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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (20 page)

BOOK: El décimo círculo
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Laura miró a Walter, que sostenía un billete de diez dólares. Levantó la barbilla.

—¿Qué le hace pensar que vaya a buscarle?

El artista sonrió.

—De ilusión también se vive.

Cuando se fueron de la avenida Mili, Laura le dijo a Walter que era el peor dibujo que había visto jamás: ella no tenía las pantorrillas tan grandes y, por supuesto, no se pondría unas botas hasta los muslos ni aunque la matasen. Pensaba tirarlo a la papelera cuando llegara a casa esa noche. Pero, en lugar de hacerlo, Laura se sorprendió a sí misma examinando los gruesos trazos de la firma del artista: «Daniel Stone». Estudió el dibujo más detenidamente y advirtió algo que no había visto la primera vez: en los pliegues de la capa dibujada por aquel tipo aparecían unas líneas más oscuras que el resto, que formaban con claridad la palabra «
BUSCA
». En la puntera de la bota izquierda ponía «
ME
».

Siguió escrutando el dibujo, escudriñando entre la multitud en busca del resto del mensaje. Encontró las letras «
POR
». y «
EL
» en los anillos del planeta situado en la esquina superior izquierda. Y en el cuello de la camisa que llevaba el hombre que se parecía a Walter figuraba la palabra «
INFIERNO
».

Eso era como una bofetada, como sí aquel tipo supiera que estaba leyendo entre las líneas que había trazado. Enojada, Laura tiró el dibujo al cubo de la basura de la cocina. Pero le estuvo dando vueltas toda la noche, analizando el lenguaje artístico, Uno no dice «búscame por el infierno», sino «búscame en el infierno». «En» sugería inmersión, mientras que «por» indicaba más bien una aproximación a un lugar. ¿Acaso en lugar de un rechazo era una invitación?

Al día siguiente recuperó el dibujo del cubo de la basura y se sentó con el listín telefónico de la zona de Phoenix en las manos.

El infierno estaba en el número 358 de la calle Wylie.

Cogió prestada una lupa de aumento de un laboratorio de biología de la universidad, pero no pudo encontrar más pistas en el dibujo que hicieran referencia a una fecha y hora. Aquella tarde, después de que terminaran las clases, Laura se dirigió a la calle Wylie. El «Infierno» resultó ser un reducido espacio entre dos edificios más grandes: una tienda hippy con pipas de fumar hierba en el escaparate y un videoclub XXX. La angosta fachada no tenía ventanas, tan sólo una puerta cubierta de grafitis. En lugar de un rótulo formal, había un tablón con el nombre del establecimiento escrito a mano con pintura azul.

El interior del local era estrecho y alargado. Cabía una barra de bar y poco más. Las paredes estaban pintadas de negro. A pesar de que eran las tres de la tarde, había seis personas sentadas a la barra, el sexo de algunas de las cuales Laura fue incapaz de determinar. Al irrumpir la luz del sol a través de la puerta entreabierta, se volvieron hacia ella, de soslayo, como topos surgidos de las entrañas de la tierra.

Daniel Stone ocupaba el lugar más cercano a la puerta. Arqueó una ceja y apagó el cigarrillo sobre la madera de la barra.

—Siéntate.

Ella le ofreció la mano.

—Soy Laura Piper.

Él le miró la mano, divertido, pero no se la estrechó. Ella se encaramó al taburete y apoyó el bolso, doblándolo, en el regazo.

—¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó Laura como si se tratase de una reunión de negocios.

Él se rió, y aquella risa le sugirió la nube levantada por unos neumáticos al pasar por una carretera polvorienta en verano.

—Toda la vida.

Ella no supo qué responder.

—No me dijiste una hora concreta…

A él le brillaron los ojos.

—Pero averiguaste lo demás. De todas formas prácticamente vivo aquí.

—¿Eres de Phoenix?

—De Alaska.

Para una joven que se había criado en los confines del desierto, no podía haber nada más llamativo, romántico e idealista. Se imaginó nieve y osos polares. Esquimales.

—¿Qué te ha traído hasta aquí?

Él se encogió de hombros.

—Allí sólo aprendes azules. Necesitaba conocer los rojos.

A Laura le costó unos segundos entender que se refería a los colores y a sus dibujos. Él encendió otro cigarrillo. A ella le molestó, no estaba acostumbrada a estar con fumadores, pero no supo cómo pedirle que no lo hiciera.

—De modo que Laura —dijo él.

Nerviosa, se puso a decir cosas para romper el silencio.

—Había un poeta que tenía por musa a una mujer llamada Laura. Petrarca. Sus sonetos son muy hermosos.

Daniel hizo una mueca.

—Vaya si lo son.

Ella no entendió si lo había dicho por burlarse, pero acababa de darse cuenta de que había otras personas en el bar que escuchaban su conversación, y si lo pensaba con sinceridad era incapaz de recordar el motivo que la había llevado hasta allí. Estaba a punto de levantarse cuando el camarero le puso un vaso con un líquido claro delante.

—Oh —dijo—, yo no bebo.

Sin alterarse, Daniel cogió el vaso y lo vació de un trago.

Ella se sentía fascinada por él, de forma similar a como un entomólogo podría sentirse fascinado por un insecto del otro extremo de la tierra; como si fuera un espécimen del que hubiera oído hablar pero nunca hubiera imaginado poder sostener en la palma de la mano. Experimentaba una emoción inesperada al sentirse tan cerca del tipo de persona que había evitado durante toda su vida. Al mirar a Daniel Stone no veía a un hombre que tenía el pelo demasiado largo y que no se había afeitado hacía días, que llevaba una camiseta raída bajo una maltrecha chaqueta y que tenía los dedos manchados de nicotina y de tinta. En lugar de eso, estaba viendo quién podía haber sido ella de no haber tomado la opción consciente de ser otra persona.

—Te gusta la poesía —dijo Daniel, retomando el hilo de la conversación.

—Bueno, Ashbery está bien. Pero si has leído a Rumi… —Se paró en seco, al advertir que lo que tenía que haber respondido era «sí»—. Supongo que no me has invitado aquí para hablar de poesía.

—Para mí todo eso son pamplinas, pero me gusta la forma de mirar de tus ojos cuando hablas de eso.

Laura puso un poco más de distancia entre ambos, tanta como pudo sentada en un taburete de bar.

—¿No quieres saber por qué te invité a venir aquí? —le preguntó Daniel.

Ella asintió con la cabeza y se olvidó de respirar.

—Porque sabía que eras lo bastante inteligente para encontrar la invitación. Porque tu pelo tiene todos los colores del fuego. —Alargó la mano y le tocó la barbilla, bajando los dedos por el cuello—. Porque cuando te toqué aquí la otra noche, quería saber cómo sabía.

Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Laura se encontró de pronto en sus brazos, mientras la boca de él se movía, cálida, sobre la suya. En su aliento había restos de alcohol, cigarrillos y aislamiento.

Le apartó de un empujón y se cayó de la silla.

—Pero ¿qué haces?

—¿A qué has venido aquí? —le dijo Daniel.

Los demás hombres silbaron desde la barra. Laura notaba la cara ardiendo.

—No sé a qué he venido aquí —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

—Por lo que tenemos en común —dijo Daniel en voz alta.

No podía dejarle pasar eso. Volviéndose, dijo:

—Créeme, no tenemos nada en común.

—¿Ah no? —Daniel se acercó a ella, aguantando cerrada la puerta con el brazo—. ¿Le has dicho a tu novio que has venido a verme?

Al ver que Laura se quedaba callada, se rió.

Laura fue apaciguándose bajo el peso de la verdad: había mentido… no sólo a Walter, sino también a sí misma. Había ido allí por propia voluntad, había ido allí porque no podía soportar el pensamiento de no ir. Pero ¿y si la razón de que Daniel Stone la fascinara tanto no tenía que ver con la diferencia… sino con la similitud? ¿Y si en él reconocía partes de ella misma que habían estado allí desde siempre, bajo la superficie?

¿Y si Daniel Stone estaba en lo cierto?

Ella le miraba fijamente, mientras el corazón le latía con fuerza.

—¿Qué habrías hecho si no hubiera venido?

Los ojos azules de Daniel se tornaron sombríos.

—Esperarte.

Laura se sentía incómoda y cohibida, pero dio un paso hacia él. Pensó en madame Bovary y en Julieta, en el veneno recorriéndote las venas, en la pasión siguiendo el mismo camino.

Mike Bartholemew se paseaba arriba y abajo cerca de la máquina de bebidas de la sala de urgencias cuando oyó que le llamaban por su nombre. Levantó los ojos para encontrarse con una mujer de pequeña estatura y pelo oscuro que le miraba. Llevaba gorra y las manos embutidas en los bolsillos de una bata de médico. «Dra. C. Roth».

—Quería preguntarle si podría hablar con usted sobre Trixie Stone —dijo Mike.

La doctora asintió con la cabeza, mientras observaba la multitud que los rodeaba.

—¿Por qué no vamos a una sala de reconocimiento vacía?

No podía haber un lugar al que a Mike le apeteciera menos ir. La última vez que había estado en una había sido para identificar el cadáver de su hija. Apenas hubo traspasado el umbral, le fallaron las piernas y le pareció sentir que la habitación daba vueltas.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la doctora, mientras él buscaba apoyo en la mesa de reconocimiento.

—No es nada.

—Déjeme que le traiga algo de beber.

Se ausentó apenas unos segundos y volvió con un vaso de cartón con agua fresca. Cuando Mike acabó de beber, aplastó el vaso con la mano.

—Me debe de rondar la gripe —dijo, tratando de superar la debilidad—. Quisiera hacerle unas preguntas relacionadas con su informe médico.

—Dispare.

Mike sacó un bloc y un bolígrafo del bolsillo del abrigo.

—¿Decía usted que la actitud de Trixie Stone fue calmada cuando estuvo aquí?

—Sí… hasta el examen pélvico. Entonces se puso un poco nerviosa. Pero durante el resto de la exploración estuvo muy tranquila.

—¿No hubo escenas de histerismo?

—No todas las víctimas de violación reaccionan de ese modo —dijo la doctora—. Algunas vienen en estado de
shock
.

—¿Sangraba?

—Mínimamente.

—¿No debería haber sangrado, si era virgen?

La doctora se encogió de hombros.

—A una niña puede rompérsele el himen con ocho años, yendo en bicicleta. No tiene por qué haber sangre la primera vez que se produce la penetración.

—Pero usted también dijo que no había daños internos relevantes.

La doctora le miró con el ceño fruncido.

—¿No se supone que está usted de su lado?

—Yo no estoy del lado de nadie —dijo Mike—. Lo que necesito es encontrar lógica en los hechos y, antes de considerarlo un caso de violación, asegurarme que no hay incongruencias.

—Verá, estamos hablando de un órgano que es muy adaptable. El mero hecho de que no haya daños internos visibles no impide que hubiera una relación sexual no consentida.

Mike bajó la mirada hacia la incómoda mesa de reconocimiento, y de repente imaginó la forma envuelta e inmóvil del maltrecho cuerpo de su hija. Un brazo había resbalado y colgaba hacia el suelo, con el hematoma negro de los drogadictos en la parte interna del codo.

—El brazo —murmuró Mike.

—¿Los cortes? Los fotografié para usted. La herida mayor aún sangraba cuando llegó aquí —dijo la doctora—, pero no recordaba haber visto ninguna arma durante la agresión.

Mike sacó la foto Polaroid del bolsillo, en la que se veía la muñeca izquierda de Trixie. Aparecía el profundo corte descrito por la doctora Roth, todavía inflamado y rojo como una boca, pero al mirar con más detenimiento se veían también unas marcas en forma de espiga de cicatrices anteriores.

—¿Podría ser que se lo hubiera hecho ella misma?

—Es una posibilidad. Últimamente vemos muchas chicas adolescentes con cortes. Pero, una vez más, eso no impide que Trixie fuera víctima de una agresión sexual.

—¿Estaría dispuesta a testificarlo ante un jurado? —le preguntó Mike.

La doctora se cruzó de brazos.

—¿Ha presenciado alguna vez una sesión de obtención de datos clínicos de violación, detective?

Por supuesto, sabía que Mike nunca había estado presente, siendo hombre.

—Dura aproximadamente una hora, e incluye no sólo un examen externo exhaustivo, sino también un doloroso examen interno a fondo. Tienes que dejar que te examinen el cuerpo bajo luz ultravioleta y que el médico recoja muestras con algodón que puedan servir de pruebas. Que te fotografíen. Que te pregunten detalles íntimos sobre tus hábitos sexuales. Que te confisquen la ropa. Llevo quince años en una sala de urgencias de obstetricia y ginecología, detective, y aún no he visto a una mujer dispuesta a pasar por un reconocimiento por agresión sexual sólo por gusto. —Levantó los ojos hacia Mike—. Sí —dijo la doctora Roth—, estoy dispuesta a testificar.

No era meramente té lo que Janice tenía en su despacho. Era oolong, sleepytime y orange pekoe; era darjeeling, rooibos y sencha; dragon well, macha, gunpowder, jazmín y keemun; lapsang souchong y assam, yunnan y nilgiri.

—¿Qué te apetece tomar? —preguntó.

Trixie abrazó un cojín contra el pecho.

—Café.

—Como si no lo hubiera oído.

Trixie había acudido a esa cita a desgana. La había llevado su padre, que volvería a recogerla a las cinco. «¿Y si no tengo nada que contarle?», le había dicho Trixie un minuto antes de bajarse del coche. Pero resultó que, desde que se sentó, no paró de hablar. Le contó a Janice la conversación que había mantenido con Zephyr y el modo en que Moss la había menospreciado. Le explicó lo de los condones en su taquilla y por qué no había ido a contárselo al director. Le confesó cómo, aunque no hubiese nadie en ese momento, seguía oyendo murmurar a la gente en sus espaldas.

Janice se acomodó sobre una montaña de cojines esparcidos por el suelo. Era un despacho compartido por cuatro abogadas especializadas en agresiones sexuales, y estaba lleno de cosas romas y sin ángulos, y objetos a los que poder abrazarse en caso de necesidad.

—A raí me parece que Zephyr está algo confusa en estos momentos —dijo Janice—. Es como si creyera que tiene que elegir entre ti y Moss, por eso ahora mismo no va ser un apoyo viable.

—Bueno —dijo Trixie—, entonces me quedan papá y mamá, pero no creo que pueda llevármelos conmigo al instituto.

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