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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (43 page)

BOOK: El décimo círculo
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De improviso, la mujer que estaba detrás de la mesa se levantó y se dirigió hacia Trixie. Ésta se quedó inmóvil, pensando que había llegado el momento en que iban a pedirle explicaciones.

—Déjame que lo adivine —dijo la mujer—. ¿Eres Andi?

Trixie esbozó una sonrisa forzada.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Los otros alevines me han llamado desde Tuluksak y me han dicho que eras nueva y que te habías quedado aislada por la nieve Ahí Fuera.

—¿Ahí fuera? ¿Dónde?

La mujer sonrió.

—Perdona, así es como llamamos aquí a todos los estados que no son Alaska. Buscaremos a alguien para que te lleve al punto de control antes de que lleguen los
mushers
.

—Tuluksak —repitió Trixie. El nombre sabía a hierro—. Yo quería ir a Akiak.

—Bueno, en Tuluksak es donde reunimos a todos los alevines de los Voluntarios Jesuitas que vienen a colaborar con nosotros. No te preocupes… de momento nunca se nos ha perdido nadie. —Señaló una caja con un gesto de la cabeza—. Yo me llamo Jen, por cierto. Y sería genial que me ayudases a llevar todo esto hasta la línea de salida.

Trixie sopesó la caja, que contenía material fotográfico, mientras Jen se subía la mascarilla hasta taparse la nariz y la boca.

—Querrás tu abrigo, supongo —dijo.

—Sólo traigo lo puesto —replicó Trixie—. Mis… em… amigos tienen mis cosas.

No sabía si eso tenía sentido o no, ya que, para empezar, no había entendido nada de los comentarios de Jen respecto a Tuluksak y a los Voluntarios Jesuitas. Pero Jen se limitó a mirar al techo y a acompañarla hasta una mesa llena de artículos de venta relacionados con la carrera K300.

—Toma —le dijo, tendiéndole una gran chaqueta de lana, unas manoplas y un gorro que se cerraba con velero por debajo de la barbilla. Cogió un par de botas y un recio anorak de detrás de las mesas de la organización—. Te irá un poco grande, pero, para cuando Harry quiera echarlo en falta, ya estará demasiado borracho.

Al salir detrás de Jen, el invierno azotó a Trixie en el rostro con toda su crudeza. No es que hiciera frío, como el frío que hacía en Maine en el mes de diciembre. Era un frío que te calaba hasta los huesos, que te envolvía la columna vertebral, te convertía la respiración en diminutos cristales y te pegaba las pestañas, heladas. La nieve se amontonaba a ambos lados del camino, y las motos de nieve estaban aparcadas en ángulo recto entre algunas furgonetas herrumbrosas.

Jen fue hasta una de las camionetas. Era blanca, pero con una de las portezuelas roja, como si se la hubieran amputado a otro vehículo de desguace y se la hubieran trasplantado. Por el lado del pasajero del banco delantero se le salían los muelles y parte del relleno. No había cinturones de seguridad. No se parecía en nada a la furgoneta de su padre, pero, al sentarse en el lugar del acompañante, la nostalgia se le clavó en el cuerpo como un cuchillo entre las costillas.

Jen accionó con mimo la llave del encendido.

—¿Desde cuándo han empezado a reclutar a los Voluntarios Jesuitas en los patios de los colegios?

El corazón de Trixie empezó a acelerarse.

—Tengo veintiún años —dijo—, lo que pasa es que parezco un poco más joven.

—Será eso o que yo me estoy haciendo vieja a marchas forzadas. —Jen señaló con la cabeza una botella de Jägermeister encajada en el cenicero—. Puedes echar un trago, si te apetece.

Trixie desenroscó el tapón de la botella. Dio un pequeño sorbo para probar y escupió el licor sobre el salpicadero.

Jen se rió.

—Vale, Voluntaria Jesuita, lo había olvidado. —Vio que Trixie intentaba limpiar desesperadamente el salpicadero con las manoplas—. No te preocupes, con el alcohol que lleva eso seguro que es mejor que si le hubiera caído limpiacristales.

Dio un giro demasiado brusco a la derecha y, del bandazo, la camioneta saltó por encima de un banco de nieve. A Trixie le entró pánico; no había carretera. El vehículo cayó deslizándose por una pendiente helada hasta la superficie de un río helado, y entonces Jen se puso a conducir por el centro del cauce.

Habían dispuesto una línea de salida y de llegada improvisadas, con dos largas pistas acordonadas en forma de tobogán y una ancha pancarta que anunciaba la K300. A un lado había una camioneta de remolque plano, sobre la que se veía a un hombre probando un micrófono. Una apretada fila de furgonetas desvencijadas y motonieves avanzaban sobre el hielo y aparcaban al llegar en irregular batería. Algunas tiraban de remolques con originales nombres de perro pintados en ellos, otras portaban una jauría entera ladrando en la parte trasera. A lo lejos se oía un ruidoso
hovercraft
, que según explicó Jen llevaba el correo río abajo. Esa noche iban a repartir perritos calientes gratis para festejar el inicio de la carrera.

Un par de reflectores enormes iluminaban la noche y, por vez primera desde que había aterrizado en Bethel, Alaska, Trixie tuvo una buena perspectiva de la tundra. El paisaje era una superposición de tonalidades claras, azules y plateadas; el cielo era un cuenco de estrellas volcado del revés que caía sobre las capuchas de los niños yup’ik, que se sostenían en equilibrio sobre los hombros de sus padres. El hielo se perdía hasta donde le alcanzaba la vista. Allí no era tan difícil entender poiqué la gente de otros tiempos creía que uno podía caerse por el borde del mundo.

Todo eso le parecía a Trixie familiar, por imposible que fuera. Y entonces se dio cuenta de que lo era. Aquello era exactamente como su padre había dibujado el infierno.

Mientras los
mushers
enganchaban a los perros a los trineos, la multitud se arremolinaba alrededor de la pista. Las personas parecían inmensas, con la ropa sobresaturada de relleno. Los niños sacaban las manos para que se las olisquearan los perros, enredándose con los correajes del tiro.

—Andi. ¿Andi?

Como Trixie no contestaba, pues había olvidado que ése era el nombre que le habían dado, Jen le dio unas palmadas en el hombro. Junto a ella había un chico esquimal yup’ik no mucho mayor que ella. Tenía una cara ancha de color avellana y sorprendía verle sin gorra.

—Willie te llevará hasta Tuluksak —dijo Jen.

—Gracias —repuso Trixie.

El chico no la miró a los ojos. Se volvió y se puso a caminar, lo que Trixie interpretó como una indicación para que le siguiera. El muchacho se detuvo junto a una moto de nieve, que señaló con un gesto con la cabeza, y se alejó del vehículo.

Willie desapareció con rapidez en la oscuridad de la noche fuera del alcance del reflector. Trixie se quedó titubeando junto a la motonieve, sin saber qué debía hacer. ¿Seguirle? ¿Adivinar cómo se ponía eso en marcha?

Trixie tocó uno de los extremos del manillar. La motonieve olía a tubo de escape, como el cortacésped de su padre.

Estaba a punto de ponerse a buscar un botón de encendido cuando Willie volvió con un anorak de invierno exageradamente grande en las manos, con una piel negra de lobo cosida a modo de capucha. Siempre evitando el contacto visual, le ofreció la prenda a Trixie. Al ver que ella no la cogía, le indicó con gestos que se la pusiera.

Aún quedaba un resto de calor en el interior. Trixie se preguntó a quién le habría cogido ese abrigo y si él o ella estaría ahora tiritando de frío en medio de la nieve. Las manos le quedaban por dentro de las mangas y, al ponerse la capucha, ésta le cubrió por completo la cara protegiéndola del viento.

Willie se subió a la motonieve y esperó a que Trixie hiciera lo mismo. Ella le miró con recelo… ¿Y si aquel crío no sabía bien el camino a Tuluksak? Y, aunque lo supiera, ¿qué haría ella cuando todo el mundo se diera cuenta de que no era la persona a la que esperaban? Y lo más importante de todo, ¿cómo iba a conseguir mantener el equilibrio en el asiento de atrás de esa cosa sin inclinarse hacia adelante y apoyarse en el chico?

Con tanta ropa, el espacio era un poco apretado. Trixie se sentó en el extremo de atrás del asiento, agarrándose de las barras laterales con las manos enguantadas. Willie tiró del cordón para encender el vehículo. Al rezongar el motor, el chico avanzó poco a poco, para no espantar a los perros. Dio un rodeo para no cruzar por mitad de la pista y luego dio gas al motor, de modo que partieron volando sobre el hielo.

Si ya hacía frío al caminar, lo hacía cincuenta veces más en una motonieve disparada a toda velocidad. Trixie no quiso ni imaginarse lo que hubiera sido no llevar ese anorak; aun así tiritaba dentro de él y mantenía los puños cerrados.

El faro delantero de la motonieve recortaba un minúsculo triangulo de visibilidad delante de ellos. No había ningún tipo de carretera. No había señales, ni luces de tráfico, ni rampas de salida.

—¡Oye! —gritó Trixie al viento—. ¿Tú sabes dónde vas?

Willie no contestó.

Trixie se agarró a los sujetamanos con más fuerza. Ir a tanta velocidad sin ver nada le producía vértigo. Se escoró a la izquierda mientras Willie saltaba por encima de un banco de nieve, atravesaba un apretado bosquecillo y volvía al río helado.

—¡Me llamo Trixie! —dijo, no porque esperara un respuesta, sino para evitar que le castañetearan los dientes. Pero nada más decirlo recordó que se suponía que era otra persona—. ¡Bueno, mi nombre es Trixie, pero todos me llaman Andi! «Por Dios —pensó—. ¿Podría parecer más imbécil si practico?».

El viento le azotaba los ojos, que, al empezar a llorarle, se le cerraron, congelados. Se agazapó inclinándose hacia adelante de forma instintiva, tocando casi con la frente la espalda de Willie. Desprendía calor a oleadas.

Mientras continuaban el viaje, se imaginó que estaba tumbada en el asiento trasero de la furgoneta de su padre, notando la vibración bajo su cuerpo al rebotar a la entrada del aparcamiento del autocine. La chapa de metal contra la que apoyaba la mejilla estaba aún caliente por haberle dado el sol todo el día. Comerían tantas palomitas que su madre las olería en la ropa antes de que le diera tiempo a meterla en la lavadora.

Una ráfaga de aire gélido le dio de pleno en el rostro.

—¿Vamos a tardar mucho? —preguntó Trixie y, ante el silencio de Willie—: ¿Hablas inglés?

Ante su sorpresa, el joven clavó los frenos contra el suelo, hasta que la motonieve se detuvo. Willie se volvió hacia ella, sin mirarla a los ojos.

—Hay más de ochenta kilómetros —dijo—. ¿Vas a estar gritando todo el camino?

Ofendida, Trixie se volvió y divisó las extrañas luces que colgaban sobre la superficie del río, en lo alto. Las siguió hasta su origen, por encima de sus cabezas… Una estela ondulada rosa, blanca y verde que le recordó las trazas de humo que dejaban los fuegos artificiales del Cuatro de Julio.

¿Quién sabía que cuando le haces un corte en el vientre al cielo nocturno sangra colores?

—Qué bonito —susurró Trixie.

Willie siguió su mirada.


Qiuryaq
.

No sabía si eso quería decir «Cierra la boca». o «Agárrate», o quizá incluso «Lo siento». Pero, esta vez, cuando él arrancó la motonieve, ella giró la cara hacia la aurora boreal. Mirar hacia arriba era algo hipnótico y menos angustioso que entornar los ojos tratando de seguir la imaginaria carretera. Contemplando ese cielo, casi resultaba fácil imaginarse que estaban cerca de casa.

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