Aquí y allá, grupos frustrados de soldados de César habían hecho caso omiso de sus oficiales y habían roto filas para atacar a los grupos de enemigos que se atrevían a acercarse a sus posiciones. Romulus había llegado a sentir un respeto sano por los númidas, cuyas tácticas cambiaban al ser atacados de ese modo. Se giraron al unísono como una bandada de pájaros, pero su objetivo era mucho más mortífero. Los grupos de legionarios que perseguían quedaban rápidamente rodeados y superados por la vasta superioridad numérica. Entonces, antes de que las cohortes que miraban tuvieran tiempo de reaccionar, los escaramuzadores enemigos desaparecían de nuevo y corrían hacia sus filas.
Romulus estaba bastante preocupado. Atilius y sus oficiales habían mantenido a buena parte de la Vigésima Octava en sus puestos, pero los ataques de los númidas estaban minando la seguridad de los hombres. Sin los constantes gritos de aliento de los oficiales y el movimiento del águila, pensó que para entonces ya habrían roto filas y huido. A juzgar por la vacilación en los puestos de las demás cohortes, Romulus llegó a la conclusión de que la situación se repetía en todas partes.
La caballería gala no corría mejor suerte. Obligada a retirarse por los númidas, luchaba por permanecer más o menos cerca de los flancos de César. Las cohortes de los extremos tenían que defenderse del agobio del ataque de los jinetes que lanzaban jabalinas. En breve, los jinetes enemigos tendrían rodeada a toda la patrulla y bloquearían su única vía de escape. Romulus recordaba claramente lo que le había sobrevenido a la infantería cuando eso había sucedido en Carrhae. No mencionó nada de todo ello a Sabinus ni a los hombres que lo rodeaban, porque no había necesidad. Ya habían oído la historia de Curio, el ex tribuno de César en África, que había fracasado así el año anterior. Además, ellos mismos ya veían lo que estaba pasando. El pánico asomó a los rostros de muchos. Romulus notaba también el aleteo del miedo en el vientre.
César había visto lo que estaba pasando. Los mensajeros enseguida transmitieron la orden a todo el frente de que nadie, so pena de muerte, debía desviarse más de cuatro pasos de la línea principal ocupada por su cohorte. Romulus se animó por ello. César incluso vagaba por entre las unidades, hablando con los legionarios y dándoles ánimos. En la cohorte más cercana a Romulus, había visto a un
signifer
vacilar, darse la vuelta e intentar huir. César había sujetado al hombre, lo había levantado en volandas para que estuviera frente a los númidas y le había dicho:
—¡Mira, el enemigo está en esa dirección!
Había arrancado una risa avergonzada a los soldados que lo rodeaban y animado a las demás unidades a ser más valientes.
Los hombres de César se mantenían en sus líneas, sin embargo sus palabras de aliento no frenaban el hostigamiento implacable de los escaramuzadores y jinetes enemigos. Al cabo de una hora, montones de soldados habían resultado heridos en cada cohorte, y sus gritos no ayudaban demasiado a reducir el malestar generalizado de la tropa. Había que tomar medidas drásticas para evitar que la situación se descontrolara. Romulus notaba que su determinación se iba aflojando. Se quitó de encima los pensamientos funestos y maldijo a los fantasmagóricos númidas.
Para colmo de males, se enteraron de que el líder pompeyano no era Metelo Escipión, sino Labieno. Había sido uno de los legados de confianza de César durante la larga campaña de la Galia, pero había cambiado de bando después de que César cruzara el Rubicón. Exasperado, César había enviado a sus hombres a por él. Como muchos líderes pompeyanos, Labieno había participado en la batalla de Farsalia, y tras la victoria de César había viajado a África en vez de rendirse. General consumado por derecho propio, ahora aprovechaba la oportunidad de alentar a sus hombres y arengar a las maltrechas cohortes de César.
Labieno, que cabalgaba con la cabeza descubierta en la tierra de nadie que separaba a los dos ejércitos, se mofaba de los legionarios lanzando dardos astutos que ponían de manifiesto que estaba al corriente de su inexperiencia.
—¡Saludos, soldados novatos! ¿Qué estáis haciendo? —exclamó—. ¡Qué miedo me dais!
Nadie respondía.
Instando a su montura a acercarse a las líneas de César, Labieno continuó con la misma actitud.
—¿César os ha metido a todos en esto con su labia? ¡Pues mirad cómo estáis ahora! —Con una mueca desdeñosa, señaló su aspecto andrajoso y el número de heridos—. A menudo sitio os ha guiado vuestro general. Os compadezco.
Los legionarios exhaustos se miraban entre sí. Pocos recibían algún gesto de tranquilidad. Ahí estaba uno de los ex líderes de César, cuyos hombres estaban ganando la batalla, insultándolos impunemente.
Romulus no compartía esa opinión. «Acércate más, cabrón», pensó mientras los dedos le escocían en contacto con el asta de la jabalina. Sin embargo, el líder pompeyano aún quedaba fuera de su alcance.
Envalentonado por la falta de respuesta por parte de los hombres de César, Labieno hizo avanzar a su caballo una docena de pasos. Luego doce más.
—¡Sois patéticos! —gritó—. ¿Vosotros os llamáis romanos? ¡Los labriegos de las granjas de por aquí serían mejores reclutas que vosotros!
Antes de que Romulus tuviera tiempo de reaccionar, Atilius se abrió paso hacia delante.
—No soy ningún novato, Labieno —gritó—. Sino un veterano de la Décima Legión.
Asombrado por momentos, Labieno enseguida recobró la compostura.
—¿Ah sí? ¿Y dónde está tu estandarte? —preguntó—. No veo ninguno de la Décima.
Atilius se quitó el casco de centurión con penacho y lo tiró al suelo. Mirando con orgullo a Labieno para que lo reconociera, estiró la mano detrás de él.
—Un
pilum
—ordenó—. Ahora mismo.
Romulus rompió filas para dar a Atilius el que le quedaba.
—Te demostraré qué tipo de soldado soy, hijo de puta —bramó el centurión jefe—. Uno de los mejores de César. —Abalanzándose hacia delante, lanzó la jabalina contra Labieno con todas sus fuerzas.
Romulus contuvo el aliento.
Su
pilum
zumbó en el aire hasta alcanzar la montura del legado de lleno en el pecho. Herido de gravedad, el caballo se desplomó en el suelo dando coces. Labieno salió despedido, pero cayó mal. Se produjo un silencio dramático mientras yacía tendido en el suelo. Al final, se incorporó con un gemido.
—Recuerda, Labieno, que te ha atacado un veterano de la Décima —gritó Atilius.
Romulus y sus compañeros gritaron entusiasmados con todas sus fuerzas.
Labieno no contestó. Sujetándose el costado izquierdo, se marchó cojeando mientras las burlas de la Vigésima Octava le resonaban en los oídos. Su caballo se quedó coceando y sangrando en el suelo.
—Buen lanzamiento, señor —le dijo Romulus a Atilius, recordando que en una ocasión había abatido a un arquero parto desde una distancia similar—. Le habéis dado una lección.
—De todos modos es un día triste —repuso Atilius con voz queda—. He estado bajo el mando de Labieno varias veces. Es un buen líder.
—Pero no está con César —insistió Romulus, que sintió una punzada de lealtad hacia el hombre que le había perdonado—. Tiene que asumir las consecuencias de sus actos.
Atilius lo miró con ojos entrecerrados antes de que apareciera una sonrisa en su rostro arrugado.
—Sí, muchacho. Es verdad.
Por desgracia, los esfuerzos del primer centurión por levantar la moral de los legionarios no duraron demasiado. Si bien la Vigésima Octava hizo acopio de fuerzas, las cohortes circundantes flaquearon. Los ataques númidas se volvieron incluso más osados ya que los escuadrones de jinetes que cabalgaban con los escaramuzadores lanzaban enormes ráfagas de jabalinas a los romanos. Los soldados inexpertos, que temían ser alcanzados, se apiñaban, lo cual reducía su capacidad de respuesta, aparte de convertirse en un objetivo más claro. La situación se prolongó un buen rato. Había tantas tropas pompeyanas que tenían capacidad para mantener un ataque constante sobre las asediadas cohortes de César.
Lo único que cambiaba con respecto a Carrhae, pensó Romulus, era el hecho de que las jabalinas enemigas carecían de la fuerza de penetración de las flechas de los arcos curvados de los partos, y que la temperatura no era tan elevada como en el desierto de Mesopotamia. De todos modos, la sed y la deshidratación empezaban a hacer acto de presencia. En esos momentos, la batalla duraba ya todo el día y hacía tiempo que los odres de agua de los hombres se habían vaciado. Tampoco habían comido desde el amanecer.
César no decepcionó a Romulus. Ordenó a las cohortes que se desplegaran; por turnos hizo que las unidades se giraran para enfrentarse a la caballería numidia que atacaba la retaguardia, mientras las demás continuaban haciendo frente a las oleadas de escaramuzadores que venían por delante. A Atilius y los demás centuriones jefe se les encomendó una vez más la tarea de levantar la moral de los hombres. Acto seguido, en una acción simultánea, ambas partes cargaron contra el enemigo, lanzándoles los
pila
restantes. Para sorpresa y deleite de los legionarios, los númidas se replegaron dada la virulencia de su ataque.
Enseguida sonó la orden de retirada.
—¡Es la primera vez que conseguimos que esos cabrones se larguen corriendo! —exclamó Sabinus.
—No nos queda mucha energía —explicó Romulus—. Cuando paremos, se volverán otra vez contra nosotros. Ahora tenemos la posibilidad de escapar.
Las
bucinae
repitieron la orden y a los hombres se les iluminó el semblante ante la perspectiva de escapar del infierno en el que llevaban todo el día atrapados. Las cohortes se colocaron en formación y empezaron a retirarse hacia Ruspina mientras el resto de la caballería gala cubría los flancos. No habían avanzado mucho cuando vieron que por el sur se acercaban los refuerzos de los enemigos. Los pompeyanos recién llegados, compuestos por caballería e infantería, se dedicaron de inmediato a perseguir al maltrecho grupo de búsqueda. Revigorizados, sus agotados compañeros les siguieron de cerca.
Al ver el nuevo peligro, César obligó a sus hombres a detenerse y girarse de nuevo. Poco después uno de sus mensajeros vino a buscar a Atilius.
—César quiere que seis cohortes lideren un contraataque, señor —dijo jadeando—. Tres de la Quinta, y tres de la Vigésima Octava. Dice que os lo merecéis.
Atilius se hinchió de orgullo.
—¿Habéis oído eso, chicos? —gritó—. César se ha fijado en vuestra valentía.
A pesar de las gargantas secas y quebradas, los legionarios lanzaron vítores de entusiasmo.
—¿Cuáles son las órdenes de César? —preguntó Atilius.
—Quiere un ataque de tres cohortes de ancho y dos de largo —respondió—. Para hacer retroceder a las tropas enemigas. Darles un escarmiento que no olvidarán. Sólo necesitamos el tiempo suficiente para regresar a Ruspina. —Con un saludo rápido, el mensajero se encaminó a la cohorte siguiente.
Atilius se dirigió a sus hombres.
—Sé que todos estáis cansados, pero dedicadme un último esfuerzo. Luego podremos volver a casa. —Echó un vistazo a los refuerzos pompeyanos, que descendían desde algún terreno elevado situado hacia el suroeste—. Tendremos que conseguir que se larguen por donde han venido. ¿Seréis capaces de hacerlo?
—Sí, señor —mascullaron.
—¡No os oigo! —bramó Atilius.
—¡SÍ, SEÑOR! —gritaron los hombres, alentados por su entusiasmo y el honor que César les había concedido. Romulus se sintió especialmente motivado para esa misión. Teniendo en cuenta que carecían del respaldo de la caballería, resultaba sumamente peligrosa. Sin embargo, lo había pedido nada más y nada menos que César y era una oportunidad para ayudar a todos los soldados cansados de la patrulla. Algo que Romulus había querido hacer y no había podido en la retirada de Carrhae.
El centurión jefe sonrió.
—Así me gusta. —Condujo a la cohorte fuera de la fila y esperó a que dos más de la Vigésima Octava se reunieran con ellos. La posición de la Quinta se encontraba más atrás, y las tres cohortes elegidas ya esperaban a un lado de la patrulla que se estaba retirando. Los centuriones jefe de las unidades deliberaron entre sí antes de que la cohorte de Atilius ocupara el flanco derecho, mientras el centro y el flanco izquierdo lo formaban dos de la Quinta. Las tres unidades restantes se juntaron en la retaguardia y emprendieron la marcha.
Cuando Atilius regresó, Romulus no fue capaz de contenerse.
—¿Cómo es que tenemos esta posición, señor? —Ocupaban la posición destinada normalmente a la parte del ejército más experimentada, y había supuesto que la ocuparía una de las cohortes de la Quinta.
Atilius se mostró satisfecho.
—Los demás han dicho que mi lanzamiento de jabalina me ha concedido ese honor. Ahora todos tenemos la posibilidad de cubrirnos de gloria.
Romulus desplegó una amplia sonrisa. Con el paso de las horas, Atilius se parecía cada vez más a Bassius. Era fácil seguir a un oficial como aquél a la batalla. Atilius, un hombre arrojado, duro y dispuesto a asumir los mismos riesgos que sus soldados, era un líder nato. Romulus tenía que aplicar las mismas cualidades a César. Su general había desempeñado un papel importante en el mantenimiento de la moral de los legionarios, y todavía se le veía instando a quienes se habían rezagado. Aunque tenía unos cincuenta y cinco años, César se comportaba como un hombre joven.
¿Qué más podía pedir un soldado?
Romulus tomó la determinación de ayudar a repeler el avance de las tropas pompeyanas o morir en el intento. Sus líderes y compañeros no se merecían menos.
Atilius miró a ambos lados y alzó un brazo.
—Formación cerrada —ordenó—. Escudos en alto. Espadas desenvainadas.
El sonido característico de los
gladii
deslizándose de las vainas llenó el ambiente. A casi ningún legionario le quedaban
pila
; después de un día entero combatiendo adelante y atrás en una zona amplia, la mayoría estaban dañados o eran irrecuperables. Era de esperar que la carga les hiciera luchar de cerca por primera vez. Así podrían utilizar las espadas mortíferas y los tachones de metal de los
scuta
para vengarse de la tortura a la que les habían sometido los pompeyanos. Era una perspectiva alentadora para los soldados que tan frustrados se habían quedado.