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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (22 page)

BOOK: El décimo círculo
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Mi nombre es Trixie Stone, tecleó.

Contempló las letras parpadeando en la página; leyó los espacios entre las palabras… todos y cada uno de los cuales le recordaban que era una cobarde. Luego apretó la tecla de borrar.

El teléfono sonó justo cuando Laura entraba en la cocina. En el momento en que lo cogió, Daniel descolgó también el supletorio del piso de arriba.

—Quiero hablar con Laura Stone —dijo el interlocutor.

A Laura se le cayó de las manos el vaso que llevaba al fregadero.

—Ya lo he cogido yo —dijo esperando a que Daniel colgara.

—Te echo de menos —replicó Seth.

Ella no respondió en seguida; no podía. ¿Qué habría pasado si no hubiera cogido ella el teléfono? ¿Seth se habría puesto a charlar con Daniel? ¿Se habría presentado?

—No vuelvas a llamar aquí nunca más —susurró Laura.

—Necesito hablar contigo.

El corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía oír su propia voz.

—No puedo.

—Por favor. Laura. Es importante.

Daniel entró en la cocina y se llenó un vaso de agua.

—Por favor bórrame de tu lista —dijo Laura, y colgó.

Retrospectivamente, Laura se daba cuenta de que la relación con Daniel, en aquellos primeros días, había sido de osmosis. Ella había tomado algo de su temeridad y la había hecho suya. Rompió con Walter y a veces se dormía en clase. Empezó a fumar. Acribillaba a Daniel con preguntas acerca de un pasado del que él no quería hablar. Daniel le enseñó que su cuerpo podía ser un instrumento, sobre cuya piel él era capaz de interpretar sinfonías.

Hasta que descubrió que estaba embarazada.

Al principio creyó que el motivo por el que no se lo había dicho a Daniel era porque temía que huyera. Sin embargo, poco a poco comprendió que no se lo había dicho porque era ella la que consideraba la posibilidad de huir. La realidad se imponía a Laura con toda su saña, ahora que la responsabilidad la había atrapado. A sus veinticuatro años, ¿qué demonios hacía trasnochando para apostar en las peleas de gallos que se organizaban en el sótano de una casa de vecinos? A largo plazo, ¿qué provecho iba a obtener de ser capaz de conseguir el mejor tequila del otro lado de la frontera, si su tesis doctoral estaba muerta y enterrada? Una cosa era flirtear con el lado oscuro, pero otra muy diferente echar raíces en él.

Los papas no se llevan a sus bebés a patear las calles después de la medianoche. No viven en la parte trasera de una furgoneta. No pueden comprar leche en polvo, ni cereales, ni ropa, con el dinero esporádico que se obtiene con cuentagotas de los bocetos realizados aquí y allá. Aunque Daniel, en aquellos momentos, era capaz de llevarse a Laura con la fuerza de una marea hasta la Luna, ella no era capaz de imaginarse a ellos dos juntos al cabo de diez años. No podía evitar reflexionar acerca del asombroso hecho de que el amor de su vida pudiera no ser alguien con el que poder pasar el resto de su vida.

Cuando Laura rompió con Daniel se había convencido a sí misma de que estaba haciendo un favor a ambos. No dijo nada del bebé, aunque todo aquel tiempo había sabido que lo tendría. A veces se sorprendía a sí misma perdiendo horas enteras preguntándose si el niño tendría los mismos pálidos ojos de lobo de su padre. Renunció a los cigarrillos y comenzó a llevar de nuevo conjuntos de punto y a conducir con el cinturón de seguridad abrochado. Guardó a Daniel en un compartimento estanco de su mente e hizo como si no pensara en él.

Al cabo de unos meses, al volver a casa, Laura se encontró a Daniel esperándola delante de su apartamento. Echó una ojeada a su avanzada maternidad y, furioso, la agarró por los brazos.

—¿Cómo has podido ocultármelo?

A Laura le entró pánico, pensando que quizá había malinterpretado el dentado borde de la personalidad de Daniel durante todo ese tiempo. ¿Y si aquel hombre, más que indómito, era verdaderamente peligroso?

—Pensé que era mejor si…

—¿Qué pensabas decirle al bebé? —dijo Daniel—. Sobre mí…

—Yo… ni siquiera lo había pensado…

Laura lo observó con detenimiento. Daniel se había convertido en alguien a quien apenas reconocía. No era meramente un chico difícil que se rebelaba contra lo establecido. Era una persona tan trastornada que se había olvidado taparse las cicatrices.

Se sentó dejándose caer sobre un escalón.

—Mi madre me dijo que mi padre había muerto antes de que yo naciera. Pero, Cuando tenía once años, el avión del correo trajo una carta a mi nombre. —Daniel alzó los ojos—. Los fantasmas no envían dinero.

Laura se agachó a su lado.

—Los matasellos eran siempre diferentes, pero después de aquella primera carta empezó a enviar dinero todos los meses. Nunca hacía referencia a por qué no estaba allí, con nosotros. Contaba cómo eran las montañas de sal de Utah o lo frío que era el río Misisipí cuando te metías descalzo. Decía que algún día me llevaría a todos esos sitios, para que pudiera verlos por mí mismo —dijo Daniel—. Esperé años, ¿sabes? Pero nunca vino a buscarme.

Se volvió hacia Laura.

—Mi madre me explicó que no me había dicho la verdad porque le había parecido que me sería más fácil aceptar que mi padre estaba muerto que escuchar que no había querido una familia. Yo no quiero que nuestro bebé tenga un padre así.

—Daniel —le confesó ella—, yo no estoy segura de querer que nuestro bebé tenga un padre como tú.

Él se inclinó hacia atrás, como si le hubieran dado una bofetada. Lentamente, se incorporó y se marchó.

Laura se pasó la semana siguiente llorando. Hasta que una mañana, al levantarse para ir a buscar el periódico, se encontró a Daniel dormido en la escalera del bloque de apartamentos. Él se levantó mientras ella no podía dejar de mirarlo. Se había cortado el pelo, que antes le llegaba por debajo de los hombros, casi al rape. Llevaba unos pantalones caqui y una camisa de paño azul oscuro con las mangas arremangadas. Le mostró un papel.

—Es el cheque que acabo de depositar —le explicó Daniel—. He conseguido un trabajo para Atomic Comics. Me han pagado el sueldo de una semana por adelantado.

Laura le escuchaba, mientras su resolución se resquebrajaba. ¿Y si no era la única que había quedado fascinada por una personalidad tan diferente a la de ella? ¿Y si todo aquel tiempo en que se había dedicado a asimilar la condición indómita de Daniel, lo que éste estaba buscando en ella era a alguien que le redimiera?

¿Y si el amor no era tanto el hecho de encontrar lo que te faltaba sino el toma y daca que hace que las dos personas encajen?

—Aún no tengo bastante dinero —prosiguió Daniel—, pero cuando lo tenga, seguiré cursos de arte en la escuela técnica. —Se acercó a Laura, de forma que su hijo quedó entre ambos—. Por favor —dijo en un susurro—. ¿Y si este bebé es la mejor parte de mí?

—Esto no es lo que tú buscas —dijo Laura, a pesar de que se acercó aún más a él—. Algún día me odiarías por haberte arruinado la vida.

—Mi vida se arruinó hace mucho tiempo —dijo Daniel—. Además, yo nunca te odiaré.

Se casaron en el ayuntamiento, y Daniel fue totalmente fiel a su palabra. Dejó de fumar y de beber drásticamente. No se perdió ninguna visita al obstetra. Cuatro meses más tarde, cuando nació Trixie, estaba embelesado con la pequeña como si estuviera hecha de luz solar. Mientras Laura daba clases en la universidad durante el día, Daniel se iba con Trixie a jugar al parque y al zoo. Por la noche, él asistía a clases y empezó a trabajar como artista gráfico
freelance
, antes de que lo contratara Marvel. Siguió a Laura, que primero tuvo un empleo de profesora en San Diego y luego se trasladó a Marquette, hasta recalar en su actual puesto de Maine. Él le tenía preparada la cena cuando ella llegaba a casa después de dar clases, le metía caricaturas de Trixie caracterizada como Superbaby en los compartimentos de su maletín, nunca se olvidaba de su cumpleaños. Era realmente tan perfecto que ella había llegado a preguntarse si la actitud indómita de Daniel no había sido más que una pose para atraerla. Sin embargo, recordaba algunas cosas extrañas e inesperadas: una noche en que Daniel le había mordido tan fuerte mientras hacían el amor que le había hecho sangre; los sonidos que había emitido mientras luchaba contra un enemigo imaginario en mitad de una pesadilla, la vez en que le había tatuado a Laura todo el cuerpo con rotuladores serpientes e hidras que le bajaban por los brazos, y un demonio en pleno vuelo en la espalda a la altura de la cintura. Hacía unos años, melancólica, ella había llegado incluso a llevar a la cama uno de los lápices de entintar de él.

—¿Sabes lo difícil que es quitarte luego esto de la piel? —le había dicho Daniel, y eso fue todo.

Laura sabía que no tenía derecho a quejarse. En este mundo había mujeres maltratadas por sus maridos, que lloraban todas las noches hasta quedarse dormidas porque sus esposos eran alcohólicos o jugadores. Había en este mundo mujeres cuyas parejas les habían dicho menos veces «te quiero» en toda la vida de lo que Daniel se lo decía en una sola semana. Laura podía buscar todos los culpables que quisiera, pero el fuerte viento de la verdad se la devolvería siempre: ella no había arruinado la vida de Daniel pidiéndole que cambiara; se la había arruinado a sí misma.

Mike Bartholemew echó un vistazo a la grabadora para cerciorarse de que seguía en marcha.

—No se me bajaba de encima —decía Moss Minton—. Me pasaba las manos por el pelo, se me ponía a bailar a horcajadas sobre las piernas, esas cosas.

A petición de Mike, el chico se había avenido a hablar de buena gana. Pero a los dos minutos de conversación había quedado claro que todo lo que saliera de la boca de Moss iba a estar excesivamente mediatizado por su lealtad hacia Jason Underhill.

—No sé cómo decirlo sin parecer un completo imbécil —dijo Moss—, pero Trixie lo estaba pidiendo.

Bartholemew se recostó en su silla.

—Y sabes de lo que hablas.

—Bueno… sí.

—¿Mantuviste relaciones sexuales con Trixie esa noche?

—No.

—Entonces debías de estar en la sala cuando tu amigo sí lo hacía —dijo Bartholemew—. De lo contrario, ¿cómo puedes saber que ella le dio su consentimiento?

—Yo no estaba en la sala, amigo —dijo Moss—. Pero usted tampoco. Puede que yo no le oyera decir que sí, pero tampoco usted la oyó decir que no.

Bartholemew detuvo la grabadora.

—Gracias por haber venido.

—¿Ya está? —dijo Moss, sorprendido—. ¿Ya hemos acabado?

—Ya hemos acabado. —El detective sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó a Moss—. Si se te ocurre alguna otra cosa que necesites contarme, llámame.

—Bartholemew —leyó Moss en voz alta—. Yo tenía una canguro que se llamaba Holly Bartholemew. Cuando tenía nueve o diez años, creo.

—Mi hija.

—¿En serio? ¿Aún vive por aquí?

Mike vaciló.

—No, ya no.

Moss se guardó la tarjeta en el bolsillo.

—Salúdela de mi parte la próxima vez que la vea.

Le hizo un gesto con la mano al detective a modo de despedida y se marchó.

—Lo haré —dijo Mike, mientras la voz se le desmadejaba como una hebra de lana.

Al abrir la puerta, Daniel se encontró a Janice.

—Oh, no sabía que Trixie hubiera quedado con usted.

—No ha quedado —replicó Janice—. ¿Podría hablar unos minutos con usted y Laura?

—Laura está en la facultad —dijo él, mientras Trixie asomaba la cabeza por la barandilla del piso de arriba.

Antes, Trixie no se habría quedado allí, indecisa; habría bajado la escalera como un rayo, segura de que la visita era para ella.

—Trixie —dijo Janice al verla—, tengo que decirte algo que no te va a gustar.

Trixie bajó la escalera, buscando un lugar junto a Daniel, de la misma forma que lo hacía cuando era muy pequeña y veía algo que la atemorizaba.

—El abogado de la defensa representante de Jason Underhill ha solicitado como prueba las grabaciones de mis conversaciones con Trixie.

Daniel meneó la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Acaso no supone eso una violación de la intimidad?

—Sólo en el caso del demandado. Por desgracia, cuando eres la víctima del crimen, la historia es diferente. Hasta tu diario puede acabar siendo presentado como prueba o las transcripciones de tus sesiones con el psiquiatra. —Miró a Trixie—. O tus conversaciones con una orientadora en casos de crisis por violación.

Daniel no tenía la menor idea de las cosas de las que habrían hablado Trixie y Janice cuando se habían visto, pero su hija se había echado a temblar junto a él.

—No puede entregar esas grabaciones —dijo.

—Si no lo hiciéramos, nuestra directora iría a prisión —le explicó Janice.

—Iré yo —dijo Daniel—. Que me encierren a mí en su lugar.

—El tribunal no lo aceptaría. Créame, no es usted el primer padre que se ofrece voluntario.

«No es usted el primero». Daniel ensambló las palabras una a una:

—¿Ya ha pasado antes?

—Por desgracia sí —reconoció Janice—. Pero eso no significa que después de una agresión sexual la víctima no necesite a alguien experto en asesoramiento…

—¡Usted dijo que nada de lo que yo dijera saldría de esas cuatro paredes! —gritó Trixie—. ¡Dijo que venía para ayudarme! ¿Cómo se supone que me va a ayudar todo esto?

Trixie se precipitó escalera arriba y Janice hizo ademán de seguirla.

—Déjeme hablar con ella.

Daniel dio un paso al frente, obstruyéndole el paso.

—Gracias. Creo que ya ha sido suficiente.

—La ley dice que Jason Underhill tiene derecho a una defensa —explicaba el detective Bartholemew al teléfono—. La ley dice que puede ponerse en duda la credibilidad de una víctima. Y con el debido respeto —añadió—, la credibilidad de su hija ya ofrece algunos aspectos confusos.

»Ya había estado saliendo antes con ese chico.

»Había bebido aquella noche.

»Ha incurrido en algunas incongruencias en sus declaraciones.

—¿Como cuáles? —preguntó Daniel.

Ahora que había acabado de hablar con el detective, Daniel se sentía aturdido. Fue al piso de arriba y abrió la puerta de la habitación de Trixie. Estaba tumbada en la cama, con la cara vuelta hacia el otro lado.

—Trixie —dijo Daniel con la voz lo más serena posible—, ¿de verdad eras aún virgen?

Ella se quedó paralizada.

—Vaya, ¿ahora tampoco tú me crees?

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