De todos modos, seguía sin verse nada. El terreno era relativamente llano y había pocos árboles, por lo que era posible ver hasta un kilómetro y medio más allá de la posición de la patrulla. Los legionarios empezaron a relajarse, dejaron los escudos en el suelo y tomaron sorbos de agua. A los oficiales no les importó. Como no había enemigo a la vista, tal comportamiento no tenía nada de malo.
Al cabo de un rato, la mayoría de los galos volvieron trotando y dejaron atrás a la Vigésima Octava.
—Mira —dijo Romulus, al ver la capa roja de sobras conocida—. ¡César va con ellos!
Incluso Atilius giró la cabeza y se los quedó mirando.
—Deben de querer enseñarle algo —masculló. Como muchos oficiales de la Vigésima Octava, Atilius era veterano de la Décima, la legión preferida de César. Al parecer, él y sus compañeros habían sido reclutados para que formaran un núcleo a partir del cual los soldados con menor experiencia pudieran aprender las nociones básicas y la disciplina. Sin embargo, en algunos círculos se rumoreaba que eran amotinados que habían desfilado en Roma hacía algunos meses, enviados a una unidad distinta de la suya para evitar más problemas. Sea como fuere, Atilius era un buen soldado que a Romulus le recordaba a Bassius, el viejo centurión bajo cuyo mando había estado en Partia.
Romulus miró por encima del hombro para ver dónde estaba el resto de los galos. Media docena de guerreros cabalgaba hacia la parte de atrás. Notó la subida de adrenalina.
—Ha mandado llamar al resto de la caballería y los arqueros, señor —exclamó—. Debe de haber problemas a la vista.
Atilius dedicó una mirada evaluadora a Romulus. La historia del esclavo condenado a morir en la arena que había ganado su libertad matando a un rinoceronte había recorrido las filas de la Vigésima Octava mucho antes de la llegada de Romulus a Lilybaeum. En vista de sus antecedentes, lo habían destinado a una cohorte distinta a la que había servido con anterioridad. Había que hacerle justicia y reconocer que el joven soldado gozaba de una excelente forma física, respondía bien a las órdenes y realizaba sus tareas como Atilius quería. Aquello no le diferenciaba de la mayoría de los legionarios que tenía al mando, por lo que el primer centurión se reservaba su opinión hasta que Romulus le demostrara su verdadera valía.
—Pues sí. Tendremos que olvidar el gruñido de nuestros estómagos hasta más tarde.
—Sí, señor.
—Sí, señor. —Romulus percibió la frialdad de Atilius y sospechó el motivo. Pasaba lo mismo, o peor, con unos cuantos de sus nuevos compañeros, a quienes Romulus caía mal porque consideraban que César le había dispensado un trato especial. No se trataba de una hostilidad manifiesta, sino de miradas de resentimiento y falta de camaradería. Aunque le resultaba duro, Romulus era capaz de soportarlo. De todos modos, la mayoría le profesaba una especie de admiración contenida, aparte de que bromeaban continuamente sobre el hecho de que era el mejor hombre para enfrentarse contra los elefantes de Pompeyo, que se suponía que ascendían a unos ciento veinte ejemplares. Romulus encajaba tales comentarios con buen humor, sabiendo que era una posible vía para ganarse su aceptación. Con un poco de suerte, el hecho de luchar juntos aceleraría el proceso.
Echaba de menos una mayor camaradería. La muerte de Petronius le había afectado sobremanera y había acentuado el dolor de su separación de Tarquinius, además de reabrir la herida de la última imagen de Brennus. Aunque no había podido salvar a Petronius, por lo menos lo había intentado. «¿Por qué no me quedé con Brennus? —se preguntaba Romulus una y otra vez. Comparado con aquello, hasta su manumisión le parecía trivial—. Podía haber muerto con mi hermano de sangre; en vez de huir como un cobarde.» Decir que Mitra había planeado que él y Tarquinius sobrevivieran le parecía una excusa… una salida facilona.
Poco después de que César se marchara, las
bucinae
tronaron desde la posición del general. Había dado órdenes antes de partir.
—¿Habéis oído eso? —Atilius desplegó una sonrisa lobuna—. Preparaos para la retirada —vociferó.
Una oleada de emoción y un poco de miedo recorrió las filas. El enemigo debía de estar cerca.
Prepararon los
pila
y Romulus avanzó junto con sus compañeros. Escudriñaba el terreno constantemente, sobre todo por la zona a la que se dirigían César y los galos. Los jinetes enseguida habían quedado reducidos a poco más que una nube de polvo. Durante una eternidad, Romulus no vio nada. La tensión iba en aumento. No podía pasar demasiado tiempo en tierra africana antes de encontrarse con los pompeyanos, y ahora el combate era inminente. Todos los hombres lo intuían.
Aquella sensación se intensificó al ver a la caballería gala deteniéndose en lo alto de una pendiente gradual. Los legionarios siguieron las huellas de César por una larga cuesta. Casi en lo alto, vieron que se había detenido para inspeccionar la zona. Su general charlaba animadamente con el comandante de los galos. Señalaba con el brazo aquí y allá los detalles importantes. Luego César se volvió para ver cuán cerca estaban sus cohortes. Tenía una sonrisa en el rostro.
Los soldados aceleraron el paso de forma instintiva.
Atilius se encontraba doce pasos por delante, por lo que fue él quien llegó primero a lo más alto y vio a los pompeyanos.
—Por Júpiter —le oyó decir Romulus.
Pronto vería al enemigo con sus propios ojos.
Desde donde estaba César montado en el caballo se extendía una llanura. En el extremo más alejado, a casi un kilómetro de distancia, se veía una formación de soldados increíblemente ancha. La mera longitud de las filas pompeyanas hablaba por sí sola. Había miles de hombres más que en el grupo de buscadores de César. Muchos legionarios empalidecieron.
Atilius notó el estado de ánimo.
—César no es imbécil —bramó—. No presentará batalla contra esa muchedumbre, a no ser que resulte estrictamente necesario.
Romulus sintió cierta desazón. No era seguro que fuera a haber pelea, pero los hombres que lo rodeaban ya estaban vacilando. «No es un buen comienzo», pensó. Le agradó que Atilius siguiera hablando a sus soldados mientras dedicaba una sarta de insultos a los pompeyanos. Los legionarios, más tranquilos, se colocaron.
Aunque no era probable que deseara batallar, César no podía dejar de responder a la presencia del enemigo tan cerca de su ejército. El estruendo de los
bucinatores
hizo que las cohortes se colocaran en una fila larga similar a la de los pompeyanos. Sin embargo, para alcanzar la amplitud del enemigo, sus soldados sólo formaban una cohorte de profundidad. Era una desviación importante de la táctica habitual, que contemplaba un mínimo de dos filas para enfrentarse al enemigo, y provocó más desasosiego en la tropa.
—Debe de preocuparle que nos flanqueen —le confió Romulus a Sabinus, el legionario de su derecha. Se habían hecho amigos durante las últimas semanas.
—Supongo —gruñó Sabinus—. Da igual que tengamos una caballería penosa para defendernos.
Sabinus, un hombre bajito y moreno de mandíbula fuerte, había estado en el ejército de Pompeyo en Farsalia. Al igual que miles de sus compatriotas, se había rendido y jurado lealtad a César. Habían luchado bien desde entonces, en Egipto y en Zela. Sin embargo, había sido contra extranjeros, se dijo Romulus, enemigos que no tenían nada que ver con los pompeyanos. Aquel día había llegado el momento de enfrentarse a tropas formadas por soldados con los que aquellos hombres habían luchado codo con codo.
Como todo oficial que se precie, Atilius se dio cuenta de que sus legionarios seguían intranquilos. Primero los
signiferi
y luego el
aquilifer
pasaron a la primera fila. Cuando llegó el águila de plata se produjeron reacciones de orgullo y se prometió en voz baja que ningún enemigo le pondría jamás las manos encima a la posesión más importante de la legión. Atilius también intercambió unas palabras con sus subordinados, que empezaron a recorrer las filas dirigiéndose por el nombre a algunos soldados. El primer centurión hizo lo mismo, pellizcando las mejillas de los hombres y dándoles palmadas en los brazos al tiempo que les decía lo valientes que eran.
César en persona cabalgaba a lo largo de la vanguardia de la Quinta Legión, los miembros de las tribus que había reclutado en la Galia y convertido en ciudadanos romanos gracias a su lealtad. No llegó a oír las palabras exactas, aunque sí los gritos de entusiasmo que lo siguieron.
Preparadas de esta guisa, las cohortes de César esperaron a ver qué hacía Metelo Escipión.
La respuesta no se hizo esperar.
Para sorpresa de Romulus, muchas zonas de aquello que parecía infantería de filas compactas que tenían delante había resultado ser caballería. Númidas. En una espectacular muestra de subterfugio, Escipión había ocultado la verdadera naturaleza de sus fuerzas hasta el último momento. Entonces empezaron a moverse, los grandes escuadrones de jinetes salieron al galope hacia ambos lados de la llanura que separaba a ambos ejércitos. Desde la parte central de la posición enemiga corrían miles de soldados: la infantería numidia provista de armas ligeras.
Escipión quería batalla y, gracias a su táctica inteligente, la tendría. A pesar de la escasa densidad de las filas de César, sus hombres tenían muchas posibilidades de ser sorprendidos por la espalda. Romulus se dio cuenta de que no tenía mucho sentido negarse a luchar porque los pompeyanos los hostigarían hasta hacerlos volver a Ruspina. No obstante, quedándose a luchar, se enfrentaban a la muy posible opción de ser aniquilados. Al igual que Craso en Carrhae. Le llenaba de amargura pensar que, de ser así, habría estado al servicio de dos generales derrotados por falta de caballería.
Los escasos arqueros de César llegaron por fin trotando desde atrás con el rostro empapado de sudor. Los ciento cincuenta hombres habían realizado el viaje desde Ruspina a toda velocidad para alcanzar al grupo de búsqueda. Sin descanso, les mandaron que se situaran delante de la fuerza principal. El resto de la caballería también llegó y se juntaron con los hombres que rodeaban a César. La patrulla se dividió enseguida y doscientos galos se colocaron en cada flanco. Era un número insignificante y Romulus sintió vergüenza ajena al ver a la caballería numidia acercándose a ellos a toda velocidad por el llano. Por lo menos eran siete u ocho mil en total. Veinte jinetes por cada uno de los de César y encima númidas. La mejor caballería del mundo que, bajo el mando de Aníbal, había ayudado en numerosas ocasiones a aplastar a los ejércitos romanos.
Por suerte no tenía tiempo de ponerse a pensar en la desigualdad existente entre los dos bandos.
Las
bucinae
llamaron a avanzar.
César aceptó la oferta de batalla de Escipión. Era un acto de valentía por parte del general; sin embargo, ni él ni sus hombres podían haberse preparado para la acometida que se inició al cabo de unos instantes.
Las cohortes marcharon hacia delante, manteniéndose todas muy cerca de sus vecinas. La caballería gala de los flancos era la que marcaba el paso. El aire se llenó de los sonidos característicos de miles de hombres en marcha: las pisadas de las sandalias tachonadas al unísono sobre el terreno, el tintineo de la cota de malla, el choque del metal contra los escudos y los gritos de los oficiales. Romulus oía a hombres que tosían nerviosos y que musitaban oraciones para sus dioses preferidos. Pocos hablaban. Él alzó los ojos al cielo, preguntándose si se le revelaría algo. Lo único que vio fue el cielo azul. Romulus apretó los dientes y le consoló saber que tenía soldados a cada lado, si bien pasó por alto el penetrante olor a miedo que despedía su sudor.
Aquello era lo peor: la expectativa antes de que la batalla empezara realmente.
—Seguid adelante —bramó Atilius desde su posición en el centro de la tercera fila—. ¡Manteneos alineados con las demás cohortes!
Enseguida distinguieron la silueta de los soldados de infantería que corrían hacia ellos. Eran hombres delgados, fibrosos, con el pelo oscuro y la piel morena vestidos con túnicas cortas y sin mangas, ceñidas en la cintura con una cuerda. Al igual que sus camaradas que iban a caballo, no llevaban armadura y sólo tenían un pequeño escudo circular para protegerse. Iban armados con lanzas ligeras y jabalinas, además de una navaja. Iban descalzos y recorrían el terreno cálido dando brincos por separado o en grupo, acercándose a las filas romanas como jaurías de perros de caza.
—No parecen gran cosa, ¿no? —se burló Sabinus.
Su comentario fue recibido con gruñidos desdeñosos de connivencia.
Romulus se animó. Era difícil imaginar que unos escaramuzadores tan poco armados fueran a causar un efecto significativo en sus filas. Aunque la caballería gala saliera la peor parada, tal vez ellos, la infantería, fueran capaces de volver las tornas a favor de César.
Entonces se encontraban a cien pasos del enemigo. Lo bastante cerca para distinguir el rostro de cada hombre. De ver los labios fruncidos por la furia. De oír sus gritos de guerra ululantes.
Romulus se humedeció los labios. Casi había llegado el momento.
Al cabo de unos instantes, las
bucinae
anunciaron la carga.
—¡Hacia arriba y a por ellos, hombres! —bramó Atilius—. Esperad a que os avise para lanzar las
pila.
La Vigésima Octava avanzó en tropel.
Las
caligae
de Romulus golpeaban con fuerza la hierba corta. Miró a izquierda y derecha y se fijó en las mandíbulas apiñadas, los rostros nerviosos y las expresiones claramente aterradas de unos pocos soldados. Como siempre, él tenía un nudo en el estómago. Cuanto antes se enzarzaran con el enemigo, mejor. Escudriñó las siluetas que corrían hacia ellos y se sintió un poco más tranquilo. A los númidas se les veía raquíticos comparados con los hombres armados hasta los dientes que lo rodeaban. Sabinus tenía que estar en lo cierto. ¿Qué posibilidad tenían esos escaramuzadores de resistir el ataque de los legionarios?
Al cabo de media hora, Romulus había cambiado de opinión por completo. En vez de enzarzarse con los legionarios en un choque de escudo contra escudo y en un combate cuerpo a cuerpo, los númidas se comportaban casi como jinetes. Raudos y ligeros, corrían hacia los romanos, descargaban una lluvia de jabalinas y huían. Si les perseguían, seguían corriendo. Cuando los legionarios exhaustos se paraban para recobrar el aliento, los númidas volvían en masa, arrojando lanzas y soltando pullas en su lengua gutural. Nada de lo que hacían los romanos servía. Aunque sólo había algunos muertos, había docenas de heridos. Sucedía lo mismo a lo largo de la fila.