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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (40 page)

BOOK: Camino a Roma
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Animando al caballo con las rodillas, Sabinus lo dirigió por el lateral de los númidas que pululaban por ahí. Iban directos a la Vigésima Octava. La mayoría de los soldados de caballería enemigos todavía no se habían dado cuenta de lo que había pasado. Sin embargo, cuatro de los hombres de Petreyo les perseguían y las esperanzas de Romulus, que habían aumentado, volvieron a disminuir. Un caballo con dos hombres encima nunca iba a correr más que los que llevaban a un solo jinete. El animal pardo que los transportaba era digno de respeto pero tampoco era Pegaso. Sabinus soltó una maldición y tamborileó los talones contra las costillas del caballo, pero fue en vano.

Los númidas que los perseguían estaban cada vez más cerca y les insultaban a gritos. Una lanza surcó el aire perezosamente y fue a parar justo detrás de ellos. Le siguió otra que pasó silbando para acabar clavada en la arena diez pasos delante de ellos. Romulus miró hacia atrás y abrió la boca horrorizado cuando una tercera jabalina se deslizó rápidamente y alcanzó la montura en los cuartos traseros. Levantó la cabeza del susto y alteró el paso de tal forma que se puso a caminar.

Sabinus se dio cuenta enseguida de lo que había pasado. Desmontó pasando la pierna izquierda por encima del caballo.

—¡Vamos! —gritó.

A Romulus no le hacía falta que le insistieran. Desmontó medio saltando y medio cayéndose. El caballo tropezó con la jabalina clavada en la cadera. Romulus no tenía tiempo para compadecerse de él. Los númidas se acercaban rápido arrojando lanzas sin parar. Les separaban apenas cincuenta pasos de ellos.

La pareja intercambió una mirada.

—¿Echamos a correr o luchamos? —preguntó Romulus.

—Nos cazarán como perros —gruñó Sabinus—. ¡Luchemos!

Romulus asintió, satisfecho por la reacción de su compañero.

Se colocaron uno al lado del otro y se prepararon para morir.

Dos lanzas pasaron silbando a su lado, aunque sin tocarles. Entonces quedaban cuatro númidas, con una o dos lanzas por cabeza. Los jinetes enemigos eran expertos en tirar a bocajarro y Romulus lo sabía; pero, sin escudo, las posibilidades de no resultar heridos o muertos en breve eran prácticamente nulas.

Eso hasta que oyó el clamor estridente de las
bucinae
sonando detrás de él.

Los númidas vieron lo que pasaba antes que Romulus. Adoptaron una expresión iracunda y se pararon. Uno tiró una lanza en un último gesto fútil y entonces los cuatro jinetes se giraron y huyeron.

Romulus miró a su alrededor y vio una cuña de legionarios cargando hacia ellos con los escudos levantados. Atilius iba en el medio. Lanzó un grito ahogado de satisfacción. El centurión jefe debía de haber estado observando sus movimientos. Su rescate no podía deberse a ningún otro motivo. Romulus se dirigió a ellos seguido de Sabinus.

—Pensaba que no sabías montar —masculló.

—Me crié en una granja —explicó Sabinus—. Siempre teníamos unos cuantos jamelgos por ahí.

Romulus le dio una palmada en el hombro.

—Te debo una.

—Ha sido un placer. —Sabinus sonrió y Romulus se dio cuenta de que acababa de forjar una amistad de por vida.

Atilius detuvo a sus hombres cuando los dos les alcanzaron.

—Entrad —ordenó, apartando a los legionarios—. No hay tiempo que perder.

Obedecieron encantados y la cuña dio rápidamente media vuelta. Romulus echó un vistazo a las líneas númidas. Para su sorpresa, los soldados de caballería enemigos no intentaban atacar sino que estaban pululando por ahí gritándose los unos a los otros. Unos cuantos incluso se marcharon al galope en dirección sur. El miedo no tardaba demasiado en propagarse, pensó Romulus. Era como observar las ondas de una charca que se forman al lanzar una piedra. Algunos jinetes miraron a los que se habían marchado y entonces les siguieron. Otros más hicieron lo mismo. Antes de que la cuña reincorporara a sus compañeros, la fuerza montada al completo había desaparecido envuelta en una enorme nube de polvo.

—¿Has matado a Petreyo? —preguntó Atilius.

Romulus se sonrojó.

—No, señor, sólo le he herido.

—El esfuerzo ha valido la pena. Debe de haber huido del campo —dijo el centurión jefe con una sonrisa de satisfacción—. ¡Mirad! Esos cabrones han perdido las ganas de luchar.

Romulus observó a la infantería numidia, que huía en masa desde el centro. La caballería del flanco más lejano no iba a quedarse a luchar entonces, cuando todos sus compañeros huían. Teniendo en cuenta que estaba empezando a anochecer, habían obtenido el respiro vital que las cohortes de César necesitaban para retirarse con seguridad. Romulus exhaló un suspiro entrecortado que le hizo darse cuenta de que estaba exhausto. Sin embargo, la satisfacción por lo que él y sus compañeros habían conseguido era mucho más poderosa que el dolor que sentía en los músculos.

—Bien hecho.

Romulus alzó la vista y se encontró con la mirada de Atilius.

—Ha sido un esfuerzo conjunto, señor. No lo habría conseguido sin Sabinus y sin Paullus.

—¿Paullus está muerto?

—Sí, señor.

—Hoy han caído muchos buenos legionarios —declaró Atilius entristecido. Sin embargo, al cabo de un momento suavizó la expresión—. Gracias a vosotros dos, muchos vivirán para volver a luchar. Informaré a César de esto.

Romulus tuvo la impresión de que el corazón le iba a explotar de orgullo.

Las fuerzas pompeyanas enseguida dieron la jornada por concluida y se replegaron al campamento. Como anochecía rápidamente, la batalla no podía desarrollarse con eficacia. Labieno no había conseguido aniquilar al grupo de búsqueda y había desperdiciado una oportunidad de oro para capturar o matar al mayor enemigo de los pompeyanos: César.

Por eso el viaje de vuelta a Ruspina transcurrió sin incidentes. Los hombres de César marcharon y cantaron de forma ordenada, conscientes de que habían escapado por los pelos. Romulus no se quitaba de la cabeza las tácticas de César, tan obstinadas como valientes. Pocos líderes habrían tenido tanta confianza en sí mismos como para seguir luchando en una situación tan desesperada como aquélla, con tropas temerosas e inexpertas. Hacer mirar a las cohortes en distintas direcciones había sido una improvisación de la mejor calidad, al igual que la decisión de lanzar un contraataque como última opción. Craso, el único otro romano bajo cuyo mando había estado Romulus, había poseído poca de la habilidad que destacaba en prácticamente todas las decisiones de César.

Al día siguiente, él y Sabinus fueron convocados al cuartel general de César, y Romulus estaba muy emocionado. Atilius había cumplido su palabra, había encomiado la valentía de ambos y alabado expresamente a Romulus por su iniciativa y esfuerzo al herir a Petreyo. El centurión jefe se lo dijo justo antes de que se acostaran, lo cual supuso que ninguno de los dos durmió bien. Se levantaron mucho antes del alba y se pusieron a limpiar y sacar el brillo a los pertrechos que habían arrebatado a legionarios muertos la noche anterior. El campo de batalla había quedado lleno de cadáveres, por lo que no les había costado encontrar cotas de malla y cascos que les fueran bien.

—¿Qué crees que nos dirá? —preguntó Sabinus mientras peinaba el penacho de crines de su casco.

—¿Y yo qué sé? —replicó Romulus con una sonrisa.

—Tú ya has hablado con él en otra ocasión.

Romulus no hablaba de cuando había recibido la manumisión, pero Sabinus estaba al corriente de la historia como todo el mundo. En cualquier caso, el temor de su compañero le resultó un tanto chocante. Sin embargo, tampoco era tan extraño. Había muy pocos soldados rasos que conocieran a César personalmente. No podía decirse que el general recorriera el campamento cada noche contando historias mientras tomaba unas cuantas copas de
acetum
. César gozaba de un estatus casi divino entre la tropa, por lo que haber mantenido una conversación con él resultaba inusual. Romulus sintió una punzada de orgullo por ello.

—César es un soldado —dijo—. Por eso valora la valentía. Supongo que nos dirá eso y nos dará una
phalera
a cada uno.

Sabinus pareció complacido.

—También me iría bien algo de dinero. Mi mujer siempre se está quejando de lo poco que le mando.

—¿Estás casado?

Sabinus sonrió de oreja a oreja.

—Encadenado, más bien. Llevo así diez años o más. La última vez que estuve en casa tenía tres hijos. Ella mantiene la granja en funcionamiento con la ayuda de unos cuantos esclavos. Es una finca pequeña, a medio camino entre Roma y Capua. —Captó la mirada nostálgica de Romulus—. Tendrás que venir a pasar una temporada cuando nos licencien. Me ayudas a recolectar y te das un revolcón con una o dos esclavas en el pajar. —Le guiñó el ojo—. Si es que sobrevivimos hasta entonces, claro.

—Me encantaría —dijo Romulus.

La idea de tener mujer, hijos y un lugar al que regresar le resultaba sumamente atractiva. Como esclavo que había sido, en realidad nunca había pensado en semejantes cosas, pero era fácil darse cuenta de lo mucho que significaban para Sabinus, a pesar de los comentarios despectivos. «¿Qué expectativas tengo? —se planteó Romulus. Aparte de encontrar a Fabiola y matar a Gemellus, nada que valiera la pena—. ¿Dónde viviré? ¿A qué podría dedicarme?» Estos pensamientos le causaron una profunda desazón, por lo que agradeció la llegada de Atilius. Los dos se levantaron enseguida y se pusieron firmes.

El centurión jefe los observó con ojo experto.

—No está mal —dijo—. Ahora casi parecéis soldados.

Aquél era el mayor cumplido que Atilius iba a dedicarles y los dos sonrieron tímidamente.

—Pues vamos —ordenó—. No podemos hacer esperar al general, ¿verdad?

—No, señor.

Los demás miembros de su
contubernium
mascullaron sus buenos deseos mientras la pareja correteaba detrás de Atilius como cachorros entusiastas.

No tardaron en llegar a la
principia
, el cuartel general, situado en la intersección de la Vía Petroria con la Vía Principia. Los dos caminos principales del enorme campamento discurrían de norte a sur y de este a oeste respectivamente. La zona situada delante del enorme pabellón que le servía a César de despacho y centro de mando ya estaba repleta de cientos de legionarios, llegados para presenciar la ceremonia de condecoración. Todavía no había ni rastro del general, y sin embargo sus oficiales de Estado Mayor estaban ya agrupados junto a la entrada de la tienda. Presentaban un aspecto magnífico: esplendorosos con su coraza pulida, canilleras doradas y cascos con plumas. Veinte soldados del grupo de guardaespaldas de Hispania elegidos a dedo flanqueaban el muro del pabellón. Vestían una ropa y llevaban unas armas que no se correspondían con las del resto de los presentes. Las águilas de cada legión estaban presentes, bien erguidas en lo alto por el
aquilifer
correspondiente. El estandarte personal del general, el
vexillum
rojo, también resultaba bien visible. Un cuarteto de
bucinatores
observaba atento para ver cuándo salía César.

A escasa distancia de la entrada había varios legionarios y oficiales. La postura incómoda en la que estaban indicó a Romulus que también iban a ser condecorados. Así pues, Atilius les instó a que se colocaran al final de esa fila.

—Buena suerte —susurró.

—¿Qué tenemos que hacer, señor? —preguntó Sabinus desesperado.

—Saludar, aceptar la condecoración y dar las gracias a César —masculló Atilius—. Luego esperad a que os dé permiso para retiraros.

Se colocaron en su sitio arrastrando los pies y dedicaron un asentimiento al resto de candidatos.

Los
bucinatores
alzaron las
bucinae
y tocaron una serie de notas sostenidas.

—¡Firmes! —ordenó unos de los oficiales jefe.

Todos los presentes se cuadraron.

Romulus y sus compañeros estaban bien situados para ver cómo César salía tranquilamente al aire matutino. Iba vestido con la capa escarlata, el peto dorado y la falda con ribetes de cuero, además de llevar un
gladius
con la empuñadura decorada con oro y marfil y una vaina con incrustaciones de plata. Un casco reluciente con penacho y unas botas de cuero hasta la pantorrilla completaban su atuendo. El rostro delgado y la nariz aquilina le otorgaban un aspecto regio. César parecía un general por los cuatro costados.

—Descansen —dijo con toda tranquilidad.

Todo el mundo se relajó salvo Romulus y el resto de los hombres de la fila.

César caminó hacia delante y alzó las manos. Un silencio expectante se apoderó del grupo.

—Camaradas —empezó a decir—, ayer fue un día largo.

—Por no decir algo más fuerte, César —gritó un guasón desde las profundidades de la multitud.

Una ráfaga de risas se apoderó del ambiente y César sonrió. Le gustaba hacer chanzas con sus hombres: así estrechaba más el vínculo que los unía.

—Fue una lucha dura, contra grandes adversidades —reconoció—. El enemigo hizo todo lo posible por aniquilarnos. Pero no lo consiguió. ¿Por qué? —César volvió a hacer una pausa y Romulus vio su arte: el hombre era un maestro de la oratoria además de ser un gran líder militar. Lanzó una mirada a los hombres que lo rodeaban y vio que estaban pendientes de cada palabra del general.

—¿Por qué? —César repitió la pregunta—. Por ti. —Señaló exageradamente a un legionario que tenía cerca. El hombre sonrió encantado—. Por ti, por ti y por ti. —Señaló con el índice a un segundo soldado y luego a un tercero y a un cuarto—. ¡Todos vosotros luchasteis como héroes!

Permitió que el grito que se había formado en la garganta de cada uno de los hombres estallara al exterior y, sonriendo, se acercó a la fila en la que estaban Romulus y Sabinus. La ovación no cesó y los legionarios que estaban de espectadores tamborileaban las espadas contra el borde metálico de los escudos para crear una cortina de ruido ensordecedor. Al final, una única palabra dominó el
crescendo
y Romulus tuvo que contenerse para no ponerse él también a gritar.

—¡CÉ-SAR! ¡CÉ-SAR! ¡CÉ-SAR! —gritaban los soldados.

«Este hombre es un genio —pensó Romulus rebosante de orgullo—. No menciona para nada la habilidad propia de él, las horas de miedo y terror, la orden de mantenerse a cuatro pasos de los estandartes. No hace más que emplear palabras que inciten a todos los soldados a pensar que son tan valientes como Hércules. También funciona.» Romulus nunca había estado tan contento de ser legionario romano. Enderezó los hombros, se miró la cota de malla y el tachón pulido de su
scutum
con la esperanza de tener una apariencia lo bastante respetable para conocer a su líder.

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