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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (42 page)

BOOK: El décimo círculo
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—Detenga el avión —le gritó—. ¡Tiene que parar ahora mismo!

—Deberías haber ido antes de salir —le replicó el piloto.

—¡El muerto…! ¡No está muerto!

Con los gritos había despertado al veterinario, que se volvió hacia atrás en el asiento del copiloto.

—¿Qué pasa?

Trixie era incapaz de mirar el ataúd. Si lo hacía, vería un brazo saliendo de la caja, una cara que la perseguiría en sus pesadillas, una voz que le diría que conocía ese secreto que no le había contado a nadie.

«Ooooh».

—¡Otra vez! —dijo Trixie—. ¿Es que no lo oyen?

El veterinario se rió.

—Son los pulmones que se expanden. Como cuando subes a un avión con una bolsa de patatas y se hincha al despegar. Eso es lo que estás oyendo: el aire al pasar por las cuerdas vocales, nada más. —Le sonrió—. Quizá deberías dejar la cafeína.

Avergonzada, Trixie se giró hacia el ataúd. Era capaz de sentir la complicidad entre el piloto y el veterinario a causa de su estupidez. Le ardían las mejillas. El cadáver, muerto y todo, tan muerto como la madera que lo contenía, seguía cantando: una nota solitaria que llenaba el compartimento de carga del avión como un réquiem, como la verdad que nadie quería oír.

—Me deja verdaderamente consternado —dijo Jeb Aaronsen, el director del instituto de Bethel—. Trixie parecía ir tan bien en clase.

Bartholemew no le dedicó siquiera una mirada de reojo.

—¿Antes o después de que dejara de venir?

No tenía mucha paciencia para tratar con ese director, que tampoco había advertido ningún cambio en e] comportamiento de su propia hija, cuando había sido alumna del centro. Aaronsen sabía poner siempre cara de tragedia, pero lo que no parecía saber era cómo evitar la siguiente.

Bartholemew estaba cansado. Había seguido la pista de los Stone hasta el aeropuerto, donde habían subido a un avión en dirección a Seattle. Allí harían trasbordo a un vuelo hasta Anchorage, que llegaba poco antes de la medianoche. Habían pagado 1 292,90 dólares por pasaje, de acuerdo con el agente de American Express que le había dado la información al detective.

Ahora ya sabía adónde se dirigía Trixie. Sólo le faltaba convencer a un juez de que era necesario que la llevaran de vuelta a casa.

Bartholemew había despertado al director con la orden judicial en la mano. Las únicas personas aparte de él que había en el centro escolar a esas horas de la noche eran los conserjes, que saludaban con un gesto de cabeza y apartaban los contenedores con ruedas al paso de los dos hombres. Era extraño, casi inquietante, estar en un instituto y no oír el alboroto.

—Ya sabíamos que… el incidente… había sido una dura prueba para ella —dijo el director—. La señora Gray, la orientadora, estaba al tanto de los movimientos de Trixie.

Bartholemew no se molestó en replicar. La administración del instituto de Bethel no se diferenciaba de la de ningún otro grupo de adultos en Estados Unidos: antes que ver qué era lo que iba bien o no delante de sus narices, preferían fingir que todo era exactamente como deseaban. ¿Qué estaría haciendo la señora Gray mientras Trixie se abría la piel y se cortaba las muñecas? ¿O, para el caso, cuando Holly se saltaba las clases y había dejado de comer?

—Trixie sabía que podía recurrir a nosotros si se sentía marginada —dijo el director, que se detuvo delante de una taquilla de una apagada tonalidad verdosa—. Es ésta.

Bartholemew blandió los alicates que había conseguido en el departamento de bomberos y cortó el candado de combinación. Abrió el pestillo metálico y le cayeron encima docenas de condones que saltaron fuera de la taquilla como de un nido de serpientes. Bartholemew cogió una tira de condones Trojan.

—Suerte que no la marginaban —dijo.

El director masculló algo entre dientes y desapareció por el pasillo, dejando a Bartholemew a solas. El detective se enfundó un par de guantes de látex y sacó una bolsa de papel del bolsillo del abrigo. Acto seguido extrajo los condones que quedaban del interior de la taquilla y se puso a examinarla.

Había un libro de texto de álgebra. Un ejemplar muy manoseado de
Romeo y Julieta
. Cuarenta y seis centavos en diferentes monedas. Una regla. Una horquilla rota. Colgado del interior de la puerta batiente, debajo de una pegatina en la que se leía «Hoobastank», había un diminuto espejo de tocador con una flor pintada en una esquina. Estaba roto, por efecto de un golpe, y le faltaba la esquina inferior izquierda.

Bartholemew se vio reflejado en el espejo, mientras se preguntaba qué debía de ver Trixie en él. ¿Se imaginaba a la chica que había sido a principio de curso de noveno, una niña en realidad, que vigilaba qué era lo que pasaba en el pasillo a sus espaldas mientras deseaba formar parte de ello? ¿O veía la concha cerrada en la que se había convertido, una de las docenas de adolescentes sin rostro del instituto de Bethel, que pasaban el día como podían, rezando por no llamar la atención de nadie?

Bartholemew escudriñó de nuevo en la taquilla de Trixie. Era como una naturaleza muerta.

No había gasas, ni ninguna caja de tiritas. No había tampoco ninguna camiseta arrugada en un rincón, manchada con su sangre. Bartholemew estaba a punto de renunciar cuando vio la esquina de una foto que asomaba por la juntura del fondo de metal y el suelo de la taquilla. Tras sacar unas pinzas del bolsillo, Bartholemew consiguió extraerla sin romperla.

Era la foto de dos vampiros, cuyas bocas goteaban sangre. Bartholemew tuvo que mirarla con atención para advertir que las chicas llevaban una cesta de cerezas a medio comer. Zephyr era la de la izquierda, con los labios de un rojo carmesí y los dientes manchados también. La otra chica debía de ser Trixie Stone, aunque de tener que garantizar su identificación se habría visto en un apuro. En la foto se reía tanto que tenía los ojos prácticamente cerrados del todo. El pelo era casi del mismo color que las cerezas y le caía por la espalda.

Ahora se daba cuenta de lo que había olvidado hasta ese momento. Cuando Bartholemew había conocido a Trixie Stone, el cabello le llegaba hasta la cintura. La segunda vez que la vio, la melena había sido brutalmente esquilada. Recordó que Janice, la asesora para casos de violación, le había dicho que era un paso positivo el que había dado Trixie, pues había donado el cabello a una asociación caritativa que hacía pelucas para enfermos de cáncer.

Una asociación que debía conservar, registrado y etiquetado con su nombre, el pelo, de Trixie Stone.

Daniel y Laura estaban sentados en el bar del aeropuerto, esperando. Una tormenta de nieve en Anchorage había motivado un retraso en el vuelo de enlaces desde Seattle. Habían pasado tres horas, tres horas durante las cuales Trixie se había alejado aún más de ellos.

Laura había vomitado ya tres bebidas. Daniel no estaba seguro de si era por su temor a las alturas y a volar en general, por estar preocupada por Trixie o por una combinación de ambas cosas. Ya que cabía, naturalmente la posibilidad de que se hubieran equivocado y que Trixie se dirigiera hacia el sur, a México, o estuviera durmiendo en una estación de tren en Pensilvania. Desde luego tampoco sería la primera joven con problemas que huía a Alaska. Había tantos fugitivos de la ley que acababan allí, en la última gran frontera, que hacía mucho tiempo que los estados habían dejado de gastar dinero mandando a buscarlos. Por el contrario, era la policía estatal del propio estado de Alaska la que perseguía a los fugitivos de la justicia. Daniel recordaba perfectamente haber leído historias en los periódicos de personas encontradas en una cabaña en las montañas y extraditadas, sobre las que pesaban acusaciones como violación, secuestro o asesinato. Se preguntaba si habrían enviado la foto de Trixie por correo electrónico a los agentes de Alaska, si habrían iniciado ya la búsqueda.

Había, sin embargo, una diferencia entre buscar y perseguir, una diferencia que él había aprendido en compañía de Cane y su abuelo. «Tienes que vaciar la mente de los pensamientos sobre el animal —solía decir el viejo—, si no quieres que te vea venir». Daniel se concentraba, deseando ser menos blanco y parecerse más a Cane, a quien si le decías que no pensara en un elefante rojo, era capaz de no pensar en absoluto en un elefante rojo.

La diferencia en este caso estaba en que si Daniel quería encontrar a Trixie, no podía permitirse dejar de pensar en ella. Así que ella sabría que la buscaba.

Daniel apartó un vaso de Martini que ya estaba en la barra cuando ambos se habían sentado, los restos de alguien. Uno no tiene que dejar limpio el sitio donde ha estado, siempre vendrá alguien detrás que lo hará por ti. Ésa era una diferencia entre la cultura esquimal y la del hombre blanco que nunca había acabado de entender del todo: la gente de los otros cuarenta y ocho estados no se sentían responsables respecto a los demás. Todos querían ser el número uno, cada cual se las arreglaba por su cuenta. Si te inmiscuías en los asuntos de otra persona, aunque fuera con la mejor intención, podían pedirte cuentas sin comerlo ni beberlo por todo lo que saliera mal. Al buen samaritano que sacara a un hombre de un coche en llamas, podían llevarlo luego a juicio por las heridas causadas en el accidente.

Por el contrario, los yupiit sabían que todo el mundo está interconectado: hombre y animal, extraño con extraño, marido y mujer, padre e hijo. Si te haces un corte, otro sangrará. Rescata a alguien y estarás salvándote a ti mismo.

Daniel se estremeció mientras se le agolpaban los recuerdos. A su mente acudían imágenes inconexas, como las montañas Kilbuck, a lo lejos, allanadas por una inversión térmica en un frío extremo. Sonidos que se salían de lo familiar, como el aria lastimera de los perros de trineo que esperaban la cena. Y olores muy característicos, como el de las tiras grasientas del salmón puestas a secar que llegaba del campamento de pesca. Se sentía como si estuviera rebobinando el hilo de una vida que había olvidado tejer y que esperaba a que ahora siguiera la trama.

Y, sin embargo, en el aeropuerto había mil cosas que le recordaban cómo había vivido durante los últimos veinte años. Los viajeros arrojados del vientre de los reactores, que arrastraban maletas con ruedas y cargaban con regalos envueltos y metidos en bolsas comerciales de tamaño exageradamente grande. El olor a café cargado del Starbucks del otro lado del vestíbulo. Las canciones de Navidad que sonaban por la megafonía en una serie repetitiva e interminable, sólo interrumpida de forma ocasional por las llamadas a los mozos que llevaban las maletas.

Cuando Laura le habló casi dio un salto del asiento.

—¿Qué va a pasar ahora?

Daniel la miró.

—No lo sé. —Hizo una mueca mientras pensaba en todas las cosas negativas a las que quizá tuviera que hacer frente Trixie a partir de entonces: congelación, fiebre, animales salvajes contra los que no podía luchar, que perdiera el camino, que se extraviara ella misma—. Lo único que me habría gustado es que hubiese acudido a mí en lugar de huir.

Laura bajó la vista a la mesa.

—Tal vez tenía miedo de que no la creyeras.

¿Tanto se le notaba? Por mucho que Daniel se hubiera dicho a sí mismo que Trixie no había matado a Jason, por mucho que lo hubiese repetido hasta quedarse ronco, había en él la semilla de una duda que había empezado a nacer y que estaba asfixiando su optimismo. La Trixie que él conocía no podía haber matado a Jason, pero ya se había demostrado que habían sucedido muchas cosas en lo concerniente a la Trixie que no conocía.

Ahí estaba lo más notable a pesar de todo: que eso era lo de menos. Trixie hubiera podido decirle que había matado a Jason con sus propias manos, que él la habría comprendido. ¿Quién sabía mejor que Daniel que todo el mundo lleva una bestia dentro que a veces abandona su escondite?

Lo que habría deseado decirle a Trixie era que no estaba sola. Durante las últimas dos semanas, esa metamorfosis se había producido también en él. Daniel había secuestrado a Jason y le había propinado una paliza. Había mentido a la policía. Y en ese momento se dirigía a Alaska, el lugar que más odiaba de todos los rincones del mundo. Daniel Stone había iniciado la caída, un peldaño de civilización cada vez, que le convertiría, antes de que pasase mucho tiempo, en un animal… tal como creían los yupiit.

Daniel encontraría a Trixie, aunque para ello tuviera que recorrer toda Alaska. La encontraría aunque tuviera que volver a vestirse con su vieja piel del pasado, y mentir, robar y pelearse con todo el que se interpusiera en su camino. Encontraría a Trixie y la convencería de que no había nada que ella pudiera hacer o decir que hiciera que él la quisiera menos.

Su única esperanza era que, cuando viera en lo que se había convertido por ella, sintiera lo mismo por él.

La sede de la organización de la carrera K300 estaba en plena actividad cuando Trixie llegó junto con el veterinario poco después de las seis. Había paneles con listas de nombres, los de los
mushers
o conductores de trineos, con una cuadrícula para anotar sus progresos durante la docena de puestos de control situados a lo largo del recorrido. Había manuales con las reglas y mapas de la carrera. Una mujer se sentaba tras una mesa entre un montón de teléfonos, respondiendo a las mismas preguntas una y otra vez. Sí, la carrera empezaba a las ocho de la tarde. Sí, DeeDee Jonrowe llevaba el dorsal número uno. No, no tenían suficientes voluntarios.

Las personas que llegaban en motos de nieve se despojaban de varias capas de ropa nada más entrar en el hostal Long House. Todos iban calzados con unas botas con las suelas tan altas que parecían de astronauta, y llevaban gorros de piel de foca con orejeras que les colgaban hasta los hombros. Se veían monos acolchados para la nieve de una sola pieza y anoraks de piel con elaborados adornos. Cada vez que, esporádicamente, entraba un
musher
, recibía un tratamiento de estrella de rock. La gente formaba una cola espontánea para estrecharle la mano y desearle toda la suerte del mundo. Todos parecían conocerse.

Sería de esperar que en ese ambiente y en esas circunstancias, Trixie pareciera ridícula y fuera de lugar, pero si alguien había reparado en su presencia, no parecía importarle. Nadie le dijo nada cuando se llenó un cuenco de estofado de la marmita eléctrica dispuesta en la mesa del fondo, ni cuando volvió al cabo de un minuto para servirse una segunda ración. Eso no era ternera y, sinceramente, le asustaba un poco saber qué era, pero era lo primero que ingería en casi dos días, de modo que, en esos momentos, cualquier cosa le habría parecido una delicia.

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