Había fracasado. Petreyo no moriría a consecuencia de una herida como aquélla.
La espada que empuñaba un oficial numidio blandió el aire.
—¡Bazofia romana!
Romulus se agachó y estuvo a punto de perder la cabeza. Dio un paso atrás y desenvainó el
gladius
. Eludió el siguiente golpe y otro más; pero su contrincante iba a caballo, lo cual hacía que le costara mucho más defenderse. Al siguiente ataque del numidio, Romulus adoptó una táctica distinta y se situó rápidamente al otro lado de su montura para clavarle la espada al hombre en el muslo. El oficial profirió un grito ahogado al caer.
Romulus miró en derredor. Lo único que veía eran rostros hostiles que se le acercaban por todas partes.
¿Dónde estaba Sabinus?
Tarquinius se paró en la intersección. La campiña del norte de Italia le había ido resultando cada vez más familiar desde antes del amanecer, pero conocía aquel lugar mejor que cualquier otro del mundo. Era allí donde veinticuatro años antes había vuelto la vista atrás por última vez hacia el latifundio que consideraba su hogar. Se sentía raro estando allí de nuevo. ¡Cuántas cosas había visto y hecho desde entonces! De repente Tarquinius se sintió viejo y cansado.
Al cabo de un momento le alivió sentir una punzada de felicidad poco habitual. Había pasado muy buenos momentos en la zona. Sus padres habían cultivado la tierra a menos de quince kilómetros de distancia. En lo alto de la montaña cubierta de nubes había aprendido el arte de la aruspicina gracias a Olenus. Las ruinas de Falerii, una antigua ciudad etrusca, también estaban cerca. Tarquinius se había dejado transportar por los recuerdos vividos y le habían entrado ganas de visitar la cima, que dominaba el paisaje kilómetros a la redonda, una vez más. Tal vez en la cueva secreta en la que había completado su formación los dioses le revelaran el destino que le tenían reservado. Daba la impresión de que Fabiola estaba a salvo con Antonio y quedaba claro que no le tenía miedo a la sacerdotisa de Orcus. Tampoco había ni rastro de Romulus. Teniendo en cuenta que seguía viendo nubes de tormenta por encima de la capital, el arúspice había decidido seguir su instinto.
Tras una semana de viaje allí estaba.
El lago Vadimon se encontraba a un lado del camino y a lo largo del otro se extendían los muros bajos de una finca. Tarquinius distinguía la silueta de una enorme villa por entre los campos vacíos y los olivares. Detrás de ella estaban los miserables chamizos de los esclavos y las construcciones ligeramente mejores que albergaban a los trabajadores contratados como aprendices. Aunque hacía ya tiempo que se había resignado a la inevitabilidad del tiempo, el arúspice no podía evitar preguntarse si su padre y su madre seguirían vivos. La idea le consolaba, pero sabía que no era más que una ilusión. Al ritmo que Sergius, su padre, solía beber, Tarquinius dudaba que hubiera sobrevivido mucho más después de su partida. Fulvia, su madre, estaba prácticamente inválida por culpa de toda una vida de trabajo arduo. Era casi seguro que la pareja yacía en una tumba sin lápida situada en algún terreno rocoso cercano a las edificaciones de la finca. Como etruscos de pura cepa, habría preferido que los inhumaran en las calles de tumbas situadas al exterior de Falerii, pero Tarquinius dudaba que les hubieran concedido tal honor. Además, había pocos lugareños dispuestos a ascender la montaña y arriesgarse a encontrarse con los espíritus malignos que se suponía que la habitaban.
El arúspice había decidido desenterrar sus huesos y trasladarlos personalmente a la ciudad de los muertos, si es que encontraba su tumba. Para ello tenía que acercarse a la villa y realizar algunas averiguaciones. Tarquinius sabía que Rufus Caelius estaba muerto —recordaba el momento exacto en que le había clavado el cuchillo en el pecho al noble—, pero sintió cierta angustia al tomar el camino que conducía a la entrada de la finca. De joven, había recelado del cruel pelirrojo. Con razón. Sin embargo, algo de justicia existía en el mundo, reflexionó el arúspice. Si bien Caelius había sido el culpable de la muerte de Olenus, el dinero obtenido con la traición no había evitado que perdiera el latifundio. Ni la vida. Como de costumbre, lo primero que sintió fue culpabilidad por el hecho de que se atribuyera a Romulus el asesinato, pero seguía sintiendo una siniestra satisfacción por aquel acto. Por culpa de eso, él, Romulus y Brennus habían entablado una fuerte amistad. Aunque reconocía que se trataba de una actitud egoísta, el arúspice se consolaba pensando que las visiones que había tenido en aquella época habían sido precisas, lo cual significaba que los dioses habían decidido sus respectivos caminos. Por consiguiente, y a pesar de lo que Romulus pensara, matar a Caelius había sido lo correcto.
Eso no impedía que a Tarquinius le doliera el alma al recordar la conmoción que le causó a Romulus cuando se lo dijo.
Según los campesinos vecinos y el gordo dueño de una taberna situada a ocho kilómetros camino abajo, la finca de Caelius era propiedad de un soldado jubilado, un centurión que había servido con César en la Galia.
—Un tipo bastante agradable —le había dicho el rubicundo tabernero mientras Tarquinius se tomaba una copa de vino—. Lo único que le gusta es rememorar el ejército. Si eres capaz de escuchar su perorata al respecto, probablemente te dé comida y alojamiento para pasar la noche.
Tarquinius hizo una mueca ante la perspectiva de disfrutar de los lujos de la que había sido la casa de Caelius mientras se pudría en el Hades.
Fabiola se revolvía inquieta bajo la ropa de cama. De poco habían servido las varias copas de vino y la dosis de valeriana que había tomado para calmarse los nervios. Había corrido por completo todas las cortinas gruesas de las ventanas y apagado las lámparas de aceite, sin embargo el sueño le daba la espalda. El motivo de su intranquilidad estaba claro. Hacía varias semanas que Antonio había empezado a visitar el Lupanar siempre que le venía en gana. Ya no estaba dispuesto a mantener la discreción. Como es natural, todo el placer que Fabiola había sentido cuando mantenía relaciones sexuales con él se había desvanecido desde la noche del asesinato de Docilosa, pero estaba demasiado asustada para actuar. La amenaza velada de Scaevola siempre estaba en el aire cuando Antonio la visitaba. Lamentablemente, aquello no era lo peor. Aunque los esclavos de Fabiola tenían prohibido hablar con nadie so pena de muerte, las noticias de su relación con el arrogante jefe de Caballería eran la comidilla de la ciudad. A esas alturas, Brutus debía de haberse enterado. ¿Por qué no le había plantado cara? La angustia de Fabiola crecía día tras día. En esos momentos le costaba quitárselo de la cabeza, y notaba que un nudo de tensión le atenazaba el vientre.
Se alegraba de no haber visto mucho a Brutus últimamente; sus días en el Lupanar y las muchas horas que él pasaba en el Senado no les dejaban mucho tiempo libre. En las escasas ocasiones en que estaban juntos, Brutus no le había revelado nada. Su comportamiento había cambiado de forma imperceptible y con Fabiola se mostraba más indiferente que nunca. Además, de un tiempo a esta parte no le hacía ninguna insinuación de carácter sexual y, si ella osaba intentarlo, él aducía que estaba agotado. Aquello ponía todavía más nerviosa a Fabiola. Brutus no era un hombre al que le gustaran los jueguecitos, sin embargo ella estaba convencida de que le ocultaba algo. ¿Por qué otro motivo iba a comportarse de un modo tan extraño? Aterrorizada, hacía varios días que no decía nada y estaba pendiente de cualquier señal que pusiera de manifiesto que él estaba al corriente de la situación; sin embargo, estaba demasiado asustada como para sacar ella el tema. Por la noche, se iba correteando a la cama temprano y fingía estar dormida cuando Brutus se acostaba. En las escasas ocasiones en que Brutus llegaba a casa antes que Fabiola, ella esperaba a que el sonido de sus ronquidos llenara el ambiente antes de deslizarse bajo las sábanas.