—¡Adelante! —bramó Atilius. Marchó al trote y seis cohortes le siguieron.
Pronto cayeron en la cuenta de que los refuerzos del enemigo estaban compuestos básicamente de infantería, pero contaban con el apoyo de una poderosa fuerza de caballería en cada flanco. Ni en el mejor de los casos, a los soldados de infantería les gustaba enfrentarse a jinetes; sin embargo, todos los allí presentes conocían la táctica que César había empleado en Farsalia hacía dieciséis meses. Aquel sorprendente éxito había sido uno de los motivos de la victoria del general y, desde entonces, se había inculcado a todos los soldados. Aunque ya no tenían ningún
pila
que clavar en la cara a los jinetes, los legionarios confiaban en que la carga contra los jinetes enemigos les brindaba la oportunidad de romper el ataque. Los hombres a caballo no eran invencibles. Por lo menos, ésa era la teoría.
Para cuando hubieron recorrido unos cuatrocientos metros, los pompeyanos se les acercaban rápidamente. La caballería mantenía frenadas a las monturas para que no rebasaran a los soldados de infantería, aunque de sus filas brotaba un rugido de ira. Eran los hombres que se habían perdido el enfrentamiento de todo el día; no cabía duda de que sus líderes les habían prometido la gloria de ganar la batalla.
—¡A paso ligero! —gritó Atilius. Con una energía que costaba de creer dada la situación, echó a correr. El
signifer
iba justo detrás de él, lo cual supuso una artimaña inteligente.
El frenesí de la batalla, que había faltado en la Vigésima Octava todo el día, empezó a apoderarse de los hombres. En silencio tal como les habían enseñado, aprovecharon el arrebato de furia para conseguir la misma velocidad que Atilius con sus cuerpos cansados. En momentos como aquél la cota de malla, el casco y los
scuta
les pesaban como el plomo. Aunque los músculos de los soldados pedían un descanso a gritos, el estandarte de la cohorte significaba casi tanto como el águila de plata. Bajo ningún concepto podía caer en manos enemigas. Si eso sucedía, supondría una desgracia para todos los hombres, una deshonra que sólo podía rectificarse recuperándola.
Como era de esperar, las demás cohortes seguían el ritmo de los hombres de Atilius. Teniendo en cuenta que tenían en sus manos la seguridad de sus compañeros, nadie estaba dispuesto a quedarse atrás. César los observaba.
A los númidas adelantados les sorprendió la velocidad y fiereza del contraataque romano. Les habían dicho que, tras un largo día de lucha, sus enemigos estaban exhaustos y a punto de sucumbir. Sin embargo, se encontraron con seis cohortes que se les echaban encima como jaurías de lobos vengativos. ¿Soldados de infantería contra caballería? Estaba claro que sólo unos locos eran capaces de semejante ataque.
La caballería redujo claramente la velocidad y la infantería ligera hizo lo mismo.
Atilius advirtió enseguida la vacilación de los pompeyanos y actuó en consecuencia.
—¡Seguid en formación cerrada! Mantened los escudos en alto —gritó, aumentando la velocidad y alzando el
gladius
—. ¡Recordad, apuntad a la cara!
Reduciendo el hueco que había entre Sabinus y el hombre del otro lado, Romulus agarró la empuñadura de la espada hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Sus camaradas hacían lo mismo, aunque sin aflojar el paso. En esos momentos la caballería numidia no estaba más que a treinta pasos de distancia, lo bastante cerca para ver que las monturas hinchaban las aletas de la nariz de puro nerviosismo ante la línea de
scuta
que se aproximaba. Distinguían las facciones de cada jinete y los motivos pintados en la parte delantera de los escudos. Cargar contra una fila de caballos que avanzaban resultaba aterrador y Romulus apretó los dientes. Si fallaban, las cohortes restantes serían conducidas de vuelta a Ruspina, en cuyo caso pocos hombres sobrevivirían. Todo dependía de ellos.
Los oficiales pompeyanos no reaccionaron lo bastante rápido a la indecisión de sus hombres y su avance se ralentizó justo cuando las tropas de César atacaban. Gritando como locos para asustar a los caballos, Atilius y sus hombres arremetieron contra la caballería numidia. Los jinetes enemigos, que se movían más rápido, abrieron el frente de las líneas romanas, derribando así a los soldados; pero la mayoría había perdido ímpetu. Empotraron los escudos en el pecho de las monturas y clavaron los
gladii
a los jinetes con un movimiento ascendente. Como toda la caballería ligera, los númidas no llevaban armadura y se protegían únicamente con un pequeño escudo circular. No era el tipo de tropa preparado para un ataque frontal por parte de la infantería pesada, sus jabalinas no atravesaban los pesados
scuta
. Por el contrario, las cuchillas de hierro de los legionarios penetraban bien en los muslos, vientres y pechos de los hombres, por lo que herían y mataban a infinidad de númidas. A los caballos les cortaban el pescuezo o los apuñalaban en las costillas, por eso se encabritaban aterrorizados y la sangre lo salpicaba todo. Haciendo caso omiso de sus cascos imponentes, los hombres de César se precipitaban a los huecos para destripar los corceles o desjarretarlos. La siguiente fila de soldados de caballería adoptó una expresión aterrada al ver a los legionarios fuera de sí emergiendo de la matanza con los
gladii
ensangrentados y el rostro contraído. Frenaron los caballos de forma instintiva y algunos intentaron hacer girar la cabeza a los animales. Era obvio que tenían miedo y los legionarios, que no dejaban de aullar, redoblaron sus esfuerzos.
En el transcurso de cien segundos, el ataque enemigo sobre la Vigésima Octava se paralizó. Romulus veía que los estandartes de César seguían más o menos alineados, lo cual significaba que las cohortes de la Quinta estaban obteniendo los mismos resultados. Las otras tres unidades apremiaban desde atrás, lo cual les hacía mantener el impulso. Romulus estaba eufórico. Después de todo el miedo y los contratiempos de la jornada, daba la impresión de que el valor y la determinación por fin tenían recompensa. Muchos jinetes ya estaban mirando atrás. Lo único que tenían que hacer era mantener la presión y los númidas se dispersarían y huirían.
Por supuesto, siempre había líderes capaces de arriesgarlo todo. Vociferando órdenes a sus jinetes, un oficial vestido con un uniforme del ejército romano montado en un hermoso corcel blanco consiguió alejar a las secciones traseras de los númidas antes de que la Vigésima Octava les alcanzara. Galopó trescientos pasos hacia atrás y agrupó a los hombres de las tribus, presas del pánico, antes de liderar un ataque despiadado en el lateral de la cohorte de Atilius. Cabalgando a toda velocidad, los soldados de caballería lanzaron una intensa lluvia de jabalinas a gritos y se retiraron, como habían hecho durante todo el día.
La ráfaga provocó numerosas bajas entre los legionarios, que no estaban preparados para la misma y que tenían los escudos levantados para protegerse frontalmente, pero no por el flanco. Repitieron esa táctica de inmediato, y obtuvieron un resultado similar. Entonces había docenas de hombres caídos y el temor se estaba apoderando del resto. Era un ejemplo flagrante de cómo dar la vuelta al desarrollo de una batalla. Romulus observó al oficial romano con la capa escarlata que dirigía las operaciones y soltó una maldición. Si aquello continuaba así, todos sus esfuerzos habrían sido en vano.
—Lo conozco —gritó Sabinus—. Es Marco Petreyo, uno de los mejores generales de Pompeyo.
Romulus observó a Petreyo marchándose al galope al flanco más lejano, sin duda para emular su éxito allí.
—Hay que pararle los pies a ese cabrón o acabarán con nosotros.
—¿Qué podemos hacer? —replicó Sabinus—. Está en su puto caballo en pleno campo de batalla abierto, mientras que nosotros vamos a pie.
Aunque Romulus no respondió, una idea osada se estaba formando en su mente. Rompió la fila y se acercó rápidamente a Atilius, que indicaba a varias secciones de legionarios que se internaran en las líneas númidas.
—Quiero deciros una cosa, señor —gritó.
El centurión jefe miró a su alrededor.
—Que sea rápido.
—¿Habéis visto el ataque al flanco derecho de la cohorte hace un momento, señor?
—Pues claro que sí. —Atilius frunció el ceño—. Ahora ese mamón ha ido a repetir lo mismo con el resto de su caballería.
—Lo mataré, señor. Si me dais dos hombres —suplicó Romulus.
Entonces Atilius le dedicó toda su atención.
—¿Qué piensas hacer?
—Abrirnos camino por entre el tumulto —explicó Romulus—. Recoger de camino unas cuantas jabalinas enemigas. Acercarnos lo suficiente como sea y abatirlo.
—Lo cual hará que a sus hombres les entre el pánico —musitó el centurión jefe—. Con un poco de suerte, huirán.
Romulus desplegó una amplia sonrisa.
—Sí, señor.
Atilius escudriñó el terreno abierto que quedaba a su derecha. Aparte de unos cuantos arbustos achaparrados, apenas había cobijo. La caballería numidia lo recorría por oleadas para atacar a la Vigésima Octava.
—Es una misión suicida —reconoció.
—Tal vez lo sea, señor. Pero si nadie le para los pies a ese hijo de perra, pronto nos romperán el ataque.
—Cierto. —Atilius se paró a pensar unos instantes—. Tres hombres menos en la cohorte tampoco se notarán tanto. Adelante.
Romulus apenas daba crédito a sus oídos.
—¡Señor! —Le dedicó un saludo seco y se abrió camino entre los hombres hasta situarse al lado de Sabinus. Rápidamente informó al soldado moreno de su plan.
—¿Le has rezado a Fortuna? —preguntó Sabinus con tono sarcástico—. Necesitaremos su intervención a cada paso para sobrevivir.
—¿Te apuntas o no? —preguntó Romulus—. Estamos defendiendo al resto de la columna, ¿recuerdas?
Sabinus escupió una maldición y luego asintió.
—Muy bien.
—He oído lo que has dicho, camarada. Cuenta conmigo también —dijo un legionario corpulento que llevaba un casco de bronce al que le faltaba el penacho de crin. Le tendió el brazo derecho.
—Gaius Paullus.
Romulus sonrió y aceptó la mano.
—Vamos.
Se abrieron paso por entre el ir y venir de las filas de legionarios y enseguida llegaron al extremo de la cohorte. Ahí había heridos por todas partes, gritando por culpa de las jabalinas con la punta de hierro que se les habían clavado en los brazos o en las piernas. Quienes habían resultado heridos en el cuello o en la cara estaban tumbados de cualquier manera en el suelo, lo cual obligó a Romulus y a sus dos compañeros a pisarlos. Mentalmente les pidieron perdón, lo cual ayudó… un poco.
Cuando estuvieron en la fila exterior, Romulus captó la situación de un vistazo. Ahí no había ni rastro de
optio
o centurión, lo cual significaba que habían muerto. Los ataques númidas habían dejado grandes huecos en el lateral de la cohorte. Los legionarios asediados no tardarían en ser arrollados o echar a correr. El tiempo era primordial, pero también tenían que esperar a que Petreyo regresara desde el flanco izquierdo.
Agachándose detrás de los
scuta
, el trío capeó varios ataques númidas. No tenían la posibilidad de defenderse, sólo la ignominia de esconderse de las jabalinas enemigas. Sin embargo, al final Romulus vio al inconfundible corcel blanco reapareciendo detrás de la caballería que se reagrupaba.
—Ahí está —masculló, señalando.
—Está a unos trescientos pasos —musitó Sabinus.
—Muy lejos —añadió Paullus.
Romulus se sentía dominado por una extraña calma.
—Dejad los escudos. Los cascos también —ordenó. Limpió la hoja sangrienta con la parte inferior de la túnica y la envainó—. Quitaos la cota de malla.
Los otros dos se lo quedaron mirando como si se hubiera vuelto loco.
—Con el equipo se nos ve a la legua —susurró Romulus—. Además es muy pesado. Sin él, los númidas igual piensan que somos jinetes cuyas monturas han perecido.
Sus rostros enseguida reflejaron que lo entendían y se dispusieron a obedecer. Los aturdidos soldados que estaban cerca los miraban sin entender mientras se despojaban de todo su equipamiento. Los jubones acolchados de color rojizo que llevaban bajo la cota de malla hasta los muslos estaban empapados de sudor.
—¡Cielos, qué bien se está! —dijo Paullus con una sonrisa.
Un torrente de jabalinas enemigas se deslizó con rapidez por encima de su cabeza y la sonrisa se desvaneció enseguida.
Alzaron rápidamente los escudos otra vez hasta que el ataque hubo terminado. Estirando el brazo con cuidado, cada uno de los hombres cogió unas cuantas lanzas ligeras númidas de las docenas que yacían desperdigadas por entre los cuerpos.
Romulus esperó a que los jinetes enemigos dieran la vuelta.
—¡Ya! —susurró—. ¡A por ellos!
El trío salió disparado como los corredores griegos en los juegos. Los hombres de las tribus que se retiraban no miraron atrás y, tal como Romulus había esperado, las monturas los ocultaron de los númidas que esperaban para desplazarse hacia delante. El momento crucial sería cuando las dos líneas se unieran y la nueva oleada de atacantes cabalgara hacia el exterior.
Habían recorrido la mitad de la distancia cuando Romulus vio aparecer cabezas de caballos en los huecos que quedaban entre los soldados de caballería que se retiraban.
—¡Poneos boca abajo! —gritó.
Sabinus y Paullus lo entendieron entonces.
Los tres se lanzaron de bruces al duro suelo. Presionaron la cara contra la tierra y se hicieron pasar por hombres muertos. Pronto notaron cómo la tierra temblaba por la proximidad de la caballería. A Romulus el corazón le palpitaba en el pecho y tuvo que contenerse para no mirar lo que estaba pasando.
Al cabo de un instante, docenas de númidas pasaron a medio galope. Se gritaban entre sí en su idioma y ni siquiera miraron a los soldados: no eran nada más que tres cuerpos en un campo de batalla repleto de ellos.
Sabinus hizo ademán de levantarse, Romulus lo agarró del brazo.
—¡Quieto! —le susurró—. Los demás nos verán. Esperamos a que el primer grupo se retire y volvemos a hacer lo mismo.
El rostro de Sabinus reflejó determinación y miedo a partes iguales.
—¿Y entonces qué?
—Nos situamos entre los caballos —dijo Romulus, haciendo acopio del máximo de confianza—. Vamos directamente a por Petreyo.
—Y rezamos —murmuró Paullus desde el otro lado.