Con el ratón lleva el cursor hasta la carpeta que le ha enviado Héctor, el fotógrafo, y la abre. Allí están todas las fotos que la cantante se hizo el viernes, las que saldrán a la luz y las que no. Algunas son en blanco y negro.
Empieza a visionarlas una por una. Katia es muy fotogénica, tiene algo en su mirada que llega y seduce, como si lo atravesara con aquellos preciosos ojos celestes y alcanzara su interior.
Se detiene en una imagen en la que Katia aparece sentada en un columpio. Mira hacia un lado, con el pelo suelto, alborotado y la mano tapándose la boca, pensativa. Recuerda el momento. Fue pocos minutos después de que le besara en el parque. Ángel se pasa los dedos por sus labios. Vuelve a preguntarse si no estará jugando con fuego. Esta tarde ha quedado con ella para pedirle un favor, un gran favor.
Otra foto en el columpio: sonríe a la cámara y tiene las piernas abiertas; un vestido blanco cae por entre ellas hasta los tobillos. Está guapísima. Cuando se ríe parece más joven, como una adolecente. Se le aniña el rostro y, en vez de veinte años, aparenta dieciséis.
En la siguiente, guiña un ojo. Simpática, irresistible, tentadora, invitando a más.
¿Y si hubieran tenido sexo aquella noche? Ángel sacude la cabeza.
Una en la que se tapa media cara con su característico pelo rosa: con morritos, seductora. "Bésame, soy tuya".
La flechita del cursor sube hasta su boca. Ángel la guía con el ratón, recorriendo la línea de la comisura. Pintalabios invisible. Un escalofrío.
El joven periodista continúa viendo fotos, veinticinco o treinta más. En cada una se expresa una emoción, un sentimiento diferente, y en todas descubre algo nuevo de Katia.
Dentro de la carpeta hay otra titulada "Portada". En su interior aparecen tres imágenes en color de la chica en distintos lugares del parque en el que se hizo la sesión. Son fotografías que Héctor ha seleccionado y de las cuales, en principio, una será elegida como portada del número de abril, aunque esta decisión la debe tomar Jaime Suárez.
En la primera, Katia está de pie: mira hacia arriba, soñadora, como imaginando lo que acontecerá en el futuro. No se le ven las manos, que están detrás, en la espalda. En la segunda, se balancea en el columpio: fresca, divertida, una niña. Y en la tercera, la cantante se apoya en un árbol: va vestida con muchos colores y mira fijamente al frente.
Son fotos increíbles. Una supera a la siguiente, pero, cuando Ángel vuelve a mirarlas, la primera es la que más le gusta y no sabe por cuál inclinarse.
Un escalofrío. ¿Qué le pasa?
El móvil de Ángel comienza a sonar. ¡Paula! Es verdad, lo iba a llamar a lo largo de la mañana, se le había olvidado por completo…
Cierra la carpeta con las fotos de Katia y contesta.
―¿Sí…?
―Hola, cariño, ¿te interrumpo? ¿Puedes hablar?
―Sí, claro. Acabo de hacer una pausa. Estaba mirando unas fotos.
―¿Unas fotos? ¿De quién?
―De… ―Ángel mira a su alrededor. A su lado hay un CD de Jason Mraz,
We sing, we dance, we steal things
―, …de Jason Mraz. Vamos a incluir un pequeño reportaje suyo en la revista.
Improvisa. Menos mal que ha reaccionado a tiempo.
―¿Jason Mraz? No sé quién es.
―¿No has oído
I´m yours
?
―No.
―Ya te la pasaré. Es una canción preciosa.
―Vale, seguro que me gustará.
―Es más o menos así.
Ángel tararea el estribillo. No lo canta del todo mal. Paula sonríe al otro lado de la línea, pero enseguida recuerda para lo que ha llamado.
―Cariño, perdona, lo haces genial, pero no tengo mucho tiempo. Va a sonar el timbre dentro de poco.
―Perdona, perdona ―se disculpa―. ¿De qué querías hablar? ¿No será del torneo de golf, verdad?
―¿Viste las imágenes en las que salimos?
―No, pero he recibido varios mensajes comentándomelo. Para eso te llamé ayer.
―Vaya. Te vuelvo a pedir perdón. Mis padres…, todo fue por ellos.
―¿Qué pasó?
―Que también me vieron por la tele.
Ángel se sorprende y traga saliva. La pillaron. ¿También lo vieron a él?
―¡No me digas! ¿Y qué te dijeron?
―Pues sobre eso, poco.
―Menos mal.
―Pero les conté lo nuestro.
El periodista se queda sin palabras. No sabe qué decir. No esperaba una noticia así.
Silencio.
―¿Ángel?
―Sí, perdona. Es que… ¿Y qué les dijiste?
―Pues les conté un poco. Casi todo, más bien. Tu edad, cómo nos conocimos, en qué trabajas y… que te quiero.
"¡Dios! ¿Les ha contado todo eso?", piensa Ángel.
―¿Y cómo se lo tomaron?
―Regular. Mi padre, mal. No cree que tú me quiera. Y eso de que te haya conocido por Internet y que tengas veintidós años no le ha sentado bien.
―Vaya…
―Pero no te preocupes. Ya se le pasará.
―O vendrá a por mí a matarme.
―¡Qué va! No exageres.
―Vaya… ―repite Ángel, desconcertado.
―¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
―Sí, pero esto me ha cogido de improviso. De todas formas, tarde o temprano lo sabrían.
―Ya. Pues ha sido más temprano que tarde.
El chico se toca la nariz. Pestañea más de la habitual. Está nervioso. Es lógico que los padres de Paula no piensen bien de él: tiene casi seis años más que su hija creerán que solo es un capricho, tanto de uno como de otro.
―Cariño, ¿en qué piensas? ―pregunta la chica ante el silencio de este.
―En que te quiero.
―¿Seguro?
―Seguro.
―Menos mal. Si no, no me acostaría contigo el sábado ―bromea Paula.
Ángel sonríe. El cumpleaños… Su primera vez. Los padres de ella. Katia.
El timbre que anuncia el fin del recreo suena en esos instantes.
―Bueno, me tengo que ir. Ya hablaremos más tranquilos. Y no te preocupes, ¿eh? Que mis padres seguro que les caes genial.
―No estoy preocupado.
―¿Seguro?
―Seguro.
―Bien, así me gusta. Tengo que colgar, cariño.
―Te quiero, Paula.
―Yo también te quiero. Luego hablamos.
Termina la llamada.
Ángel deja el teléfono a un lado. Abre el CD de Jason Mraz y lo pone en el ordenador.
I´m yours
: "Soy tuyo".
Menuda noticia. Coloca la mano izquierda en el mentón, acariciándose la barbilla y pensando en qué momento querrán sus suegros conocerlo.
Ese mismo día de marzo, un poco más tarde, en alguna parte de la ciudad.
El último.
Mira a derecha y a izquierda. No viene nadie. Es el momento. Debajo del parabrisas de un Megane rosa, Álex coloca el cuadernillo de
Tras la pared
que le quedaba en una de las mochilas. No le han visto. Resopla y se aleja unos metros disimulando.
Lleva toda la mañana de aquí para allá, buscando los lugares más apropiados para su misión.
Espera tener más suerte con esta tanda. De la anterior, solo tres chicas le han avisado de que descubrieron el pequeño tesoro. Y es que para alguien tan romántico como él, si le sucediera algo por el estilo, encontrar las primeras páginas del libro de un autor desconocido con un mensaje misterioso en su interior, lo consideraría como un pequeño tesoro. No se tropieza con el destino todos los días. Pero no debe de haber demasiados románticos ya en el mundo: los bohemios son una especie en peligro de extinción.
Aunque, quizá, es todavía pronto. Los repartió el sábado y es miércoles. Cuatro días… No, pensándolo bien, no es tan pronto. ¿A quién quiere engañar? Simplemente es eso: falta de interés, de romanticismo. A la gente no le ha entusiasmado la idea, o tal vez es que no escribe lo suficientemente bien. Ya está, no hay que darle más vueltas. Decidido: si no tiene más éxito en esta ocasión, no repetirá el experimento.
¿Y qué habrá pasado con el resto de cuadernillos que distribuyeron él y Paula por toda la ciudad? Suspira. Está extenuado. Ha hecho todo el trabajo solo. Cómo ha echado de menos a su amiga, su ayuda, su compañía, su sonrisa, sus ojos… Y su magia: la magia de aquella preciosa muchacha.
Se estremece: no por el viento ni por el frío ni por el cansancio. Son los recuerdos los que hacen que Álex se estremezca, los recuerdos de aquel día con Paula en el que casi se besan, casi unen sus labios gracias a
Perdona si te llamo amor
. El destino casi completa su obra.
¿Debería de haberla besado?
Un banquito de madera enfrente de aquel coche rosa, en el otro lado de la calle, es el lugar que elige para descansar. Se sienta apoyando la espalda, cruza las piernas y extiende los brazos. Si, está realmente cansado. Mira hacia arriba. No se ve el sol. Las nubes son las que dominan el cielo y empieza a soplar algo más de viento. Ya no es solo la brisa fresca matinal. El tiempo está cambiando.
Piensa en Irene, en la ropa que lleva hoy. Sonríe malicioso. Debe de estar pasando frío con aquel vestido tan corto y escotado con el que se ha ido a clase. ¡Qué chica! Seguro que los que van con ella al curso no pasan frío. Su hermanastra se habrá dedicado a calentar el ambiente. Pobres compañeros, aunque puede que alguno se aproveche de la situación.
¡Qué distintas son Paula e Irene! En todo: en su forma de ser, en cómo miran, en su manera de hablar… Hasta su sonrisa es diferente. Dos personalidades opuestas, unidas solo por el atractivo físico. Es lo único que podría decirse que Irene y Paula tienen en común. Las dos serían el sueño de cualquier hombre.
Paula. Paula. Paula.
La nombra en silencio. Lástima que no le haya acompañado hoy.
¿Qué estará haciendo ahora? ¿Se lo pregunta en un mensaje? No, no quiere ser un pesado. Estará muy liada. Es una adolescente y las adolescentes siempre tienen muchas cosas que hacer: estudiar, relacionarse con otros adolescentes, soportar a sus padres, las clases, las amigas… No, no es una buena idea un SMS.
Álex se entristece. Le apetece verla, oírla, conversar con ella sobre un libro o una canción, compartir un trocito de su vi das… Juntos. Cerca, muy cerca. Como en el momento en el que se los cayó el libro de Moccia. ¡Debería haberla besado!
Una vibración y un ruido demasiado alto. ¡Qué susto! El teléfono suena dentro de uno de los bolsillos de su pantalón. Quizá sea ella. Al comprobar la pantalla, ve que se trata de Irene. ¿Contesta? No, no tiene ganas de hablar con su hermanastra. Seguramente empezarían con un tira y afloja continuo y ahora mismo no se siente capacitado para eso. Prefiere estar solo. ¿Solo? De sobra sabe con qué persona desearía estar en esos momentos.
Guarda de nuevo el móvil, esta vez dentro de uno de los bolsillo los laterales de una de las mochilas, en el que tiene el MP4. Paula.
Coge el pequeño artilugio y se coloca los auriculares. Pulsa los botoncitos del reproductor hasta que llega al tema que quiere oír. Suena una melodía, un saxo. Es él mismo el que lo toca. Lo grabó anoche. Se recrea en el sonido. Cierra los ojos y se evade del ruido de la calle, del mundo. Escucha atento, como si no fuera una creación suya, como si se estuviera encantando por un encantador de serpientes. Le viene a la cabeza Hamelin: los niños, los ratones, el flautista… Encantados. Embrujados. Pero
aquello es un saxofón, no una flauta. Para Álex aquel instrumento es aún más hipnotizador. Abre los ojos.
En el otro lado de la calle, una pareja cargada de bolsas de la compra se acerca hasta el Megane. Son jóvenes. Ella tiene dieciocho o diecinueve años; él, cuatro o cinco más. El chico saca a duras penas de su bolsillo un pequeño mando y pulsa un botón azul. Suena un pitido que indica que las puertas del coche están abiertas. Guardan todo en el maletero.
Álex los observa. Apaga el MP4 aunque permanece con los auriculares puestos.
Cuando la compra está guardada en la parte trasera del Megane, la joven se aproxima hasta la puerta del copiloto y la abre:
—¡Joder! , ¿qué es eso? ¿Una multa? —exclama, al comprobar que hay algo bajo el parabrisas.
El chico, que todavía no ha entrado en el coche, avanza hasta la zona delantera del vehículo y se vuelca sobre el capó para alcanzar lo que quiera que sea aquello. Con curiosidad lo quita del cristal y comienza a ojearlo:
Tras la pared
.
—Mira esto —dice, dándole el cuadernillo a su compañera a través de la ventanilla.
La chica pasa rápidamente hoja tras hoja sin detenerse expresamente en ninguna.
Álex permanece atento. Intenta oír desde la lejanía a los extraños que han encontrado uno de sus pequeños tesoros.
—¿Y bien? —pregunta él, que ya se ha subido a su asiento
—La gente, que se aburre mucho.
El coche se pone en marcha y en una papelera, cincuenta metros más adelante, ella arroja el cuadernillo de
Tras la pared
.
El viento sopla con más fuerza ahora, pero no es ese el motivo de que la sangre de Álex se haya quedado fría como el hielo. Sin hacer ningún aspaviento se levanta y se dirige a la papelera en la que descansa uno de los juegos de fotocopias de las catorce primeras páginas de su ópera prima. Mete la mano en ella y lo rescata de entre un montón de basura. Lo sacude, lo limpia con un clínex y lo vuelve a guardar en una de las mochilas.
Ahora ya sabe la suerte que han podido correr algunos de sus cuadernillos. Afortunadamente, aquel ha sobrevivido.
Esa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.
Se echa contra la pared. Mira hacia atrás a ver si viene. Compañeros de clase pasan a su lado, también otros que conoce de vista y algunos chicos en los que nunca se ha fijado. Uno de los mayores, un repetidor de segundo, casi tropieza con ella.
Se le queda mirando, se disculpa y sonríe. Mmm…, interesante. Cuando se marcha, no puede evitar echar un vistazo a sus vaqueros azules. "No está mal, nada mal". En eso Diana no ha cambiado.
Siguen saliendo del instituto más y más estudiantes, alumnos que deseaban que sonara cuanto antes el timbre que diera por finalizada la última clase, un sonido que no tiene precio y que, por arte de magia, despierta a los dormidos, que recuperan toda la energía para escapar los primeros de aquel lugar en el que les retienen todas las mañanas.
Diana no ha ido a última hora: una falta más para su currículum, pero esta vez ha sido por una buena causa. Tenía cosas importantes que hacer en la sala de ordenadores.
Inquieta, continúa observando. Está nerviosa. Busca con la mirada al chico que la ha acompañado en el camino de vuelta a casa durante toda esta semana. Pero Mario todavía no aparece.