—¿Y tus otras amigas?
Trixie jugueteaba con los flecos del cojín que tenía en el regazo.
—De alguna manera dejé de estar con ellas cuando empecé a salir con Jason.
—Las habrás echado de menos.
Ella negó con la cabeza.
—Estaba tan ciega con Jason que no había sitio para nadie más. —Trixie levantó la vista hacia Janice—. Así es el amor, ¿no?
—¿Jason te dijo alguna vez que te quería?
—Yo se lo dije una vez. —Se incorporó y alcanzó la taza de té que le había ofrecido Janice, a pesar de haber dicho que no quería. Notó entre las manos la lisura del tazón, que irradiaba calor. Trixie se preguntó si era la misma sensación que se tenía al sostener un corazón—. Me dijo que él también me quería.
—¿Cuándo fue eso?
El 14 de octubre, a las 9.39 de la noche. Estaban en la última fila de un cine, con las manos cogidas, viendo una peli gore. Ella llevaba puesto el jersey de moaré azul de Zephyr, que le hacía los pechos más grandes de lo que eran en realidad. Jason había comprado ositos de goma y ella bebía Sprite. Pero Trixie pensó que contarle a Janice todos esos detalles que tenía grabados a fuego en el cerebro le habría hecho parecer demasiado patética, así que se limitó a decir:
—Cuando llevábamos saliendo un mes más o menos.
—Después de esa vez, ¿te repitió alguna vez que te quería?
Trixie había esperado a que fuera él quien lo dijera primero, sin presionarle, pero Jason no lo había hecho. Y ella tampoco había vuelto a decírselo, porque tenía demasiado miedo de que él no le correspondiera.
Había creído oírselo decir en un susurro después, la otra noche, pero ella estaba tan aturdida en esos momentos que no estaba del todo segura de no habérselo imaginado para aliviar el trauma de lo que había sucedido.
—¿Cómo tuvo lugar vuestra ruptura? —preguntó Janice.
Estaban en casa de Jason, en la cocina, comiendo M&M que había en un cuenco encima de la mesa. «Creo que sería buena idea que nos viésemos con otras personas», había dicho él, cuando cinco segundos antes habían estado hablando de una profesora que iba a estar lo que quedaba del curso de permiso para cuidar del bebé rumano que acababa de adoptar. Trixie se había quedado sin respiración. Su cerebro había entrado en una espiral frenética, preguntándose qué era lo que había hecho mal. «No es por ti», le había dicho Jason. Pero si él era perfecto, ¿cómo podía ser eso verdad?
Él le dijo que quería que siguieran siendo amigos y ella había asentido, aun sabiendo que era imposible. ¿Cómo iba a sonreírle al pasar por su lado en el instituto, cuando lo que quería era morirse? ¿Cómo podía olvidar sus promesas?
La noche en que Jason rompió con ella, habían ido a casa de él a montárselo… los viejos estaban fuera. Por miedo a que sus padres hicieran alguna estupidez, como llamar, por ejemplo, Trixie les había dicho que se iba al cine con un grupo de amigos. Así que, después de que Jason dejara caer la bomba, Trixie se había visto obligada a pasar otras dos horas en su compañía, hasta la hora en que se suponía que habría acabado la película, cuando lo único que de verdad tenía ganas de hacer era meterse debajo de las sábanas y llorar hasta quedarse seca.
—Cuando Jason cortó contigo —le preguntó Janice—, ¿qué hiciste para sentirte mejor?
«Cortarme». La palabra irrumpió en la mente de Trixie con tal rapidez que sólo en el último momento consiguió apretar los labios con fuerza para guardársela dentro. Pero no pudo evitar deslizar de forma subconsciente la mano derecha sobre la muñeca izquierda.
Janice la observaba con excesiva atención. Cogió del brazo a Trixie y le levantó unos centímetros el puño de la camisa.
—Así que esto no se produjo durante la violación.
—No.
—¿Por qué le dijiste que sí a la doctora en el hospital?
A Trixie se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No quería que pensara que estoy loca.
Después de que Jason cortara con ella, Trixie perdió el control emocional. Rompía en sollozos cuando sonaba en la radio del coche determinada canción y entonces tenía que inventarse alguna excusa ante su padre. Pasaba junto a la taquilla de Jason con la esperanza de cruzarse con él por casualidad. Había buscado el único ordenador de la biblioteca cuya pantalla estaba orientada de tal forma que se reflejaba en ella la mesa situada a espaldas del usuario, de forma que había estado observando a Jason mientras fingía teclear. Se movía como si caminara sobre alquitrán fresco, cuando el resto del mundo, incluido Jason, parecía nadar con toda libertad, con un bañador sin costuras.
—Estaba un día en el baño —confesó Trixie— y abrí el botiquín de las medicinas, y vi las hojas de afeitar de mi padre. Lo hice sin pensar. Pero me sentí tan bien al poder olvidar todo lo demás… Era un dolor que entendía.
—Hay formas constructivas de trabajar la depresión…
—Hay que estar loca, ¿verdad? —le interrumpió Trixie—, para querer a alguien que te ha hecho daño…
—Lo que es una locura es pensar que alguien que te hace daño te quiere —replicó Janice.
Trixie levantó el tazón. El té estaba frío. Lo sostuvo de modo que le tapara la cara, para que Janice no pudiera mirarla a los ojos. Si la hubiera mirado, seguramente habría visto el último y único secreto que Trixie había conseguido ocultar: que después de aquella noche, odiaba a Jason… pero que se odiaba más a sí misma. Porque, incluso después de lo que había sucedido, había una parte de Trixie que aún quería que él volviera con ella.
De la página de «Cartas al director». del periódico
Portland Press Herald
:
A los editores:
Nos gustaría expresar nuestra conmoción y nuestro enfado ante las alegaciones presentadas contra Jason Underhill. Todo el que conoce a Jason sabe que no alberga ninguna violencia. Si la violación es un crimen por el que se ejerce violencia y abuso de poder sobre otra persona, ¿no debería haber entonces señales de violencia?
Mientras que la vida de Jason se ha detenido con un brusco frenazo, la supuesta víctima de este caso sigue con la suya sin desaliento. Mientras que a Jason se le dibuja como a un monstruo, la víctima al parecer no presenta ninguno de los síntomas relacionados con una agresión sexual. ¿Podría resultar que no se tratara de una violación, a fin de cuentas… sino del caso de una joven a la que le invaden los remordimientos después de haber optado por una decisión que desearía no haber tomado?
Si fuera la población de Bethel la que tuviera que dar un veredicto en este caso, a buen seguro Jason Underhill sería declarado inocente. Atentamente,
Trece docentes del instituto de Bethel
y cincuenta y seis firmas más.
Los superhéroes nacieron en la mente de personas desesperadas porque alguien las rescatase. El primero de ellos, y podría decirse que el más legendario, apareció en los años treinta del siglo
XX
, de la mano de Shuster y Siegel, dos inmigrantes judíos desempleados, rechazados en un periódico. Se inventaron el personaje de un hombre fracasado que con sólo quitarse las gafas y meterse en una cabina telefónica se metamorfoseaba en el paradigma de la virilidad. Crearon un mundo en el que al final el tonto se queda con la chica. El público, que aún no se había recuperado de la Gran Depresión, se rindió a Superman, que los sacó de aquella lúgubre realidad.
El primer cómic de Daniel había versado también sobre una partida. Lo había desarrollado a partir de una historia yup’ik sobre un cazador que comete la estupidez de salir solo a cazar y arponea una morsa. El cazador se da cuenta de que no puede izarla él solo, y que si no suelta la cuerda, la morsa le arrastrará consigo y le matará. El cazador decide soltarla, pero las manos se le han quedado congeladas con la cuerda agarrada y se ve arrastrado bajo las aguas. Sin embargo, en lugar de morir ahogado, al hundirse en el fondo del mar se convierte también en una morsa.
Daniel empezó a dibujar el cómic un día durante la hora del recreo, cuando le habían dejado castigado en clase por haberle dado un puñetazo a un chico que se había burlado de él por tener los ojos azules. Casi sin darse cuenta, había cogido un lápiz y había dibujado una criatura salida del mar, con aletas y colmillos, que en la playa evolucionaba hasta adoptar la posición vertical y que poco a poco iba desarrollando brazos, piernas y rostro humanos. Hizo dibujos y más dibujos, en los que veía a su héroe romper con su pueblo y marcharse, algo que Daniel no podía hacer.
En la situación presente parecía que tampoco había escapatoria. A raíz de la violación de Trixie, Daniel había dibujado muy poco. En el ese momento, la única forma en que podría cumplir con los plazos era permaneciendo despierto las veinticuatro horas haciendo magia para añadir unas pocas horas más al día. Sin embargo, aún no había llamado a Marvel para transmitirles las malas noticias. Explicarles por qué había estado tan ocupado con otros quehaceres habría sido tanto como hacer aún más concreto lo sucedido a Trixie.
Cuando sonó el teléfono a las siete y media de la mañana, Daniel se precipitó sobre él. Trixie no iba a ir al instituto ese día y él quería mantenerla en una bendita inconsciencia tanto tiempo como fuera humanamente posible.
—¿Tienes algo que contarme? —preguntó la voz en el otro extremo de la línea.
Al instante le recorrió un sudor frío.
—Paulie —dijo—. ¿Qué hay?
Paulie Goldman era el editor de Daniel desde hacía años, y una leyenda, además. Conocido por su sempiterno cigarro puro y su pajarita roja, había sido el compinche de todos los grandes de la profesión: Stan Lee, Jack Kirby, Steve Ditko. Por aquel entonces no habría sido muy difícil encontrarle dando buena cuenta de un Reuben en un rincón de su bar preferido en compañía de Alan Moore, Todd McFarlane o Neil Gaiman.
Había sido Paulie quien se había mostrado encantado ante la idea de Daniel de ofrecer una novela gráfica a los antiguos aficionados a los cómics, hoy adultos, y quien le había dejado no sólo que hiciera los dibujos, sino que desarrollara también un argumento que pudiera resultarles atractivo. Había conseguido convencer a los de Marvel, aunque en un principio se habían mostrado recelosos. Como todos los editores, consideraban un anatema probar algo que nunca se hubiera hecho antes, a no ser que tuvieras éxito, en cuyo caso te llamarían revolucionario. Pero con el marketing que Marvel había dedicado a la serie de Garra Salvaje, una entrega fuera de plazo podía ser algo catastrófico.
—¿No habrás leído por casualidad esta semana
Lying in the Gutters
? —preguntó Paulie.
Se refería a una columna
on-line
de rumorología sobre el sector, escrita por Rich Johnston. El título tenía un doble sentido, pues el significado original de
gutters
(«desagües»} se trasladaba a los espacios entre las viñetas de un cómic, la estructura que definía un cómic. Johnston animaba a los internautas a que le enviaran exclusivas para colgarlas en su página y a difundir el sitio por toda la red. Con el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja, Daniel buscó la página web en su ordenador y repasó los titulares.
«Una historia que no trata de Marvel», leyó.
«La compra por DC Comics de Flying Pig Comics que no tendrá lugar».
«Usted lo vio aquí después:
In the Weeds
, el nuevo título de Crawl Space, será dibujado por Evan Hohman… pero las páginas aparecen ya en eBay».
Y al bajar hasta el final: «¿Garra enfundada?».
Daniel se inclinó hacia la pantalla. «Tengo entendido que Daniel Stone, el chico del momento, ha dibujado… prepárense para contar, amigos… CERO páginas de su próxima entrega de
El décimo círculo
. ¿Tanto bombo ha acabado en fraude? ¿Qué buena puede ser una serie de la que no hay nada nuevo que leer?».
—Eso es una sandez —dijo Daniel—, he estado dibujando.
—¿Cuántas páginas?
—Estará a tiempo, Paulie.
—¿Cuántas?
—Ocho.
—¿Ocho páginas? Tienes que entregarme veintidós a final de semana si queremos que estén entintadas a tiempo.
—Las entintaré yo mismo si es necesario.
—Ah, ¿sí? ¿Vas a sacarlas de las Xerox y a llevárselas al distribuidor, también? Por el amor de Dios, Danny. No estás en el instituto. Aquí no valen excusas baratas. —Hizo una pausa y luego prosiguió—. Ya sé que eres de los que lo dejan para última hora, pero esto no es propio de ti. ¿Qué está pasando?
¿Cómo le explicas a un tipo que vive de la fantasía que a veces la realidad se te viene encima de golpe? En los cómics, los buenos escapan y los malos pierden, y ni siquiera la muerte es permanente.
—La serie —dijo Daniel con calma— está dando un pequeño giro.
—¿Qué quieres decir?
—El argumento. Se está volviendo… más como una historia de familia.
Paulie guardó silencio unos segundos, mientras reflexionaba.
—La familia está bien —dijo, pensativo—. ¿Te refieres a una historia en la que padres e hijos acaban reencontrándose?
Daniel se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Eso espero —dijo.
Trixie estaba eliminando de forma sistemática todo vestigio de Jason de su habitación. Tiró a la papelera el primer mensajito que él le había pasado en clase. El estúpido carrete de fotos que se habían hecho dentro de una caseta en la playa de Oíd Orchard. El secante verde afelpado del escritorio, donde podía palpar la impresión de su nombre, después de haberlo escrito docenas de veces en papel.
Fue cuando iba a tirar el secante al cubo de reciclaje cuando vio el periódico, abierto por la página de la carta que sus padres no habían querido que viera.
«Si fuera la población de Bethel la que tuviera que emitir un veredicto en este caso —leyó Trixie—, a buen seguro Jason Underhill sería declarado inocente».
Lo que no se decía en aquella espantosa carta al director era que esa población ya había juzgado y sentenciado a la persona equivocada. Volvió a subir la escalera corriendo y conectó el ordenador a Internet. Buscó la página web del
Portland Press Herald
y comenzó a escribir tina carta de refutación.
«A quien corresponda» —escribió Trixie.
»Sé que su periódico sigue la política de mantener el anonimato de las víctimas menores de edad. Pero yo soy una de ellas, y en lugar de que la gente haga suposiciones, prefiero que conozcan mi nombre».
Pensó en una docena de chicas que podían leerlo, chicas que se habían sentido demasiado asustadas para contarle a nadie lo que les había pasado. O la docena de chicas que se lo habían contado a alguien y que habían leído aquello y habían encontrado el valor necesario para sobrevivir un día más al infierno que era el instituto. Pensó en los chicos que se lo pensarían dos veces antes de tomar algo que no era suyo.