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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (12 page)

BOOK: Hijos de Dune
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—Me llaman Muriz —dijo el curtido Fremen.

Estaba sentado en el suelo rocoso de una caverna, a luz de una lámpara de especia cuya temblorosa llama revelaba húmedas paredes y oscuros agujeros allá donde desembocaban los corredores que convergían en aquel lugar. Sonidos de agua goteando llegaban de uno de aquellos corredores pese a que los sonidos del agua eran algo esencial en el paraíso Fremen, los seis hombres atados que se hallaban frente a Muriz no parecían extraer ningún placer del rítmico gotear. En la caverna había el mohoso olor de los destiladores de muertos.

Un muchacho de tal vez catorce años estándar salió al corredor y se detuvo de pie a la izquierda de Muriz. Un crys, sin funda, lanzó un pálido reflejo amarillo a la luz de la lámpara de especia cuando el muchacho levantó la hoja y apuntó brevemente a cada uno de los hombres atados.

Con un gesto hacia el muchacho, Muriz dijo:

—Este es mi hijo, Assan Tariq, que debe pasar su prueba de la virilidad.

Muriz carraspeó, miró a cada uno de los seis cautivos. Estaban sentados en un irregular semicírculo alrededor de él, sólidamente atados con cuerdas de fibra de especia, las piernas cruzadas, las manos a la espalda. Sus ligaduras terminaban en un apretado lazo en torno a sus gargantas. Sus destiltrajes habían sido cortados a la altura del cuello.

Los hombres atados miraron fijamente a Muriz, sin parar. Dos de ellos llevaban amplias ropas extraarrakeenas que los señalaban como residentes acomodados de la ciudad Arrakeen. Ambos tenían una piel más tersa y clara que la sus compañeros, cuyos rasgos enjutos y curtidos y sus cuerpos huesudos los señalaban como nacidos en el desierto. Muriz se parecía a los habitantes del desierto, pero sus ojos eran mucho más hundidos, pozos oscuros que el resplandor de las lámparas de especia no conseguía alcanzar. Su hijo parecía una copia aún no formada del hombre, con un rostro impasible que pese a todo no conseguía ocultar su agitación interior.

—Entre nosotros los Exorcistas tenemos una prueba especial para probar la virilidad —dijo Muriz—. Un día mi hijo será juez en Shuloch. Debemos saber si estará a la altura de su cometido. Nuestros jueces no deben olvidar nunca Jacurutu y nuestro día de la desesperación. Kralizec, el Padre de las Tormentas, vive en nuestros corazones. —Hablaba con la monocorde entonación de un ritual.

Uno de los habitantes de la ciudad, de blandos rasgos, se agitó frente a Muriz y dijo:

—Te equivocas amenazándonos y manteniéndonos cautivos. Vinimos en plan de paz como
ummas
.

Muriz asintió.

—¿Habéis venido en busca de una fe religiosa personal? Bien. La tendréis.

El hombre de blandos rasgos dijo:

—Si nosotros…

A su lado, uno de los oscuros Fremen del desierto restalló:

—¡Calla, estúpido! Esos son ladrones de agua. Son aquellos que creímos haber eliminado para siempre.

—Esa vieja historia —dijo el cautivo de blandos rasgos.

—Jacurutu es mucho más que una historia —dijo Muriz. Señaló de nuevo a su hijo—. Os he presentado a Assan Tariq. Yo soy
arifa
de este lugar, vuestro único juez. Mi hijo también ha sido entrenado a detectar demonios. Los viejos sistemas son los mejores.

—Por eso precisamente hemos venido al desierto profundo —protestó el hombre de blandos rasgos—. Hemos elegido el viejo sistema, buscando en…

—Con guías a sueldo —dijo Muriz, señalando a los cautivos de rostro oscuro—. ¿Tenéis intención de comprar también vuestro camino al paraíso? —Muriz alzó la vista su hijo—. Assan, ¿estás preparado?

—He reflexionado largamente sobre aquella noche, cuando vinieron los hombres y exterminaron a todo nuestro pueblo —dijo Assan. Su voz proyectó una tensa vibración—. Nos deben agua.

—Tu padre te da seis de ellos —dijo Muriz—. Su agua es nuestra. Sus sombras son tuyas, tus guardianes para siempre jamás. Sus sombras te advertirán de los demonios. Serán tus esclavos cuando penetres en el
alam al-mythal
. ¿Qué respondes, hijo mío?

—Te lo agradezco, padre —dijo Assan. Dio un corto paso hacia adelante—. Acepto la virilidad entre los Exorcistas. Su agua es nuestra agua.

Mientras hablaba, el joven se acercó a los cautivos. Empezando por la izquierda, sujetó al primer hombre por el cabello y le hundió el crys desde debajo del mentón hasta el cerebro. Actuaba hábilmente, derramando el mínimo de sangre. Tan sólo uno de los hombres de blandos rasgos protestó, gritando cuando el muchacho lo sujetó por los cabellos. Los otros escupieron a Assan Tariq según la antigua manera, diciéndole con ello:
«¡Contempla qué poco valor doy a mi agua cuando me es arrancada por animales!».

Cuando todo hubo terminado, Muriz dio una palmada con sus manos.

Surgieron servidores y empezaron a llevarse los cuerpos, trasladándolos a los destiladores de muertos, donde su agua sería recuperada.

Muriz se puso en pie y miró a su hijo, que permanecía inmóvil respirando pesadamente mientras los sirvientes completaban su tarea.

—Ahora eres un hombre —dijo Muriz—. El agua de nuestros enemigos nutrirá a los esclavos. Y, hijo mío…

Assan Tariq giró hacia su padre una mirada agresiva y los labios del joven se fruncieron en una hosca sonrisa.

—El Predicador no debe saber nada de esto —dijo Muriz.

—Comprendo, padre.

—Lo has hecho muy bien —dijo Muriz—. Los que descubren Shuloch no deben sobrevivir.

—Como digas, padre.

—Te han sido confiadas tareas importantes —dijo Muriz—. Estoy orgulloso de ti.

13

Un hombre sofisticado puede volverse primitivo. Lo cual significa en realidad que la vida de ese hombre cambia por completo. Cambian los viejos valores, que empiezan a ligarse más estrechamente con el paisaje, con sus plantas y animales. Esta nueva existencia requiere un cuidadoso conocimiento de esos múltiples y entrecruzados acontecimientos habitualmente llamados naturaleza. Requiere una medida de respeto hacia el poder de inercia de tales sistemas naturales. Cuando un ser humano consigue este conocimiento y respeto, se dice que se «está volviendo primitivo». Lo contrario, por supuesto, es igualmente cierto: el primitivo puede volverse sofisticado, pero no sin aceptar terribles daños psicológicos.

Comentario de Leto
, según H
ARQ AL
-A
DA

—¿Cómo podemos estar seguros? —preguntó Ghanima—. Es muy peligroso.

—Ya lo hemos probado antes —argumentó Leto.

—No podría ser lo mismo esta vez. Y si…

—Es el único camino que tenemos abierto —dijo Leto. Tú has aceptado que no podemos seguir el camino de la especia.

Ghanima suspiró. No le gustaba aquel continuo entrecruzar de palabras, pero sabía la necesidad que empujaba a su hermano. Y sabía también la temible fuente de su propia reluctancia. Bastaba mirar a Alia para saber los peligros de aquel mundo interior.

—¿Y bien? —preguntó Leto.

Ella suspiró de nuevo.

Estaban sentados, con las piernas cruzadas, en uno de sus lugares privados, una hendidura que se abría desde la caverna hasta lo alto del macizo, un lugar donde su madre y su padre habían contemplado a menudo el sol surgir sobre el
bled
. Habían pasado dos horas desde la comida vespertina, un tiempo en el que se suponía que los gemelos debían ejercitar sus cuerpos y sus mentes. Habían elegido ejercitar sus mentes.

—Lo intentaré yo solo si te niegas a ayudarme —dijo Leto.

Ghanima miró hacia abajo, hacia las manchas de oscuridad de los sellos de humedad que cerraban todas las aberturas. Leto siguió mirando a lo lejos, al desierto.

Llevaban un cierto tiempo hablando en una lengua tan antigua que ni siquiera su nombre era ya recordado en estos tiempos. Aquel lenguaje proporcionaba a sus pensamientos una intimidad que ningún otro ser humano podía penetrar. Incluso Alia, pese a la intrincada textura de su mundo interior, no poseía los eslabones mentales necesarios y tan sólo conseguía captar alguna palabra ocasional.

Leto inhaló profundamente, identificando el distintivo olor lanudo de toda caverna sietch Fremen, que persistía incluso en su propia alcoba donde no soplaba el viento. El murmurante rumor del sietch y su húmedo calor estaban ausentes allí, y ambos se sentían aliviados por ello.

—Admito que necesitamos una guía —dijo Ghanima—. Pero si nosotros…

—¡Ghani! Necesitamos algo más que una guía. Necesitamos protección.

—Quizá no exista ninguna protección —miró directamente a su hermano, y vio en sus ojos una mirada parecida a la un predador al acecho de su presa. Sus ojos desmentían la placidez de sus rasgos.

—Debemos escapar de la posesión —dijo Leto. Usó el infinitivo especial del antiguo lenguaje, una forma estrictamente neutra en voz y tono, pero profundamente activa en sus implicaciones.

Ghanima interpretó correctamente su razonamiento.


Mohw’pwium d’mi hish pash moh’m kax
—entonó.
La captura de mi alma es la captura de mil almas.

—Mucho más que eso —opuso él.

—Y, conociendo los peligros, persistes —era una afirmación, no una pregunta.


¡Wabun’k wabunat!
—dijo él.
¡Ascendiendo, te elevas!

Consideraba su elección como una obvia necesidad. Admitido aquello, era mejor hacerlo activamente. Debía enrollar el pasado en el presente y permitir que ello lo proyectara a su futuro.


Muriyat
—aceptó ella con voz muy baja.
Hay que hacerlo con amor.

—Por supuesto —agitó él una mano, subrayando su total aceptación—. Y decidiremos entre los dos, como hicieron nuestros padres.

Ghanima permaneció silenciosa, intentando tragar el nudo que se había formado en su garganta. Instintivamente miró hacia el sur, en dirección al gran
erg
ilimitado, mostrando su gris diseño de dunas a la luz del atardecer. En aquella dirección había partido su padre en su última caminata por el desierto.

Leto miró hacia abajo, más allá del límite del risco, hacia el verdor del oasis del sietch. Allí todo estaba ya en penumbras, pero conocía todas sus formas y colores: macizos de cobre, oro, rojo, amarillo, herrumbre y bermellón, extendiéndose hasta las rocas que marcaban el final de las plantaciones irrigadas por el qanat. Más allá de las rocas se extendía una franja de putrefacta vegetación silvestre Arrakeena, muerta por las plantas foráneas y el exceso de agua que ahora formaba una barrera contra el desierto.

—Estoy lista —dijo Ghanima al cabo de un instante—. Podemos empezar.

—Sí, maldita sea —dijo Leto en voz muy alta. Luego tocó su brazo intentando atenuar la exclamación y dijo:

—Por favor, Ghani… canta aquella canción. Lo hará todo más fácil para mí.

Ghanima se acercó a él y rodeó su cintura con el brazo izquierdo. Inspiró dos veces profundamente, carraspeó, y empezó a cantar con una aguda y clara voz las palabras que su madre había cantado para su padre tan a menudo:

Aquí está redimido el voto que tú hiciste;

Derramo dulce agua sobre ti.

La vida prevalece en este lugar sin viento:

Mi amor, tú vivirás en un palacio,

Mientras tus enemigos se precipitarán en la nada.

Viajamos juntos a lo largo de este sendero

Que el amor ha trazado para ti.

Por supuesto que te mostraré el camino

Para mi amor es tu palacio…

Su voz se perdió en el desierto silencio no turbado por el menor susurro, y Leto se sintió a sí mismo hundiéndose, hundiéndose… convirtiéndose en su padre, cuyos recuerdos se extendieron como un fino velo por los genes de su inmediato pasado.

Por este breve espacio, yo debo ser Paul
, se dijo a sí mismo.
No es Ghani quien está a mi lado; es mi bienamada Chani, cuyos sabios consejos nos han salvado tantas veces.

Por su parte, Ghanima se había deslizado en los recuerdos personales de su madre con una sorprendente facilidad, como había sabido que sucedería. Cuánto más fácil era esto para una mujer… y cuánto más peligroso.

Con una voz que repentinamente se había hecho más grave, Ghanima dijo:

—¡Mira allí, mi amor! —La Primera Luna había salido y, contra su fría luz, vieron un arco de fuego anaranjado surgiendo al espacio. El transporte que había traído a Dama Jessica regresaba ahora a su nave-madre en órbita, cargado de especia.

Las más intensas evocaciones atravesaron entonces la mente de Leto, haciendo surgir recuerdos como un repique de campanas. Por un fugaz instante fue otro Leto… el Duque de Jessica. La necesidad empujó a un lado aquellos recuerdos, pero no antes de sentir la intensidad del amor y el dolor.

Debo ser Paul
, se dijo a sí mismo.

La transformación llegó sobre él con una estremecedora dualidad, como si Leto fuera una pantalla oscura contra la cual era proyectado su padre. Percibió juntas su propia carne y la de su padre, y las llameantes diferencias estuvieron a punto de vencerlo.

—Ayúdame, padre —susurró.

La repentina turbación pasó, y ahora había otra marca en su consciencia, mientras su propia identidad como Leto permanecía a un lado, como un observador.

—Mi última visión aún no ha terminado —dijo, y su voz era la de Paul. Se giró a Ghanima—. Sabes lo que he visto.

Ella tocó su mejilla con su mano derecha.

—¿Andabas en dirección al desierto para morir, mi amor? ¿Era esto lo que hiciste?

—Puede que fuera eso lo que hiciese, pero esta visión… ¿No sería una razón suficiente para permanecer con vida?

—¿Pero ciego? —preguntó ella.

—Incluso así.

—¿Dónde quieres ir?

El inspiró profunda y temblorosamente.

—Jacurutu —dijo.

—¡Mi amor! —las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

—Muad’Dib, el héroe, debe ser destruido por completo —dijo él—. De otro modo ese niño no podrá hacernos salir del caos.

—El Sendero de Oro —dijo ella—. No es una buena visión.

—Es la única visión posible.

—Entonces, Alia ha fracasado…

—Completamente. Puedes ver las pruebas de ello.

—Tu madre ha regresado demasiado tarde —admitió ella, y había la juiciosa expresión de Chani en el rostro infantil de Ghanima—. ¿No puede existir otra visión? Quizá si…

—No, mi amor. Todavía no. Este niño no puede escrutar todavía el futuro y regresar indemne.

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