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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (18 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Leto se puso en pie, asintió con la cabeza. Dijo:

—Algunas acciones tienen un fin pero no un principio; algunas empiezan pero no terminan nunca. Todo depende del lugar donde esté situado el observador. —Se giró, y salió de la estancia.

En la segunda antecámara, Leto encontró a Ghanima que se apresuraba hacia sus apartamentos privados. Ella se detuvo al verle.

—Alia está muy ocupada con su Convocación de la Fe —dijo. Miró interrogativamente hacia el pasillo que conducía a los apartamentos de Jessica.

—Ha funcionado —dijo Leto.

16

La atrocidad es reconocida como tal tanto por la víctima como por el perpetrador, y por todos aquellos que tienen conocimiento de ella. La atrocidad no tiene excusas ni argumentos mitigantes. La atrocidad nunca equilibra ni rectifica errores del pasado. La atrocidad simplemente arma al futuro para mayores atrocidades. Se perpetúa en sí misma… una forma bárbara de incesto. Cualquiera que comete una atrocidad comete también todas las atrocidades futuras generadas por ella.

Los Apócrifos de Muad’Dib

Poco después del mediodía, cuando la mayor parte de los peregrinos se habían retirado en busca de alguna sombra refrescante cerca de alguna fuente de bebidas, el Predicador entró en la gran plaza bajo el Templo de Alia. Sujetaba del brazo al sustituto de sus ojos, el joven Assan Tariq. En un bolsillo bajo sus flotantes ropas, el Predicador llevaba la negra máscara translúcida que había llevado en Salusa Secundus. Le divertía pensar que tanto la máscara como el muchacho servían para el mismo propósito… disimular. Mientras necesitara unos ojos auxiliares, la leyenda seguía viva.

Deja que el mito crezca, pero que las dudas pervivan
, pensó.

Nadie debía descubrir que la máscara era simplemente un atuendo, en absoluto un artefacto ixiano. Su mano no debía separarse ni un instante del huesudo hombro de Assan Tariq. Dejad que el Predicador ande una sola vez con la seguridad de aquellos que ven, y pese a sus órbitas vacías todas las dudas se disolverán. Incluso la pequeña esperanza que cultivaba moriría. Cada día rogaba por un cambio, por algo distinto en lo que tropezar, pero incluso Salusa Secundus había sido un guijarro, con todos sus aspectos sabidos de antemano. Nada había cambiado; nada podía cambiar… todavía.

Mucha gente observó su paso a lo largo de las tiendas y de las arcadas, notando la forma en que giraba su cabeza a uno y otro lado, en dirección a una puerta o a una persona. Los movimientos de su cabeza no eran siempre los naturales de un ciego, y esto contribuía a acrecentar el mito.

Alia estaba observando desde una rendija oculta en los torreones de su templo. Escrutó aquel rostro surcado de cicatrices, allá a lo lejos, buscando alguna señal… algún signo certero de identidad. Todos los rumores le eran informados. Cada nuevo rumor llegaba hasta ella, con su consecuente estremecimiento de miedo.

Al principio había estado segura de que sus órdenes de tomar prisionero al Predicador permanecerían secretas, pero incluso esto se había convertido ahora en un rumor. Hasta entre sus guardias había alguno que no sabía estar callado. Deseó que sus guardias siguieran ahora sus nuevas órdenes y no detuvieran a aquel hombre rodeado de misterio en un lugar público, donde el rumor correría y se esparciría.

Hacía un polvoriento calor en la plaza. El joven guía del Predicador se había colocado el velo de sus ropas cubriendo su nariz, dejando así al descubierto tan sólo sus oscuros ojos y una pequeña parte de su frente. El velo revelaba el abultamiento del tubo de recuperación de un destiltraje. Aquello le dijo a Alia que venían del desierto. ¿Dónde se habían ocultado allá fuera?

El Predicador no se protegía con ningún velo del seco aire. Simplemente había dejado caer el faldón del tubo de su destiltraje. Su rostro quedaba expuesto a la luz del sol y a la reverberación del calor que flotaba en visibles olas sobre las losas del pavimento de la plaza.

En las escalinatas del Templo había de pie un grupo de nueve peregrinos realizando sus reverencias rituales de partida. En un ángulo en sombras de la plaza había quizás una cincuentena de personas más, la mayor parte de ellas peregrinos que llevaban a cabo las diversas penitencias impuestas por los sacerdotes. Entre los mirones podían verse mensajeros y algunos pocos mercaderes que aún no habían vendido lo bastante como para cerrar su negocio en las horas más calurosas del día.

Observando desde su rendija, Alia sintió el empapante calor, y supo que se había deslizado sin darse cuenta entre los pensamientos y las sensaciones, de aquella misma forma en que había visto a menudo deslizarse a su hermano. La tentación de consultar a la presencia ominosa que había dentro de ella rondó por unos instantes por su cabeza. El Barón estaba allí: obsequioso, pero siempre dispuesto a jugar con sus terrores cuando el juicio racional fallaba y las cosas a su alrededor perdían su significado de pasado, presente y futuro.

¿Qué ocurrirá si aquel hombre de allá es Paul?
, se preguntó a sí misma.

—¡Tonterías! —dijo la voz en su interior.

Pero los informes relativos a las palabras del Predicador no podían ser puestos en duda.
¡Herejía!
Se sentía aterrorizada al pensar que el propio Paul pudiera derribar las estructuras erigidas en su nombre.

¿Por qué no?

Pensó en lo que ella misma había dicho en el Consejo aquella misma mañana, revolviéndose fieramente contra Irulan, que insistía en que fuera aceptado el regalo de unos trajes por parte de la Casa de los Corrino.

—Todos los regalos a los gemelos son examinados con la máxima atención, como siempre —había argumentado Irulan.

—¿Y cuándo descubriremos que son inofensivos? —gritó Alia.

Y lo que más le sorprendió de aquello fue pensar en la posibilidad de que algún regalo pudiera no encerrar ninguna amenaza.

Al final aquellos finos atuendos habían sido aceptados, y habían pasado a otro asunto: ¿debía asignarse a Dama Jessica un puesto en el Consejo? Alia había conseguido postergar la decisión.

Pensó en todo aquello mientras observaba al Predicador. Las cosas que habían ocurrido durante su Regencia formaban parte invisible de la profunda transformación que se estaba infligiendo a aquel planeta. Durante un tiempo Dune había simbolizado el poder último del desierto. Aquel poder había disminuido físicamente, pero el mito del mismo seguía ganando espacio. Solo permanecía el desierto-océano, el gran Desierto Madre en lo más profundo del planeta, con su borde de arbustos espinosos que los Fremen seguían llamando Reina de la Noche. Tras los arbustos espinosos se erguían suaves colinas verdeantes que penetraban en la arena. Todas aquellas colinas eran obra del hombre. Cada una de ellas había sido plantada por hombres que habían trabajado como infatigables insectos. El verde de aquellas colinas era algo casi sofocante para alguien que, como ella, había sido criada en la tradición de la arena. En su mente, como en la mente de todos los Fremen, el desierto-océano aferraba a Dune con un abrazo que jamás sería soltado. Alia necesitaba tan sólo cerrar sus ojos para poder ver este desierto.

Sus ojos abiertos dirigidos al borde de ese desierto veían ahora las verdeantes colinas, extendiendo sus verdes pseudópodos entre la arena… pero el otro desierto seguía tan poderoso como siempre.

Alia agitó la cabeza, mirando hacia el Predicador.

Este había ascendido los primeros escalones formando terrazas, bajo el templo, y había girado el rostro hacia la casi desierta plaza. Alia tocó el botón bajo su ventana que amplificaba las voces de lo que ocurría debajo. Sintió una oleada de autocompasión ante su absoluta soledad. ¿Pero en quién podía confiar? Se dijo que aún quedaba Stilgar, aunque Stilgar también se sentía fascinado por aquel hombre ciego.

—¿Sabes cómo cuenta? —le había dicho Stilgar—. Le he oído contar las monedas para pagar a su guía. Es realmente extraño para mis oídos Fremen, suena como algo terrible. Cuenta: «shuc, ishcai, quimsa, chuascu, picha, sucta», y así. Nunca había oído contar así desde los viejos días en el desierto.

A causa de aquello Alia sabía que Stilgar no podía realizar el trabajo que debía ser hecho absolutamente. Y tenía que mostrarse circunspecta con sus guardias, para los cuales cualquier palabra pronunciada con un cierto énfasis por su Regente era considerada como una orden absoluta.

¿Qué estaba haciendo allí aquel Predicador?

El mercado, que rodeaba la plaza, extendiéndose bajo los protectores balcones y arcadas, presentaba el rostro de la abundancia: las mercancías estaban expuestas tentadoramente, con pocos muchachos vigilándolas. Apenas algunos mercaderes permanecían despiertos, olisqueando el aroma a especia de las monedas en las bolsas de los peregrinos.

Alia estudió la espalda del Predicador. Parecía a punto de hacer un discurso, pero algo retenía su voz.

¿Por qué estoy aquí espiando las huellas de una antigua carne en esta ruina?
, se dijo a sí misma.
Estos despojos no pueden ser el «recipiente de magnificencia» que en su tiempo fue mi hermano.

La frustración se mezcló con la rabia dentro de ella. ¿Cómo podía descubrir quién era realmente el Predicador, descubrirlo con certeza
sin descubrirlo
? Estaba atrapada. No se atrevía a revelar más que una casual curiosidad acerca de aquel herético.

Irulan se había dado cuenta de ello. En Pleno Consejo había perdido su famosa compostura Bene Gesserit y había gritado:

—¡Hemos perdido el poder de pensar bien de nosotros mismos!

Incluso Stilgar se había sentido impresionado por aquellas palabras.

Javid la había devuelto a la razón:

—¡No tenemos tiempo para esas tonterías!

Javid tenía razón. ¿Qué importancia tenía lo que pensaban de sí mismos? Lo único que les preocupaba a todos ellos era mantener el poder Imperial.

Pero Irulan, recobrando su compostura, había sido aún más devastadora:

—Hemos perdido algo vital, os digo. Y, perdiéndolo, hemos perdido la habilidad de tomar decisiones adecuadas. Cada día afrontamos nuestras decisiones como si afrontáramos a un enemigo… o esperamos y esperamos, lo cual es una forma de rendirnos, y permitimos que sean las decisiones de los demás las que nos fuercen a movernos. ¿Podemos olvidar que hemos sido nosotros quienes hemos iniciado esta forma de actuar?

Y todo ello para decidir si se debía aceptar un regalo de la Casa de los Corrino.

Irulan debe ser eliminada
, decidió Alia.

¿Qué era lo que estaba esperando allí aquel anciano? Se llamaba a sí mismo un predicador. ¿Por qué no predicaba?

Irulan está equivocada acerca de nuestro modo de tomar decisiones
, se dijo Alia a sí misma.
¡Yo todavía puedo tomar las decisiones adecuadas!
La persona que debe tomar decisiones de vida y muerte debe actuar firmemente si no quiere verse presa del péndulo. Paul había dicho siempre que la estasis era el peor de todos los fenómenos no naturales. La única permanencia era el fluir. Cambiar era lo necesario.

¡Les daré cambio!
, pensó Alia.

El Predicador levantó los brazos en bendición.

Unos pocos de los que permanecían aún en la plaza se le acercaron, y Alia notó la lentitud de aquel movimiento. Sí, los rumores de que el Predicador se había ganado la enemistad de Alia habían corrido. Se inclinó hacia el altavoz ixiano junto a su observatorio. El altavoz le transmitió el murmullo de la gente en la plaza, el sonido del viento, el crujir de los pies en la arena.

—¡Os traigo cuatro mensajes! —dijo el Predicador.

Su voz estalló en el altavoz de Alia, que se apresuró a bajar el volumen.

—Cada uno de los mensajes es para una cierta persona —dijo el Predicador—. El primer mensaje es para Alia, la soberana de este lugar. Señaló hacia atrás, hacia la ventana espía—. Quiero hacerle una advertencia: ¡Tú, que posees en tu seno el secreto de la duración, has vendido tu futuro por una bolsa vacía!

¿Cómo se atreve?
, pensó Alia. Pero aquellas palabras la estremecieron.

—Mi segundo mensaje —dijo el Predicador— es para Stilgar, el Naib Fremen, que cree poder trasladar el poder de las tribus al poder del Imperio. Mi advertencia para ti, Stilgar: La más peligrosa de todas las creaciones es un rígido código ético. ¡Se girará contra ti y te conducirá al exilio!

¡Ha ido demasiado lejos!
, pensó Alia.
Debo enviar a mis guardias a detenerlo, sean cuales sean las consecuencias.
Pero sus manos permanecieron inmóviles a sus costados.

El Predicador giró su rostro hacia el Templo, subió el segundo peldaño, hizo de nuevo frente a la plaza, sujetando durante todo el tiempo el hombro de su guía. Habló de nuevo en voz muy alta:

—Mi tercer mensaje es para la Princesa Irulan. ¡Princesa! La humillación es algo que nadie puede olvidar. ¡Te advierto: huye!

¿Qué está diciendo?
, se dijo Alia.
Hemos humillado a Irulan, pero… ¿Por qué le advierte que huya? ¡Apenas acabo de tomar mi decisión!
Un estremecimiento de miedo la agitó. ¿Cómo podía saberlo el Predicador?

—Mi cuarto mensaje es para Duncan Idaho —gritó el anciano—. ¡Duncan! Te han enseñado a creer que la lealtad compra la lealtad. Ohh, Duncan, no creas en la historia, porque la historia es impulsada por el dinero en cualquiera de sus formas. ¡Duncan! Toma tu alternativa y actúa del modo que creas mejor.

Alia se mordió el dorso de su mano derecha.
¡Alternativa!
Fue a pulsar el botón que llamaría a sus guardias, pero su mano se negó a moverse.

—Ahora predicaré para vosotros —dijo el Predicador—. Este es un sermón del desierto. Va dirigido a los oídos de los sacerdotes de Muad’Dib, aquellos que practican el ecumenismo de la espada. ¡Ohhh, vosotros que creéis en el destino revelado! ¿No sabéis que el destino revelado tiene un lado demoníaco? Proclamáis que habéis sido exaltados simplemente porque habéis vivido en las generaciones benditas de Muad’Dib. Os digo que habéis abandonado a Muad’Dib. ¡La santidad ha reemplazado al amor en vuestra religión! ¡Buscáis la venganza del desierto!

El Predicador inclinó la cabeza, como si estuviera orando.

Alia se estremeció en su consciencia. ¡Dioses de las profundidades! ¡Aquella voz! Había sido corroída por años de ardientes arenas, pero podía ser lo que quedaba de la voz de Paul.

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