El décimo círculo (37 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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El grito nació de un lugar tan profundo en su interior que pensó que era tan sólo una reverberación, como un diapasón que no pudiera dejar de temblar. Trixie no se dio cuenta de que el sonido le había reventado por las costuras y que ahora lo inundaba todo, arrancando el ataúd de Jason de sus puntales y arrastrándolo como una marea. No se dio cuenta tampoco de que había caído de rodillas y que los ojos de todos y cada uno de los presentes estaban clavados en ella, como lo habían estado en realidad desde el comienzo de la ceremonia. Y no podía creer que el salvador al que había invocado el ministro hubiera acercado sus brazos hacia ella desde el techo mismo de la iglesia y la hubiera sacado de allí para que volviera a respirar… Hasta que reunió el valor necesario para abrir los ojos y verse a salvo y lejos de todo aquello, acunada entre los brazos de su padre.

Las huellas de la bota de Trixie se correspondían con las encontradas en el puente. Por desgracia, las botas eran Sorel, una marca de calzado invernal muy vendida en todo el estado de Maine. Además no tenían ninguna grieta reveladora en la suela o alguna tachuela clavada en la goma, que demostrara con un alto índice de probabilidad que había sido la bota de Trixie la que había dejado sus huellas en el puente la noche en que Jason Underhill había muerto, y no la de cualquier otra persona que calzara el número treinta y siete y usara esa misma marca.

Como víctima de una violación, tenía un móvil para ser considerada sospechosa. Pero una única huella de bota sobre la nieve, y de una marca que compartía con cientos de conciudadanos, no podía servir para convencer a un juez de que firmara una orden de detención contra Trixie.


Ernie
, aparta de ahí —dijo Bartholemew, riñendo a la cerdita barrigona que había sacado a pasear. Para ser sinceros, no era del todo profesional llevar a un cerdo a la escena de un crimen, pero estaba trabajando a destajo y no podía dejar a
Ernestine
sola en casa por más tiempo. No pasaba nada, pensó, con tal de impedir que penetrara en la zona acordonada por los técnicos.

—No te acerques al agua —gritó Bartholemew. La cerdita lo miró y bajó corriendo a la orilla—. Está bien —dijo él—, por mí ahógate si quieres.

De todos modos, Bartholemew se inclinó sobre la barandilla del puente para ver cómo el animal corría siguiendo la línea de la orilla del río. El lugar donde el cuerpo de Jason había roto el hielo estaba congelado de nuevo, aunque era más traslúcido que el resto. Una marca en forma de banderola anaranjada prendida de un poste señalaba el límite norte de la escena del crimen.

La coartada de Laura Stone concordaba con las llamadas telefónicas registradas en la facultad y con las de su domicilio. Pero había varios testigos que habían advertido la presencia en el Festival de invierno tanto de Daniel como de Trixie Stone. Un conductor incluso los había visto en el aparcamiento, con Jason Underhill.

Trixie podía haber asesinado a Jason, a pesar de la diferencia de tamaño entre ambos. Jason estaba bebido, y un empujón bien dado podía haberle hecho caer por encima de la barandilla del puente. Eso no explicaba el rostro magullado y fracturado de Jason, pero Bartholemew no hacía a Trixie responsable de ello. La siguiente versión era la más plausible: Jason se había encontrado a Trixie en la ciudad y se había puesto a hablar con ella, pero entonces había aparecido Daniel Stone, que, enfurecido, le había dado al chico una buena tunda; Jason se había escapado corriendo, y Trixie le había seguido hasta el puente.

Al principio Bartholemew había pensado que Daniel le había mentido al decirle que no había visto a Jason en la ciudad aquella noche y que Trixie le había contado lo de la pelea para encubrir a su padre. Pero ¿no podía haber sido justo al revés: que Trixie le hubiera dicho la verdad y que Daniel, sabiendo que su hija había visto a Jason esa noche, hubiera mentido para protegerla a ella?

De repente
Ernestine
se paró a husmear y en seguida se puso a escarbar con el hocico. Sólo Dios sabía qué había encontrado… Lo máximo que había descubierto una vez había sido un ratón muerto que se había colado por debajo del suelo del garaje. La observó con interés moderado mientras el animal iba formando un pequeño montón de nieve sucia tras él.

Entonces vio un ligero destello.

Bartholemew se dejó caer resbalando por la pronunciada pendiente de la orilla, sacó un guante de goma del bolsillo y extrajo un reloj de pulsera de hombre entre la nieve amontonada por
Ernestine
.

Era un reloj marca Eddie Bauer con la esfera azul marino y la correa de tela. Le faltaba la hebilla. Bartholemew miró entornando los ojos hacia lo alto del puente, tratando de calcular la distancia y la trayectoria que podía haber seguido ese objeto. ¿Podía haberse dado un golpe Jason en el brazo contra la baranda y haber hecho saltar la hebilla? La médico forense había encontrado astillas en los dedos del muchacho… ¿Se le había caído el reloj mientras intentaba agarrarse desesperadamente al puente?

Sacó el teléfono móvil y marcó el número de la médico forense.

—Soy Bartholemew —dijo cuando Anjali contestó—. ¿Llevaba Jason Underhill reloj?

—No cuando lo ingresaron.

—He encontrado uno en la escena del crimen. ¿Habría alguna forma de saber si era el suyo?

—No cuelgues. —Bartholemew oyó revolver papeles—. Tengo por aquí las fotos de la autopsia. En la muñeca izquierda se aprecia una franja de piel más clara que el resto de la piel del antebrazo. ¿Por qué no compruebas si sus padres reconocen el reloj?

—Ése era el siguiente paso —dijo Bartholemew—. Gracias.

Después de colgar y al ir a guardar el reloj en una bolsa de plástico para recoger pruebas, advirtió algo que no había visto al principio: un pelo se había quedado prendido de la corona.

No tendría más de dos o tres centímetros. Parecía que tenía la raíz, como si lo hubieran arrancado de un tirón.

Mike pensó en el aspecto de buen chico norteamericano de Jason, en su cabello oscuro y sus ojos azules. Examinó el reloj contrastándolo contra la tela blanca de la manga de su camisa de vestir. Así pudo apreciar que el pelo, resaltado sobre ese fondo claro, era rojo como una puesta de sol, rojo como el rubor, rojo como cualquier otro pelo de la cabeza de Trixie Stone.

—¿Dos veces en una semana? —dijo Daniel, al abrir la puerta y encontrarse otra vez al detective Bartholemew en el porche—. Me ha tocado la lotería.

Daniel no se había quitado todavía la camisa que había llevado al funeral, aunque sí se había desprendido de la corbata, que había dejado colgada de una de las sillas de la cocina. Advirtió que el detective supervisaba la casa mirando por encima de su hombro derecho.

—¿Tiene usted un minuto, señor Stone? —le preguntó Bartholemew—. Por cierto… ¿está Trixie? Sería buena idea si pudiera sentarse con nosotros.

—Está durmiendo —dijo Daniel—. Hemos ido al funeral de Jason, pero le ha afectado mucho. Nada más llegar se ha metido directamente en la cama.

—¿Y su esposa?

—En la facultad. Me temo que me ha tocado.

Condujo a Bartholemew a la sala de estar y se sentó frente a él.

—No pensaba que usted fuera a ir al funeral de Jason Underhill —dijo el detective.

—Ha sido idea de Trixie. Creo que necesitaba ver que todo acababa por fin.

—¿Y dice que le ha afectado la ceremonia?

—Me parece que ha sido demasiado para ella, emocionalmente. —Daniel dudó un segundo—. Pero no ha venido hasta aquí para preguntarme eso, ¿no es así?

El detective negó con la cabeza.

—Señor Stone, me dijo que la noche del Festival de Invierno no se cruzó en ningún momento con Jason. Sin embargo, Trixie me contó que usted y Jason se pelearon a puñetazo limpio.

Daniel sintió que el rostro se le quedaba sin sangre. ¿Cuándo había hablado Bartholemew con Trixie?

—¿Debo entender que su hija me mintió?

—No, fui yo el que mintió —dijo Daniel—. Tuve miedo de que me acusara de agresión.

—Trixie me dijo también que Jason se escapó corriendo.

—Es cierto.

—¿Ella le siguió, señor Stone?

Daniel parpadeó.

—¿Qué?

—¿Siguió su hija a Jason Underhill hasta el puente?

Recordó las luces del coche del aparcamiento que los había enfocado al pasar y el momento en que Jason se liberó de él y escapó. Se oyó a sí mismo de nuevo llamando a Trixie y comprobando que no estaba allí.

—Desde luego que no —dijo.

—Qué curioso, porque tengo huellas de botas, sangre y pelo que apuntan a que ella estuvo en la escena del crimen.

—¿Qué escena de qué crimen? —exclamó Daniel—. Jason Underhill se suicidó.

El detective se limitó a levantar la mirada. Daniel pensó en la hora entera que se había pasado buscando a Trixie después de su desaparición. Recordó los cortes que había visto en los brazos de Trixie el día en que estaba lavando los platos, unas marcas que dio por sentado que se había hecho ella misma, y no otra persona en sus intentos desesperados por no caer de un puente.

Daniel le había transmitido a Trixie los hoyuelos, los largos dedos, la memoria fotográfica. Pero ¿y el resto de marcas hereditarias? ¿Podía un padre transmitir el gen de la sed de venganza, de la rabia, del ansia por escapar? ¿Era posible que un rasgo que él había mantenido enterrado durante tanto tiempo aflorara de nuevo a la superficie donde menos lo esperaba, en su propia hija?

—Me gustaría mucho hablar con Trixie —dijo Bartholemew.

—Ella no mató a Jason.

—Perfecto —replicó el detective—. En ese caso no le importará proporcionarnos una muestra de sangre para compararla con las pruebas físicas y poder así descartarla. —Dio una palmada con las manos entre las rodillas—. ¿Por qué no va a ver si por casualidad está a punto de despertarse?

Aunque sabía que las cosas en la vida no funcionaban así, Daniel creía sinceramente que tenía la oportunidad de salvar a su hija como no había podido hacerlo la noche en que había sido violada, como si hubiese una especie de medidor cósmico de victorias y derrotas. Podía contratar a un abogado. Podía llevársela a las islas Fiji o a Guadalcanal o cualquier otro lugar donde jamás los encontraran. Podía hacer cualquier cosa que fuese precisa; sólo necesitaba elaborar un plan.

El primer requisito era hablar con ella antes de que pudiera hacerlo el detective.

Después de convencer a Bartholemew para que esperara en la sala de estar (después de todo, Trixie seguía permanentemente asustada de su propia sombra), Daniel se dirigió al piso de arriba. Subió la escalera temblando, aterrorizado, pensando en lo que le diría a Trixie, y más todavía pensando en lo que ella le respondería. En cada escalón que subía sopesaba las posibles vías de escape: el desván, el balcón de su habitación… por la ventana, con una cuerda de sábanas anudadas.

Daniel decidió preguntárselo a quemarropa, cuando estuviera demasiado sumida en el dorado olvido del sueño para disimular. Según su respuesta, o bien bajaba con ella para demostrarle al detective que estaba equivocado, o bien se llevaba a Trixie consigo hasta los confines del mundo.

La puerta de la habitación de Trixie estaba cerrada. Daniel pegó la oreja contra la madera, pero el cuarto estaba en silencio.

A su regreso del funeral, Daniel se había sentado en la cama de Trixie con ella acurrucada en su regazo, como cuando le dolía la barriga y él le frotaba el vientre o la espalda hasta que ella se había relajado entre sus brazos y cruzado la delicada barrera del sueño. En ese momento giraba el pomo de la puerta con lentitud, intentando despertarla poco a poco.

Lo primero que advirtió Daniel era el frío que hacía allí dentro. Lo segundo, la ventana, abierta de par en par.

La habitación estaba como si acabara de pasar una tormenta tropical: la ropa tirada por el suelo y pisoteada; las sábanas hechas un ovillo a los pies de la cama; tubos de maquillaje, hojas de papel sueltas y revistas esparcidas, tal como habían caído al ser vaciada la mochila, que faltaba. Tampoco estaban el cepillo de dientes y el del pelo. Y la pequeña jarra de porcelana donde Trixie guardaba el dinero en metálico estaba vacía.

¿Había oído Trixie al detective hablar en el piso de abajo? ¿Se había ido antes de la llegada de Bartholemew? No era más que una adolescente, ¿podía ir muy lejos?

Daniel se acercó hasta la ventana y siguió la pista en zigzag que había dejado en su huida por la nieve, de la habitación al tejado en pendiente y luego hasta la gran rama extendida del arce, y desde la base de éste, cruzando por el césped hasta el pavimento despejado, donde desaparecía sin más. Pensó en las palabras que le había dicho, hacía apenas un día, al ver los cortes en el brazo: «Es mi manera de huir».

Se quedó mirando el tejado helado, fuera de sí. «Podía haberse matado».

Y a renglón seguido: «Aún puede hacerlo».

¿Qué pasaría si Trixie conseguía llegar a un lugar en el que cuando intentara tomarse pastillas, cortarse las venas o dormirse en medio de una nube de monóxido de carbono no hubiera nadie para detenerla?

Se estremeció ante la verdad que le asaltó a la mente: «Nadie es como piensas que es». Eso valía para él, y quizá también para Trixie. A pesar de lo que él quería creer, a pesar de lo que esperaba, tal vez ella había matado a Jason.

¿Qué pasaría si Daniel no era el primero en encontrarla?

¿Qué pasaría si la encontraba él?

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