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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (14 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Ghanima miró hacia atrás, hacia la antecámara que habían atravesado, paladeando los olores matutinos a cuero y a piel con su sensación de un eterno comienzo. Le gustaba la forma en que Leto había empleado su lenguaje privado.
Las fatigas del shaduf.
Era un voto. Él había calificado a su plan como un trabajo agrícola a un ínfimo nivel: fertilizar, escardar, trasplantar, podar… pero con las implicaciones Fremen de que este trabajo se producía simultáneamente en Otro Mundo donde simbolizaba el cultivo de las riquezas del alma.

Ghanima había estudiado a su hermano mientras estaban allí en el paso rocoso. Se le hacia cada vez más obvio a ella que él estaba implorando en dos niveles: uno, para el Sendero Dorado de su visión y la de su padre, y dos, para que ella le dejara en libertad de llevar a término la extremadamente peligrosa creación de un mito que el plan generaba. Aquello la estremeció. ¿Había algo más en su visión privada que no le hubiera contado? ¿Podía él verse a sí mismo como la potencial figura deificada que conduciría a la humanidad a un renacimiento… el hijo al igual que el padre? E1 culto a Muad’Dib se había vuelto agrio, fermentando en la mala administración de Alia y las incontroladas licencias de un sacerdocio militar que tenía las riendas del poder Fremen. Leto deseaba una regeneración.

Me está ocultando algo
, se dio cuenta.

Revivió todo lo que él le había contado de su sueño. Emitía una tan iridiscente realidad que uno podía andar a su alrededor durante horas, aturdido. El sueño nunca variaba, había dicho él.

—Estoy sobre la arena, bajo la brillante luz amarilla del día, y sin embargo no hay sol. Entonces me doy cuenta de que yo soy el sol. Mi luz ilumina un Sendero de Oro. Cuando me doy cuenta de esto, salgo de mí mismo. Giro, esperando verme a mí mismo como un sol. Pero no soy el sol; soy una figura hecha con palotes, un dibujo de niño con dos líneas en zigzag por ojos, piernas y brazos hechos de un solo trazo. Hay un cetro en mi mano izquierda, y es un cetro real… mucho más detallado en su realidad que toda la figura hecha con palotes que lo sostiene. El cetro se mueve, y aquello me aterra. A medida que se mueve tengo la sensación de estar despertando, pese a que sé que todavía sigo durmiendo. Me doy cuenta entonces de que mi cuerpo está encajado dentro de algo… una armadura que se mueve cuando mi cuerpo se mueve. No puedo ver esa armadura, pero la siento. Entonces mi terror me abandona, porque esa armadura me da la fuerza de diez mil hombres.

Cuando Ghanima lo miró, Leto intentó alejarse, continuar su camino hacia los apartamentos de Jessica. Ghanima resistió.

—Ese Sendero de Oro podría no ser mejor que cualquier otro sendero —dijo.

Leto miró al suelo rocoso que los separaba, sintiendo el potente regreso de las dudas de Ghanima.

—Debo hacerlo —dijo.

—Alia está poseída —dijo ella—. Eso mismo puede ocurrirnos a nosotros. Podría haber ocurrido ya, sin que nosotros lo supiéramos.

—No —el agitó la cabeza, sostuvo la mirada—. Alia ha resistido. Y esto es lo que les ha dado su fuerza a los poderes que hay dentro de ella. Se ha visto superada por su propia fortaleza. Nosotros nos hemos atrevido a buscar dentro de nosotros, extrayendo las antiguas lenguas y el viejo conocimiento. Somos ya una amalgama de todas esas vidas que hay dentro de nosotros. Nosotros no resistimos; llevamos las riendas con ellos. Esto es lo que he aprendido de nuestro padre esta última noche. Esto es lo que debemos aprender.

—Él no ha dicho nada de esto dentro de mí.

—Tú escuchabas a nuestra madre. Esto es lo que…

—Y casi me he perdido.

—¿Sigue siendo fuerte en tu interior? —el miedo contrajo su rostro.

—Sí… pero ahora pienso que está velando sobre mí con su amor. Estuviste muy bien cuando argumentaste con ella.

Y Ghanima, pensando en el reflejo de su madre dentro de ella, dijo—: Nuestra madre existe ahora para mí en el
alam al-mythal
con los demás, pero ha saboreado el fruto del infierno. Ahora puedo escucharla sin miedo. En cuanto a los demás…

—Si —dijo él—. Y yo he escuchado a mi padre, pero creo que realmente estoy siguiendo los consejos de mi abuelo de quien recibí el nombre. Quizás el nombre lo haga todo más fácil.

—¿Te ha aconsejado que hables con nuestra abuela acerca del Sendero de Oro?

Leto aguardó mientras un sirviente apresuraba el paso junto a ellos, llevando una bandeja de mimbre con el desayuno de Dama Jessica. Un intenso olor a especia inundó el aire al paso del sirviente.

—Ella vive en nosotros y en su propia carne —dijo Leto—. Su consejo puede ser consultado dos veces.

—No yo —protestó Ghanima—. No quiero arriesgarme de nuevo a ello.

—Entonces lo haré yo.

—Creo que ambos estamos de acuerdo en que ha vuelto a la Hermandad.

—Por supuesto. Bene Gesserit en sus comienzos; ella misma en su mitad; y Bene Gesserit al final. Pero recuerda que lleva también sangre Harkonnen en sus venas, y está más próxima a ellos de lo que lo estamos nosotros, y que también ha experimentado una forma de coparticipación interior como la que experimentamos nosotros.

—Una forma muy superficial —dijo Ghanima—. Y tú no has respondido a mi pregunta.

—No creo que le mencione el Sendero de Oro.

—Yo lo haré.

—¡Ghani!

—¡Lo último que necesitamos es otro dios Atreides! ¡Necesitamos un espacio para un poco de humanidad!

—¿Lo he negado alguna vez?

—No —Ghanima suspiró profundamente y apartó la mirada de él. Los sirvientes les lanzaron fugaces miradas desde la antecámara, sabiendo que estaban discutiendo por el tono de sus voces pero incapaces de comprender las antiguas palabras.

—Debemos hacerlo —dijo Leto—. Si no actuamos, será mejor que nos dejemos caer sobre nuestros propios cuchillos.

Usó la forma Fremen de decirlo, que en realidad significaba «derramar nuestra agua en la cisterna tribal».

Ghanima miró una vez más hacia él. Se vio forzada a asentir. Pero se sintió atrapada dentro de una construcción con muchas paredes. Ambos sabían que habría un día de rendición de cuentas que se cruzaría en su camino, hicieran lo que hiciesen. Ghanima lo sabía con una certeza reforzada por los datos obtenidos de todas aquellas memorias-vida, pero ahora sentía miedo de la fuerza que iban adquiriendo aquellas otras psiques por el hecho de usar sus experiencias. Acechaban como arpías en su interior, sombras demoníacas aguardando emboscadas.

Excepto su madre, que había empuñado el poder de la carne y había renunciado a él. Ghanima se estremecía ante el pensamiento de aquella lucha interior, sabiendo que habría perdido de no ser por la fuerza de persuasión de Leto.

Leto decía que su Sendero de Oro conducía fuera de aquella trampa. Excepto por la angustiosa impresión de que él le ocultaba algo de su visión, Ghanima no podía hacer más que aceptar su sinceridad. Leto necesitaba de la fértil creatividad de ella para enriquecer el plan.

—Seremos probados —dijo él, sabiendo cuáles eran las dudas de ella.

—No con la especia.

—Quizás incluso con ella. Seguramente en el desierto, y con la Prueba de la Posesión.

—Nunca has mencionado la Prueba de la Posesión —acusó ella—. ¿Forma parte de tu sueño?

El intentó deglutir con la garganta seca, reprochándose a sí mismo su estupidez.

—Si —dijo.

—¿Entonces seremos… poseídos?

—No.

Ella pensó en la Prueba… aquel antiguo examen Fremen que la mayor parte de las veces terminaba con una muerte horrible. Así pues, aquel plan tenía otras complejidades. Los conduciría hasta una afilada cresta desde la cual caer hacia cualquiera de los dos lados representaría una sacudida tal a la mente humana que sería difícil que esta mente conservara la cordura.

Sabiendo a dónde conducían los pensamientos de Ghanima, Leto dijo:

—El poder atrae a los psicóticos. Siempre. Esto es lo que debemos evitar dentro de nosotros.

—¿Estás seguro de que no vamos a ser… poseídos?

—No si creamos el Sendero de Oro.

Dudando aún, Ghanima dijo:

—No daré a luz a tu hijo, Leto.

El agitó la cabeza, ahogando las protestas interiores, y utilizó la ceremonial forma real de la antigua lengua:

—Hermana mía, te amo más que a mi mismo, pero este no es el mayor de mis deseos.

—Muy bien, entonces volvamos a otro punto de nuestra discusión antes de reunirnos con nuestra abuela. Un cuchillo clavado en el cuerpo de Alia resolvería la mayor parte de nuestros problemas.

—Si crees esto, crees también que podemos caminar por el fango sin dejar ninguna huella —dijo Leto—. Además, ¿cuándo ha dado Alia a alguien la menor oportunidad de hacerlo?

—Corren rumores acerca de ese Javid.

—¿Ha mostrado alguna vez Duncan señales de cuernos creciéndole?

Ghanima se alzó de hombros.

—Un veneno, dos venenos. —Era la etiqueta habitual aplicada a la costumbre real de catalogar a los compañeros por su capacidad de traicionarle a uno, una marca que distinguía a los gobernantes en cualquier lugar.

—Debemos actuar a mi manera —dijo Leto.

—La otra manera podría ser más limpia —dijo Ghanima.

Él supo por su respuesta que ella había eliminado finalmente sus dudas y empezaba a aceptar su plan. Aquella constatación no lo hizo más feliz. Se descubrió a sí mismo mirándose las manos, pensando cómo iba a limpiar toda aquella suciedad.

14

Esta fue la realización de Muad’Dib: Vio la reserva subliminal de cada individuo como un inconsciente banco de memorias que llegaba hasta las células primordiales de nuestra génesis común. Cada uno de nosotros, dijo, puede medirse en razón de su distancia de este origen común. Viendo esto y aceptándolo, dio el audaz paso de la decisión. Muad’Dib tomó sobre sí mismo la tarea de integrar la memoria genética en la evaluación actual. De este modo rasgó los velos del Tiempo, haciendo una sola cosa del futuro y del pasado. Esta fue la creación de Muad’Dib, encarnada en su hijo y en su hija.

Testamento de Arrakis
, por H
ARQ AL
-A
DA

Farad’n avanzaba a grandes zancadas por el amurallado jardín del palacio real de su abuelo, observando cómo su sombra se hacía más corta a medida que el sol de Salusa Secundus ascendía hacia el cenit. Tenía que esforzarse y acelerar el paso para mantenerse a la altura del alto Bashar que lo escoltaba.

—Tengo dudas, Tyekanik —dijo—. Oh, no puedo negar el atractivo que tiene un trono, pero… —inspiró profundamente—. Tengo tantos otros intereses.

Tyekanik, recién salido de una violenta discusión con la madre de Farad’n, miró de reojo al Príncipe, notando como la carne del muchacho se afirmaba a medida que se aproximaba su decimoctavo cumpleaños. Cada vez había menos y menos de Wensicia en él, a cada día que pasaba, y más del viejo Shaddam, que siempre había preferido sus aficiones privadas a las responsabilidades del reino. Y aquello había sido lo que finalmente le había costado el trono, por supuesto. Se había ablandado demasiado en el mando.

—Debéis tomar vuestra elección —dijo Tyekanik—. Oh, sin duda necesitaréis tiempo para alguno de vuestros intereses, pero…

Farad’n se mordió el labio inferior. El deber lo mantenía allí, pero se sentía frustrado. Hubiera preferido con mucho estar en aquel enclave rocoso donde se realizaban los experimentos con la trucha de arena.
Aquel
era un proyecto de enorme alcance: arrancar a los Atreides el monopolio de la especia. A partir de ello, cualquier cosa podía suceder.

—¿Estás seguro de que esos gemelos van a ser… eliminados?

—Nada es absolutamente seguro, mi Príncipe, pero las perspectivas son buenas.

Farad’n se alzó de hombros. El asesinato era un hecho común en la vida real. El lenguaje estaba repleto de sutiles variantes de la forma en que podían ser eliminados los personajes importantes. Con una simple palabra, uno podía distinguir entre el veneno en la bebida y el veneno en la comida. Presumía que la eliminación de los gemelos Atreides sería realizada a través de un veneno. No era un pensamiento agradable. Según lo que se decía, los gemelos eran una pareja excepcionalmente interesante.

—¿Tendremos que trasladarnos a Arrakis? —preguntó Farad’n.

—La mejor elección es siempre hallarse personalmente en el lugar donde la presión es mayor. —Farad’n daba la impresión de estar evitando una pregunta muy concreta, y Tyekanik se preguntó cuál podría ser.

—Estoy preocupado, Tyekanik —dijo Farad’n, mientras rebasaban un seto que formaba un recodo y se acercaban a una fuente rodeada de gigantescas rosas negras. Se podía oír el ruido de los jardineros trabajando tras los macizos.

—¿Sí? —invitó Tyekanik.

—Esta… ah… religión que profesas…

—No hay nada extraño en ello, mi Príncipe —dijo Tyekanik, y rogó por que su voz siguiera firme—. Esa religión le habla al guerrero que hay en mí. Es una religión apropiada para un Sardaukar. —Esto, al menos, era cierto.

—Síííííí… Pero mi madre parece muy complacida con ello.

¡Maldita Wensicia!
, pensó Tyekanik.
Ha hecho que sospechara.

—Lo que tu madre piense no tiene importancia. La religión de un hombre es un asunto estrictamente suyo. Quizás ella vea algo en la misma que pueda ayudarte a acceder al trono.

—Eso es lo que yo pienso —dijo Farad’n.

¡Oh, he aquí a un muchacho agudo!
, pensó Tyekanik.

—Estudiad la religión por vos mismo —dijo—; veréis inmediatamente por qué yo la he elegido.

—De todos modos… ¿y las doctrinas de Muad’Dib? Después de todo, él era un Atreides.

—Sólo puedo deciros que los caminos de Dios son misteriosos —dijo Tyekanik.

—Lo sé. Dime, Tyek, ¿por qué me has pedido que viniera a pasear aquí contigo? Casi es mediodía, y normalmente a esa hora tú estás fuera cumpliendo algún encargo de mi madre.

Tyekanik se detuvo al lado de un banco de piedra, junto a la fuente y a las rosas gigantes que la flanqueaban. El rumor del agua lo calmaba, y concentró toda su atención antes de hablar:

—Mi Príncipe, he hecho algo que a lo mejor no le gustará a vuestra madre. —Y pensó:
Si cree esto, su maldita maquinación funcionará.
Casi deseaba que el plan de Wensicia fallase.
Traer hasta aquí a ese condenado Predicador. Es estúpido. ¡Y el costo!

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