El décimo círculo (38 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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6

Diciembre estaba lo bastante avanzado para que en todas las emisoras de radio sonaran solamente canciones de Navidad. El escondite de Trixie estaba justo encima del asiento del conductor, en el pequeño saledizo del remolque del camión situado sobre la cabina. Había visto el camión parado en la granja de vacas contigua a los campos de deporte del instituto. Al ver las puertas abiertas de par y en par, y comprobar que no había nadie por los alrededores, se había subido y se había encaramado hasta aquel rincón inalcanzable, camuflándose entre el heno.

Luego habían cargado dos terneras en el camión, pero no en el fondo del remolque, como hubiera pensado Trixie, sino en la parte superior, más estrecha, casi donde ella estaba acurrucada. Así no se pondrían de pie durante el viaje, supuso. Cuando se inició la marcha, Trixie había asomado la cabeza entre la paja y observado a una de las terneras. Tenía unos ojos grandes como planetas y, cuando le ofreció el dedo, la ternera se puso a mamar de él con fuerza.

En la siguiente parada, otra granja a menos de diez minutos de la primera, una enorme vaca Holstein subió cojeando por la rampa del remolque. Miró a Trixie nada más entrar y mugió.

—Lástima de animal —dijo el camionero mientras el granjero empujaba a la vaca por detrás.

—Pse, se quebró la pata al resbalar en el hielo —dijo—. Ahora es toda tuya.

La puerta trasera se cerró y todo quedó a oscuras.

Trixie no sabía adónde se dirigían, ni tampoco le importaba especialmente. El sitio más alejado adonde había ido sola hasta entonces era el centro comercial de Maine. Se preguntó si su padre estaría buscándola ya. Hubiera deseado llamarle por teléfono y decirle que estaba bien… pero, dadas las circunstancias, no podía llamar. No podría nunca.

Se estiró, apoyándose contra el suave costado de una de las terneras. Olía a hierba, a grano y a luz del amanecer, y, a cada respiración del animal, ella notaba cómo se elevaba y caía. Se preguntaba por qué se llevarían esas vacas. A lo mejor las trasladaban a otra granja por Navidad. O para formar parte de alguna representación del Nacimiento. Se imaginó el momento en que se abrieran las puertas y unos trabajadores del campo vestidos con recios monos entraran para hacer bajar a las terneras. Encontrarían a Trixie y le darían leche fresca y helado casero, y no se les pasaría por la cabeza preguntarle siquiera qué hacía metida en el remolque de un camión de ganado.

Hasta cierto punto también para Trixie era un misterio. Había visto a! detective en el funeral de Jason, a pesar de que él creía haberse escondido a tiempo. Más tarde, cuando todo el mundo pensaba que estaba dormida, se había acercado hasta la barandilla, en lo alto de la escalera, y había oído lo que le había contado a su padre.

Lo suficiente para comprender que tenía que largarse de allí.

En cierto modo se sentía orgullosa de sí misma. ¿Quién la hubiera creído capaz de huir sin un vehículo y con sólo doscientos pavos en el bolsillo? Nunca se había considerado a sí misma el tipo de persona resuelta en momentos de crisis. Puede que una nunca supiera de lo que es capaz hasta que llegaba el momento. Quizá la vida no era más que una cadena de situaciones en las que no dejabas de sorprenderte a ti misma.

Debió de quedarse dormida un rato, embutida entre las nudosas rodillas y los redondos vientres de las dos terneras, pero cuando el camión se detuvo de nuevo, los animales se debatieron por levantarse, algo imposible en aquel apretado espacio. Debajo de ella, la vaca se puso a mugir, con una nota larga y grave que rebotó como el eco. Se oyó el sonido de un precinto metálico al abrirse y un fuerte chirrido. Y la puerta doble de la parte trasera del camión se abrió.

Trixie parpadeó ante la luz y vio lo que antes no había visto: la vaca tenía una lesión en la pata delantera derecha, que la hacía doblarse bajo su peso. Y las crías Holstein que tenía a su lado eran machos, eran terneros, y por tanto no servían para dar leche. Miró por la abertura de la puerta entornando los ojos, hasta que pudo leer el letrero al final del camino: Cárnicas LaRue e Hijos, Berlin, NH.

Eso no era ningún zoo de mascotas ni una granja para niños Old Macdonald, como Trixie había imaginado. Era un matadero.

Se bajó arrastrándose, lo que sobresaltó a los animales, por no decir nada del camionero, que estaba soltando el ronzal de la vaca, y salió disparada como una bala por el camino de grava. Trixie corrió hasta que notó que le ardían los pulmones, hasta que llegó a algo parecido a una población, con un Burger King y una gasolinera. El Burger King le recordó a los terneros, que le recordaron a su vez su repentino propósito de hacerse vegetariana, si es que alguna vez conseguía escapar de esa pesadilla.

De pronto oyó una sirena. Trixie se quedó petrificada, con los ojos clavados en las luces azules giratorias del coche patrulla que se acercaba.

El vehículo pasó de largo aullando, en dirección a otra situación de emergencia diferente a la suya.

Pasándose el reverso de la mano por los labios, Trixie respiró profundamente y se puso a caminar.

—No está —dijo Daniel Stone, fuera de sí.

Bartholemew entornó los ojos.

—¿No está?

Subió la escalera detrás de Stone y se detuvo delante de la puerta abierta de la habitación de Trixie, que ofrecía el aspecto de un casco de buque partido por la mitad por una bomba.

—No sé dónde puede estar —dijo Stone con voz quebrada—, ni cuándo se ha ido.

Bartholemew tardó menos de un segundo en determinar que no mentía. En primer lugar, Stone había desaparecido de su vista durante menos de un minuto, tiempo apenas suficiente para prevenir a su hija de que estaba bajo sospecha. En segundo lugar, Daniel Stone parecía tan sorprendido como Bartholemew de descubrir que Trixie había desaparecido, y se le veía al borde del pánico.

Durante un instante, Bartholemew se permitió preguntarse por qué una adolescente que no tuviera nada que ocultar iba a desaparecer de una forma tan repentina. Pero al cabo de un segundo recordó lo que se sentía cuando uno descubría que su hija no estaba donde uno pensaba y cambió de tercio.

—¿Cuándo la ha visto por última vez?

—Antes de que subiera a echar una cabezada… ¿hacia las tres y media quizá?

El detective sacó un bloc de notas del bolsillo.

—¿Cómo iba vestida?

—No estoy seguro, probablemente se cambiara después del funeral.

—¿Tiene una foto reciente?

Bartholemew siguió a Stone al piso de abajo y observó cómo pasaba un dedo a lo largo de las vértebras que formaban los libros en un anaquel de la sala de estar, hasta que al final tiró de un anuario de octavo curso de la escuela de secundaria de Bethel. Pasó las páginas hasta llegar a la S, que contenía un folio con fotos sueltas, algunas de tamaño 12,5 por 18, otras más pequeñas.

—Siempre decimos que tenemos que ponerlas en un marco —murmuró Stone.

En las fotografías, el rostro sonriente de Trixie se repetía como en un cuadro de Andy Warhol. La chica de las imágenes tenía el cabello largo y pelirrojo sujeto con pasadores. Su sonrisa era un poco demasiado amplia y se le veía un diente torcido. A la chica de esas fotos nunca la habían violado. Quizá ni siquiera la habían besado.

Bartholemew tuvo que quitarle a Daniel las fotos de las manos. Ambos hombres eran penosamente conscientes de que Stone hacía enormes esfuerzos por no venirse abajo. Las lágrimas que uno derrama por un niño son diferentes de todas las demás. Te queman la garganta y las córneas. Te dejan ciego.

Daniel Stone le miró fijamente.

—No ha hecho nada malo.

—De momento no haga nada —replicó Bartholemew, sabiendo que eso no era una respuesta—. La encontraré.

La última clase que impartió Laura antes de las vacaciones de Navidad versó sobre la transgresión.

—¿Hay pecados que Dante se dejó en el tintero? —preguntó Laura—. ¿O bien comportamientos modernos realmente malvados que no existieran en el año 1300?

Una chica asintió.

—La adicción a las drogas. No sé, no creo que hubiera bolsa para los adictos al crack.

—Pero eso es equiparable a la gula —dijo un segundo estudiante—. La adicción a la adicción. Lo de menos es cuál sea la sustancia.

—¿Y el canibalismo?

—No, Dante lo contempló también —dijo Laura—. Ahí está el conde Ugolino. Lo pone junto al bestialismo.

—¿Conducción temeraria?

—Filippo conduce sus caballos con temeridad. Conducta agresiva en las antiguas carreteras italianas. —Laura paseó la mirada por el aula en silencio—. Tal vez lo que deberíamos preguntarnos no es si existe algún pecado nuevo inventado en el siglo
XXI
… sino si es la gente la que define el pecado de otra forma, en los nuevos tiempos.

—Sí, el mundo ha cambiado totalmente —señaló un estudiante.

—Desde luego, y sin embargo sigue siendo igual: avaricia, cobardía, depravación, ansia de controlar a los demás… Son cosas que han estado en el mundo desde siempre. Tal vez, hoy un pederasta lo que hace es crear una página web de pornografía infantil, en lugar de buscar en los tugurios clandestinos, o un asesino utilizará una sierra eléctrica para matar, en lugar de sus manos desnudas… La tecnología nos ayuda a desarrollar la creatividad al pecar, pero eso no significa que el pecado, en lo fundamental, no sea el mismo.

Un muchacho meneó la cabeza.

—A mí me parece que debería haber un círculo propio para gente como un asesino en serie caníbal como Jeffrey Dahmer, por ejemplo…

—O para gente como la que sale en los
reality shows
… —añadió alguien, y toda la clase se rió.

—Es interesante fijarse —dijo Laura— en que Dante no habría situado a Jeffrey Dahmer en un lugar tan profundo del infierno como a Macbeth. ¿Por qué?

—Porque lo más bajo que puedes hacer es traicionar a alguien. Macbeth mató a su propio rey, por favor. Es como si Eminem se cargara a Dr. Dre.

El estudiante, en un sentido literal, tenía razón.

En el
Infierno
, los pecados producto de la pasión y la desesperación no eran ni con mucho tan condenables como los pecados relacionados con la traición. Los pecadores que ocupaban los círculos superiores del infierno eran culpables de haberse dejado arrastrar por sus bajas pasiones, pero sin malicia hacia los demás. Los pecadores de los niveles medios del infierno habían cometido actos violentos contra sí mismos o contra los demás. El nivel más profundo del infierno, sin embargo, estaba reservado para la falsedad, que era por tanto lo que Dante consideraba el peor de todos los pecados. Desde la traición a la familia, de aquellos que mataban a un familiar; la traición a la patria, en el caso de los agentes dobles y espías, o la traición a un benefactor, como en los casos de Judas, de Bruto, de Casio y de Lucifer, que se habían vuelto todos contra su mentor.

—¿Os parece que sigue siendo válida la jerarquía establecida por Dante? —preguntó Laura—. ¿O pensáis que en nuestro mundo debería cambiarse el orden de los condenados?

—Yo creo que es peor guardar la cabeza de alguien en el congelador que venderles a los chinos secretos relacionados con la seguridad nacional —dijo una chica—, pero sólo es mi opinión.

Otro estudiante negó con la cabeza.

—Yo no veo por qué traicionar a tu rey tiene que ser peor que traicionar a tu marido. Si te enrollas con otro, acabas solamente en el segundo nivel del infierno. A mí no me parece que salgas tan mal parada.

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