—¿La abrazaste? ¿Cómo?
Jason extendió los brazos y se abrazó a sí mismo.
—Así.
—¿Qué pasó a continuación?
—Vino a mí, me besó.
—¿Y tú qué hiciste? —preguntó Dutch.
Jason lanzó una mirada fugaz a su avergonzada madre, cuyas mejillas se habían puesto rojas como una manzana de caramelo. Él no podía creer que tuviera que decir esas cosas delante de ella. Su madre llevaba una semana rezando rosarios por él.
—La besé también. Pero, es como caer en lo de siempre, ¿sabe? Y estaba claro que ella quería…
—¿Por qué estaba tan claro? —le interrumpió Dutch.
—Fue ella la que se quitó la blusa —dijo Jason, a lo que su madre reaccionó con una mueca—. Me desabrochó el cinturón y empezó a hacérmelo.
Dutch anotó algo de nuevo en el bloc.
—¿Te hizo sexo oral? ¿Por iniciativa propia?
—Sí.
—¿Fue recíproco?
—No.
—¿Te dijo ella algo?
Jason notó que le subía el calor por debajo del cuello de la camisa.
—No dejaba de repetir mi nombre. Y decía que fuéramos a hacerlo a una sala de estar. Pero no era como si hubiera perdido el control… era más bien como si lo que encontrara excitante fuera hacerlo en casa de otra persona.
—¿Te dijo que quería tener una relación completa?
Jason se quedó un segundo pensando.
—No me dijo que no quisiera —replicó.
—¿Te pidió que pararas?
—No —dijo Jason.
—¿Sabías que era virgen?
Jason sintió que todos los pensamientos que se agolpaban en su cabeza se solidificaban en una masa negra y compacta, mientras comprendía de pronto que había estado haciendo el papel del tonto.
—Pues claro —dijo, furioso—: en octubre pasado, la primera vez que lo hicimos.
Trixie parecía volver de una batalla. En cuanto se precipitó en el interior de la furgoneta, junto a Daniel, a él le asaltó la imperiosa necesidad de irrumpir en el instituto y exigir un justo castigo contra el alumnado que le había hecho aquello. Se imaginó a sí mismo recorriendo presa de ira los pasillos, pero en seguida alejó la visión de su mente. Lo último que necesitaba Trixie, después de haber sido violada, era ver cómo la violencia engendraba violencia.
—¿Te apetece contármelo? —le preguntó después de arrancar.
Trixie negó con la cabeza. Levantó las rodillas y se abrazó las piernas con los brazos, como si estuviera intentando hacerse todo lo pequeña posible.
Daniel paró el vehículo en la cuneta. Se inclinó hacia Trixie en un torpe intento de consolarla entre sus brazos.
—No tienes que volver si no quieres —le prometió—. Nunca más.
Las lágrimas de ella le empaparon la camisa de franela. Si tenía que hacerlo, él enseñaría a Trixie en casa. Le buscaría un tutor. Toda la familia se trasladaría.
Janice, la abogada experta en agresiones sexuales, le había prevenido justamente contra eso. Le había dicho que los padres y los hermanos siempre tratan de proteger a la víctima después del suceso, porque se sienten culpables por haber hecho algo mal. Pero si Daniel se empeñaba en suplantar a Trixie en sus luchas, podía suceder que ella no llegara nunca a vislumbrar por sí misma cómo volver a ser fuerte de nuevo.
Bueno, al diablo Janice. Ella no tenía una hija a la que hubieran violado. Y, aunque la tuviera, no era Trixie.
De repente se produjo un estrépito de cristales rotos, cuando pasó un coche junto a ellos y los chicos que iban dentro arrojaron contra la furgoneta un pack de seis botellas de cerveza vacías. «¡Puta!». La palabra había sido pronunciada a través de las ventanillas bajadas. Daniel vio alejarse las luces traseras de un Subaru. El pasajero del asiento posterior sacó el brazo por la ventanilla y chocó la palma de la mano con el conductor.
Daniel soltó a Trixie y se apeó del vehículo. En la carretera, bajo los zapatos, crujió el cristal. Las botellas habían rascado la pintara de la puerta de la furgoneta y se habían hecho añicos bajo los neumáticos. Lo que habían llamado a su hija aún seguía suspendido en el aire.
Tuvo una visión artística: Duncan, su héroe, transformándose en Garra Salvaje… esta vez bajo la apariencia de un jaguar. Imaginó cómo sería correr más rápido que el viento, precipitarse por la cerrada curva y saltar a través de la estrecha abertura de la ventanilla lateral del conductor. Vio el coche, escorándose peligrosamente. Olía el miedo de aquellos insensatos. Necesitaba sangre.
En lugar de todo eso, Daniel se agachó y recogió los fragmentos más grandes de cristal. Despejó con cuidado un paso por el que poder llevar a Trixie de vuelta a casa.
La noche en que Trixie había conocido a Jason, ella tenía gripe. Sus padres se habían ido a no sabía qué fiesta de postín en la sede central de Marvel, en Nueva York, y ella se había quedado a pasar la noche en casa de Zephyr. Ésta se las había arreglado para que la invitaran a una fiesta de clase alta por la noche, y ese acontecimiento era de lo único de lo que habían sido capaces de hablar. Pero nada más salir del instituto, Trixie se había puesto a vomitar.
—Me parece que me voy a morir —le había dicho Trixie a Zephyr.
—No antes de que te hayas enrollado con los mayores —le había contestado Zephyr.
A la madre de Zephyr le dijeron que iban a estudiar para un control de álgebra a casa de Bettina Majuradee, la chica más inteligente de noveno, que en realidad no les habría dedicado ni un segundo de atención. Caminaron tres kilómetros hasta la casa donde se celebraba la fiesta, organizada por un tipo llamado Orson. Por dos veces Trixie tuvo que agacharse en la cuneta de la carretera a vomitar entre los arbustos.
—Bueno, en realidad es genial —le dijo Zephyr—. Así todos creerán que ya vienes trompa.
La fiesta consistía en una convulsa y estrepitosa masa de cuerpos y ruido en movimiento. Trixie fue pasando de un cuarteto de chicas que bailaban frenéticas a una mesa de tipos inexpresivos jugando al Beirut, un juego de beber, y a un montón de chicos intentando construir una pirámide con latas vacía de Budweiser. Al cabo de quince minutos, la fiebre le había subido y se sentía mareada, y se metió en un lavabo.
Cinco minutos más tarde, abrió la puerta y recorrió el pasillo con intención de encontrar a Zephyr y marcharse.
—¿Crees en el amor a primera vista —preguntó una voz— o debo pedirte que pases otra vez junto a mí?
Trixie miró hacia abajo y se encontró con un chico sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Llevaba una camiseta tan descolorida que no pudo leer lo que había escrito en ella. Tenía el cabello negro azabache y los ojos del color del hielo, pero fue su sonrisa, ladeada, como si la hubieran construido en una pendiente, lo que hizo que se le encogiera el corazón.
—No creo haberte visto antes —le dijo él. Trixie había perdido de repente el habla—. Me llamo Jason.
—Pues yo me encuentro fatal —se le escapó a Trixie, que se maldijo a sí misma en el mismo segundo en que se oyó pronunciar esas palabras. ¿Podía ser más estúpida si lo intentara?
Pero Jason se había limitado a sonreír con su sonrisa de medio lado.
—Ah, vale —dijo, y ahí empezó todo—. Supongo que tendré que hacer que te sientas mejor.
Zephyr Santorelli-Weinstein trabajaba en una tienda de juguetes. Estaba poniendo códigos de barras con los precios en las patas de los animales de peluche cuando entró Mike Bartholemew para hablar con ella.
—¿Vengo en buen momento? —le preguntó, después de presentarse. Echó una ojeada al establecimiento, repleto de
kits
científicos, disfraces, Legos, juegos de construcción y de pintar, y muñecas que lloraban solas.
—Supongo —dijo Zephyr.
—¿Quieres que nos sentemos?
Pero el único lugar donde sentarse era una mesa de té de tamaño infantil, dispuesta con platos y tazas de porcelana y pastelillos de plástico. Bartholemew se imaginó golpeándose la barbilla con las rodillas o, peor aún, sentándose para no poder levantarse más.
—Estoy bien así —dijo Zephyr. Dejó la pistola con la que fijaba las etiquetas con los códigos de barras y se abrazó a un oso polar de peluche.
Bartholemew observó su camisa con botones y sus tacones altos, los ojos maquillados, las uñas pintadas de rojo, el osito entre sus brazos. Pensó: «Éste es justamente el problema».
—Te agradezco que hayas aceptado hablar conmigo.
—Mi madre me ha dicho que lo haga.
—Supongo que no se pondría muy contenta al enterarse de lo de tu fiestecita.
—Aún se ha puesto menos contenta de que hayan convertido su sala de estar en una especie de escena del crimen.
—Bueno —dijo Bartholemew—, yo diría que lo es.
Zephyr resopló. Cogió la pistola y se puso a etiquetar de nuevo animales.
—Tengo entendido que tú y Trixie Stone sois amigas desde hace tiempo.
—Desde que teníamos cinco años.
—Ella ha dicho que justo antes de que tuviera lugar el incidente, habíais discutido. —Hizo una pausa—. ¿Cuál fue el motivo?
Zephyr bajó la vista hacia el mostrador.
—No me acuerdo.
—Zephyr —dijo el detective—, es posible que los detalles que puedas darme sirvan para corroborar la versión de tu amiga.
—Habíamos hecho un plan —suspiró Zephyr—. Ella quería poner celoso a Jason. Quería que volviera con ella, estaba intentando enrollarse con él. Ésa era la cuestión principal. O al menos eso fue lo que me dijo.
—¿A qué te refieres?
—Supongo que lo que quería era joder a Jason en más de un sentido de [apalabra.
—¿Te dijo que quisiera mantener relaciones sexuales con él aquella noche?
—Me dijo que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa —dijo Zephyr.
Bartholemew la miró.
—¿Viste a Trixie y a Jason manteniendo relaciones sexuales?
—No me gustan los
peep-shows
. Yo estaba en el piso de arriba.
—¿Sola?
—Con un chico. Moss Minton.
—¿Qué hacíais?
Zephyr levantó la vista hacia el detective.
—Nada.
—¿Estabais Moss y tú practicando sexo?
—¿Le ha pedido mi madre que me pregunte eso? —dijo Zephyr, entornando los ojos.
—Limítate a responder a la pregunta.
—No, ¿vale? íbamos a hacerlo. Quiero decir que yo creía que lo íbamos a hacer, pero Moss se quedó sobado.
—¿Y tú?
Zephyr se encogió de hombros.
—Supongo que al final yo también me dormí.
—¿Cuándo?
—No sé qué hora sería. ¿Las dos y media? ¿Las tres?
Bartholemew consultó sus notas.
—¿Oías la música desde tu habitación?
Zephyr se quedó mirándole, con expresión aburrida.
—¿Qué música?
—Los CD que pusisteis durante la fiesta. ¿Los oías desde el piso de arriba?
—No. Cuando subimos arriba, alguien había apagado ya la música. —Zephyr cogió la pila de animales de peluche, que sostuvo en sus brazos como si fueran una recompensa, y se volvió hacia un anaquel vacío—. Por eso pensé que Jason y Trixie se habían ido a casa.
—¿Oíste los gritos de socorro de Trixie?
Por primera vez desde que había empezado a hablar con ella, Bartholemew vio que Zephyr no encontraba las palabras.
—Si hubiera oído algo así —dijo al fin, con un leve temblor cíe voz—, habría ido al piso de abajo. —Fue colocando los ositos uno junto a otro, casi tocándose—. Pero no hubo ni un ruido en toda la noche.
Hasta que conoció a Daniel, Laura nunca había hecho nada malo. Había sacado las mejores calificaciones posibles en sus estudios. Era conocida por recoger los desperdicios de los demás. Nunca había tenido una caries.
Siendo estudiante de posgrado en la Universidad de Arizona, había salido con un joven máster en administración de empresas llamado Walter, que la había llevado ya a tres joyerías para conocer su reacción ante los anillos de compromiso. Walter era atractivo, seguro de sí mismo y visible. Los viernes por la noche salían siempre a cenar, intercambiaban el plato principal a medio comer durante la cena y luego iban al cine. Se alternaban para elegir película, cada viernes le tocaba a uno. A la salida del cine, mientras tomaban un café, hablaban sobre la calidad de los intérpretes. Luego Walter la llevaba en coche hasta el apartamento de ella en Tempe y, después de una ración de sexo previsible, él se iba a su casa porque no le gustaba dormir en una cama ajena.
Un viernes, al llegar al cine elegido se lo encontraron cerrado por culpa del reventón de una cañería. Ella y Walter decidieron dar un paseo por la avenida Mili, donde, en las noches calurosas, los artistas callejeros llenaban las calles con sus estuches de violín y sus malabarismos improvisados.
Había también pintores y dibujantes, que hacían bocetos a lápiz y carboncillo, componiendo caricaturas con rotuladores Magic que olían como el regaliz. Walter se acercó a un tipo que estaba inclinado sobre un cuaderno. El pelo negro le cubría media espalda, y tenía las manos llenas de tinta. Detrás de él había un panel de cartón con dibujos colgados de personajes en posturas de gran dinamismo: Batman, Superman, Wolverine.
—Son increíbles —dijo Walter, y Laura pensó que nunca le había visto tan emocionado por nada—. De pequeño coleccionaba cómics —le dijo.
Al levantar la vista, resultó que el dibujante tenía los ojos azules más pálidos que había visto nunca, que miraron a Laura.
—Diez pavos por un boceto —dijo.
Walter rodeó a Laura con el brazo. ¿Le podría hacer uno a ella?
Antes de darse cuenta, estaba sentada en un cajón de leche colocado boca abajo. Mientras el dibujo tomaba forma, se iba reuniendo una pequeña multitud de gente. Laura miró a Walter, deseando que no se le hubiera ocurrido esa idea. Se sobresaltó al
sentir
los dedos del dibujante rozándole la barbilla, modificando la posición de su rostro.
—No se mueva —le dijo, mientras ella percibía el olor a nicotina y whisky.
Cuando terminó, le dio el dibujo a Laura. La había representado con el cuerpo de una superheroína, musculoso y recio, pero el pelo, el rostro y el cuello eran los de ella. Alrededor de los pies se arremolinaba una constelación de personas, bosquejadas en un segundo plano: las mismas que se habían congregado para mirar. El rostro de Walter aparecía en el borde de la hoja. Pero, junto a la figura de Laura, había un hombre con la apariencia exacta del artista. «Para que pueda encontrarme un día», le dijo, y ella sintió como si una tormenta hubiera estallado en su interior.