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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (44 page)

BOOK: El décimo círculo
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7

Max Giff-Reynolds había hecho carrera especializándose en las cosas que pasaban inadvertidas a la mayor parte de la gente: un hilo de alfombra prendido del dobladillo del abrigo de la víctima; un grano de arena encontrado en la escena del crimen, original de determinada región del país; el polvo de café molido hallado en la fabricación de una bomba letal. Era uno de los doscientos forenses del país especializados en análisis microscópico y, como tal, su demanda era muy alta. Las probabilidades de que Mike Bartholemew pudiera llegar hasta él para obtener un análisis capilar de Trixie habrían sido prácticamente nulas, sí no hubiera conocido a Max de cuando era un tipo enclenque y apocado de la facultad, en la época en que habían sido compañeros de dormitorio, y Bartholemew le había servido de guardaespaldas a cambio de algunas clases particulares de física y química.

Esa noche había conducido hasta Bostoneen un mechón de pelo de Trixie Stone en el asiento del acompañante. El salón de peluquería Vive y Deja Teñir aún no había enviado a la asociación Cabellos para el Amor su melena, que languidecía en un cajón de la trastienda, cerca del peróxido y la parafina. Ahora estaba sentado encima de un mostrador, a la espera de que Max le dijera algo útil.

El laboratorio estaba repleto de cajas con polvos, cabellos y tejidos que debían ser contrastados. Había colgado un póster del héroe de Max, Edmond Locard, sobre el microscopio de luz polarizada. Bartholemew recordaba cuando Max leía libros sobre Locard, el padre de la ciencia forense, ya en la Universidad de Maine.

—¡Se quemó sus propias huellas dactilares —le había dicho una vez Max con admiración— sólo para comprobar si volvían a salirle con el mismo dibujo!

Habían pasado casi treinta años desde que se habían licenciado, pero Max tenía el mismo aspecto de siempre. Más calvo, pero igual de flaco, con una curvatura permanente de la espalda de tanto estar inclinado sobre el microscopio.

—Ajá —dijo.

—¿Y eso qué significa?

Max se apartó de su puesto de trabajo.

—¿Sabes mucho sobre pelo?

Bartholemew sonrió burlonamente ante la reluciente calva de su ex compañero.

—Un poco más que tú.

—El pelo tiene tres capas que son importantes, desde el punto de vista forense —dijo Max, haciendo caso omiso del comentario—. La cutícula, la corteza y la médula. Si imaginamos un lápiz, que compararemos con un pelo, la médula sería la mina de grafito, la corteza sería la madera y la pintura que recubre la madera, la cutícula. La médula se presenta a veces a trozos y difiere de un pelo a otro en la cabeza de un mismo ser humano. Las células de la corteza tienen un pigmento, que es fundamentalmente lo que estoy intentando hacer coincidir en las dos muestras que me has traído. ¿Hasta aquí me sigues?

Bartholemew asintió.

—Mirando un pelo, te puedo decir si es humano o no. También puedo decirte si procede de una persona de origen caucásico, negroide o mongol. Y también de qué parte del cuerpo es, y si se arrancó por la fuerza o si está quemado o aplastado. Puedo descartar con seguridad a un sospechoso por un pelo, pero no identificar a uno en particular.

Seguía hablando mientras se inclinaba de nuevo sobre el microscopio.

—Lo que veo en las dos muestras es un diámetro interior moderado y una variación en el diámetro, una médula continua y relativamente estrecha, una textura suave. Eso significa que ambos pelos proceden de una cabeza humana. El tono, el matiz y la intensidad del color son prácticamente idénticos. La punta del pelo conocido está cortada a tijera; el otro pelo conserva la raíz, que está blanda y retorcida… lo cual me dice que fue arrancado de un tirón. El pigmento varía un poco de una muestra a la otra, aunque no lo suficiente para llevarme a una conclusión segura. Sin embargo, la corteza del pelo encontrado en el objeto perteneciente a la víctima es mucho más prominente que la de los pelos de la muestra conocida.

—La muestra conocida procede de una peluquería, donde le cortaron el pelo a la chica tres semanas antes del asesinato —dijo Bartholemew—. ¿No podría ser que en esas tres semanas la corteza se hiciera más… eso que has dicho?

—Prominente —repuso Max—. Sí, es posible, sobre todo si la sospechosa se aplicó algún tipo de tratamiento químico o estuvo excesivamente expuesta al sol o al viento. En teoría, también es posible que dos pelos de la misma cabeza tengan un aspecto diferente. Pero, en el caso que nos ocupa, también hay la posibilidad de que estemos hablando de dos cabezas diferentes. —Miró a Bartholemew—. Si me pidieras que testificara ante un tribunal, no podría decir de manera concluyente que estos dos pelos proceden de la misma persona.

Bartholemew se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, tan seguro estaba de que había seguido la pista acertada, de que la desaparición de Trixie Stone implicaba su relación con el asesinato de Jason Underhill.

—Escucha —dijo Max, mirándolo a los ojos—, no es algo que esté dispuesto a admitir delante de mucha gente, pero la técnica microscópica no siempre es una ciencia exacta. Aun cuando estoy seguro de haber encontrado una correspondencia, siempre digo a los detectives que efectúen un análisis de ADN que corrobore lo que dice el microscopio.

Mike suspiró.

—Sólo uno de los cabellos conserva la raíz. Eso excluye el análisis del ADN.

—Excluye el análisis del ADN nuclear —le corrigió Max. Se inclinó y cogió una tarjeta del cajón de su escritorio. Escribió algo en el dorso y se la entregó a Bartholemew—. Soy muy amigo de Skip, que trabaja en un laboratorio privado de Virginia. No olvides decirle que vas de mi parte.

Bartholemew cogió la tarjeta. «Skipper Johanssen —leyó—. Laboratorios Genetta. ADN mitocondrial».

Cuando la tempestad amainó, Trixie había perdido ya la sensibilidad en los dedos de los pies. Estaba en un estado casi catatónico, arrullada por el frío y los gases de escape de la motonieve. Con el primer golpe de hielo contra la mejilla, Trixie volvió parpadeando al estado de conciencia. Seguían recorriendo el cauce del río. El escenario no era muy diferente al de una hora antes, salvo por las luces en el cielo, que habían desaparecido, barridas por una capa de nubes grises que se extendían hasta la línea del horizonte.

La nevada arreciaba acompañada del ulular del viento. La visibilidad era cada vez peor. A Trixie le dio por imaginar que había caído dentro de una viñeta de los cómics que dibujaba su padre, una viñeta llena de radiaciones Kirby: ese estallido de círculos blancos en serie que inventó Jack Kirby, un dibujante de hacía unos años, para representar un campo de energía. Las sombras de la oscuridad se transformaban en los malos de las historias de su padre: las ramas retorcidas de los árboles se convertían en los brazos y las garras de una bruja; los carámbanos eran los colmillos de un demonio.

Willie redujo la velocidad de la motonieve durante unos metros, hasta detenerla por completo. Le gritó a Trixie en medio del rugido del viento:

—Tenemos que esperar a que amaine. Por la mañana habrá aclarado.

Trixie quiso responderle, pero llevaba tanto rato con las mandíbulas apretadas con fuerza que no pudo abrirlas lo suficiente para pronunciar una palabra.

Willie fue hasta la parte trasera de la máquina y buscó algo. Le pasó una lona azul.

—Engánchala por debajo del carenado —le dijo—. A ver si podemos cobijarnos del viento.

La dejó con sus pertrechos y desapareció entre las espirales de nieve. A Trixie le entraron ganas de llorar. Tenía tanto frío que ya no le cabía dentro de su concepción de lo que era el frío. No tenía ni idea de qué había querido decir con eso del «carenado» y quería irse a casa. Se aferró a la lona, apretándola contra el anorak, sin moverse, deseando que Willie volviera.

Le vio entrar y salir del haz de luz proyectado por el faro de la motonieve. Le pareció que se ponía a arrancar las ramas de un árbol caído junto a la orilla del río. Al verla todavía sentada en la motonieve, se acercó de nuevo hasta ella. Esperaba que se pusiera a gritarle por no haber puesto de su parte, pero, en lugar de eso, apretó los dientes y la ayudó a bajarse de la máquina.

—Ponte aquí debajo —le dijo, e hizo que se sentara con la espalda contra la motonieve, para luego envolver el vehículo con la lona, que hizo pasar por encima de la cabeza de Trixie. Un parapeto contra el viento.

No era perfecto. La lona tenía tres grandes hendiduras, y la nieve y el hielo encontraron esas puertas con acierto. Willie se agachó a los pies de Trixie y descortezó parte de las ramas de abedul que había reunido, metiéndolas entre unos tocones de álamos y alisos. Vertió un chorro de gasolina de la motonieve encima de la leña y la prendió con un encendedor. Sólo cuando ella notó la acción del fuego en su piel se preguntó a qué temperatura debían de estar.

Trixie recordó haber estudiado que el cuerpo humano estaba compuesto más o menos por un sesenta por ciento de agua. ¿A cuántos grados bajo cero había que llegar para que se congelara, literalmente, y te murieras?

—Vamos —le dijo Willie—, busquemos un poco de hierba.

Lo último que deseaba en esos momentos Trixie era fumar hierba. Intentó negar con la cabeza, pero hasta esos músculos habían dejado de funcionarle. Al ver que no se levantaba, el chico se volvió, como si se hubiera dado cuenta de que no valía la pena ocuparse de ella.

—Espera —dijo Trixie, y todavía sin mirarla, él se detuvo.

Habría querido explicarle que tenía los pies entumecidos como dos bloques sólidos y que le escocían tanto los dedos de las manos que no podía dejar de mordisquearlos sobre el labio inferior, que le dolían los hombros de tanto intentar no tiritar, que estaba asustada y que, cuando se le había ocurrido la idea de huir, eso no había entrado en sus cálculos.

—No puedo… no puedo moverme —dijo Trixie.

Willie se arrodilló a su lado.

—¿Hay algo que no sientas?

No supo qué contestar a eso. ¿Comodidad? ¿Seguridad?

Él se puso a desatarle las botas. Con toda naturalidad, le cogió un pie entre las manos para calentárselo.

—No tengo saco de dormir, se lo presté a mi primo Ernie, que es uno de los
mushers
, y los controladores comprueban que lleves uno antes de empezar la carrera.

Entonces, justo cuando Trixie pudo volver a mover los dedos, justo en el momento en que un intenso ardor le recorrió el pie desde las uñas hasta lo alto del empeine, Willie se levantó y se fue.

Volvió al cabo de unos minutos con un montón de hierba seca en los brazos, aún espolvoreada de nieve. Willie la había arrancado escarbando en el borde mismo de la orilla del río. Apelmazó la hierba en el interior de las botas y las manoplas de Trixie. Le dijo que se metiera también por dentro del anorak.

—¿Cuánto durará la nevada? —preguntó Trixie.

Willie se encogió de hombros.

—¿Por qué no hablas nunca?

Willie se balanceó hacia atrás sobre los talones, sus botas crujieron en la nieve.

—¿Y tú por qué crees que hay que hablar para decir algo? —Se quitó las manoplas y se calentó las manos sobre el fuego—. Tienes principio.

—¿Principio de qué?

—De congelación.

Trixie intentó recordar lo que sabía sobre la congelación. ¿No era eso en que la parte afectada del cuerpo se te ennegrecía y se te caía a pedazos?

—¿Dónde? —preguntó, presa de pánico.

—Entre los ojos. En las mejillas.

¿Se le iba a caer la cara a pedazos?

Willie hizo un gesto, casi con delicadeza, para darle a entender a Trixie que quería acercarse a ella, ponerle la mano encima. Fue en ese momento cuando Trixie se dio cuenta de que estaba en compañía de un chico mucho más fuerte que ella, perdidos en medio de ninguna parte, sin nadie que pudiera oír sus gritos a menos de treinta kilómetros a la redonda. Ella se apartó de él, negando con la cabeza, mientras se le cerraba la garganta como una rosa al anochecer.

Sus dedos la atraparon por la muñeca, y el corazón de Trixie comenzó a latir con furia. Cerró los ojos, dispuesta a lo peor, pensando que quizá si habías vivido una pesadilla una vez, la segunda no debía de ser tan horrorosa.

Notó la palma de la mano de Willie, caliente corno una piedra al sol, aplicada contra su mejilla. Sintió que con la otra mano le tocaba la frente y que le bajaba luego por la otra mejilla hasta rodearle la mandíbula.

Podía notar su piel encallecida y se preguntó de qué sería. Trixie abrió los párpados y, por vez primera desde que le había conocido, vio que Willie Moses la miraba a los ojos.

Skipper Johanssen, especialista en ADN mitocondrial, resultó ser una mujer. Bartholemew la observó mientras se echaba azúcar en el café y examinaba las notas sobre el caso que él acababa de facilitarle.

—Tiene usted un nombre poco corriente —le dijo.

—Mamá tenía una Barbie en la cabeza.

Era una mujer guapa: una melena lisa rubio platino que le llegaba hasta media espalda, unos ojos verdes disimulados detrás de unas gafas de gruesa pasta negra. Cuando leía, sus labios formaban de vez en cuando las palabras.

—¿Qué sabe usted acerca del ADN mitocondrial? —preguntó.

—¿Que puede servir, espero, para comparar dos pelos?

—Sí, puede servir. Pero la verdadera cuestión es qué quiere uno hacer con esa comparación. —Skipper se arrellanó en su butaca—. Gracias a «C.S.I.», todo el mundo ha oído hablar del análisis de ADN. La mayoría de las veces se refieren al ADN nuclear, que es el que procede a partes iguales del padre y de la madre. Pero hay otro tipo de ADN, que resulta muy prometedor para los profesionales de la medicina legal: el ADN mitocondrial. Y, aunque puede que no sepa mucho del tema, seguro que usted y todo el mundo están al corriente del caso más importante de la historia en que fue utilizado: el 11—S.

—¿Para identificar los restos?

—Exacto —corroboró Skipper—. Los métodos tradicionales no servían; no había dentaduras intactas, ni huesos enteros, ni nada que pudiera someterse a rayos X. En cambio el ADN mitocondrial puede utilizarse para identificar restos aunque hayan sido quemados, pulverizados o lo que quiera. Lo único que necesitan los científicos es una muestra de saliva de un miembro de la familia del fallecido para realizar un análisis comparativo.

Cogió la muestra de cabello que Max había sometido al escrutinio de un microscopio el día anterior.

—Si con esto podemos realizar un análisis de ADN, aunque haya perdido la raíz, es porque una célula no consta tan sólo de un núcleo. Tiene muchas otras partes, entre ellas las mitocondrias, que son fundamentalmente las centrales energéticas que mantienen la célula en funcionamiento. En una célula hay cientos de mitocondrias, mientras que sólo tiene un núcleo. Y cada mitocondria contiene varias copias del ADN mitocondrial que tanto nos interesa.

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