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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (63 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Sin embargo, la arena al otro lado del destrozado qanat seguía estando húmeda, indicando el hecho de que la rechoncha protuberancia de la trampa de viento funcionaba todavía.

Durante los meses transcurridos desde su fuga del Tabr, los fugitivos se habían cobijado en varios lugares como aquel, convertidos en inhabitables por el Demonio del Desierto. Ghanima no creía en el Demonio del Desierto, pese a que no podía negar la visible evidencia de la destrucción del qanat.

Ocasionalmente recibían noticias de los poblados del norte a través de sus encuentros con los rebeldes cazadores de especia. Unos pocos tópteros —algunos decían que no eran más de seis— realizaban vuelos de rastreo en busca de Stilgar, pero Arrakis era grande y el desierto estaba del lado de los fugitivos. Efectivamente, se había organizado una fuerza encargada de buscar y destruir a la partida de Stilgar, pero esta fuerza, conducida por el antiguo tabrita Buer Agarves, tenía también otras tareas, y regresaba a menudo a Arrakeen.

Los rebeldes decían que había pocas escaramuzas entre sus hombres y las tropas de Alia. Los devastadores saqueos del Demonio del Desierto hacían que la principal preocupación de Alia y los Naibs fuera el mantenimiento de su Guardia Personal. Incluso los contrabandistas habían tenido dificultades, pero se decía que ellos también rastreaban el desierto en busca de Stilgar, codiciosos del precio puesto a su cabeza.

Stilgar había conducido a su partida al interior de la djedida el día anterior al anochecer, siguiendo la infalible huella de la humedad con su vieja nariz Fremen. Había prometido que pronto se dirigirían hacia los palmerales del sur, pero se negó a fijar una fecha. Aunque había sido puesto a su cabeza un premio que en otros tiempos hubiera sido suficiente para comprar un planeta entero, Stilgar parecía el más feliz y el más despreocupado de los hombres.

—Este es un buen lugar para nosotros —dijo, señalando la trampa de viento que aún funcionaba—. Nuestros amigos nos han dejado algo de agua.

Su grupo era pequeño ahora, sesenta personas en total. Los viejos, los enfermos y los muy jóvenes habían sido infiltrados entre los palmerales, al sur, donde eran acogidos por familias leales. Tan sólo quedaban los más fuertes, y estos tenían muchos amigos al norte y al sur.

Ghanima se preguntó por qué Stilgar se negaba a discutir lo que le estaba ocurriendo al planeta. ¿Acaso no podía verlo? A medida que los qanats iban siendo destruidos, los Fremen se veían obligados a regresar a las líneas al norte y al sur que en otro tiempo habían marcado los límites de su territorio. Este movimiento era una clarísima señal de lo que le estaba ocurriendo al Imperio. Una condición era el espejo de la otra.

Ghanima metió una mano bajo el cuello de su destiltraje y lo soltó. Pese a sus preocupaciones, se sentía notablemente libre allí. Sus vidas interiores ya no la atosigaban, aunque a veces notaba aquellas memorias insertas en su consciencia. Sabía por aquellas memorias lo que había sido aquel desierto en otro tiempo, antes de que se iniciara la transformación ecológica. Por un lado, era mucho más seco. Aquella trampa de viento, pese a la ausencia de cuidados, seguía funcionando porque procesaba aire húmedo.

Muchas criaturas que en otro tiempo habían evitado aquel desierto se aventuraban ahora a vivir en él. Muchos en grupo habían notado cómo proliferaban las aves de allí. Incluso ahora Ghanima podía ver pájaros hormigueros. ¡Se agitaban y danzaban a lo largo de las líneas de insectos que se movían sobre la húmeda arena, al extremo del qanat! Podían verse pocos tejones, pero los ratones eran incontables.

Un temor supersticioso dominaba a los nuevos Fremen, y Stilgar no era mejor que ellos. Aquella djedida había sido entregada al desierto después de que su qanat fue destruido por quinta vez en once meses. Cuatro veces habían sido reparados los destrozos ocasionados por el Demonio del Desierto, pero a la quinta vez ya no había suficiente reserva de agua como para arriesgarse a una nueva pérdida.

Lo mismo había ocurrido en todas las djedidas y en muchos de los viejos sietchs. Ocho de cada nueve nuevos emplazamientos habían sido abandonados. Muchas de las antiguas comunidades sietch estaban repletas de gente como nunca antes habían estado. Y mientras el desierto entraba en su nueva fase, los Fremen volvían a sus antiguas tradiciones. Veían presagios en cualquier cosa. Los gusanos eran cada vez más escasos, excepto en el Tanzerouft. ¡Era el castigo de Shai-Hulud! Y habían sido vistos gusanos muertos sin que nadie pudiera explicar de qué habían muerto. Se convertían rápidamente en polvo que se confundía con el desierto tras su muerte, pero aquellas carcasas vacías que se levantaban frecuentemente como resecos pecios en el camino de los Fremen llenaban a sus observadores de terror.

El grupo de Stilgar había encontrado una de aquellas enormes carcasas el mes anterior, y habían necesitado cuatro días para sacudirse de encima la impresión de haber topado con algo demoníaco. Aquello olía intensa y ácidamente a venenosa putrefacción. Yacía en la cima de una enorme estancia de especia, la mayor parte de la cual estaba arruinada.

Ghanima apartó los ojos del qanat y miró hacia la djedida. Directamente frente a ella se erguía una pared medio derrumbada que en otro tiempo había protegido un
mushtamal
, un pequeño jardín anexo. Lo había explorado movida por la curiosidad, y había hallado unas cuantas galletas de pan de especia sin levadura metidas en una caja de piedra.

Stilgar las había destruido, diciendo:

—Los Fremen nunca dejarían comida en buen estado tras ellos.

Ghanima no era de la misma opinión, pero aceptó no discutir al respecto ni correr el riesgo. Los Fremen estaban cambiando. Hubo un tiempo en que se movían libremente través del
bled
, empujados por las necesidades naturales: especia, comercio. Las actividades de los animales habían sido sus señales de alarma. Pero los animales se movían con extraños nuevos ritmos ahora, mientras la mayor parte de los Fremen se apretujaban en sus viejas cavernas-madriguera al amparo de la parte norte de la Muralla Escudo. Eran raros los cazadores de especia en el Tanzerouft, y tan sólo el grupo de Stilgar se movía según las antiguas tradiciones.

Confiaba en Stilgar y en su miedo a Alia. Irulan apoyaba sus argumentos ahora, citando extrañas meditaciones Bene Gesserit. Pero en el lejano Salusa, Farad’n seguía vivo. Algún día tendría que venir a rendir cuentas.

Ghanima levantó la mirada hacia el cielo gris plateado de la mañana, buscando en su mente. ¿Dónde podía encontrar ayuda? ¿Dónde había alguien que la escuchara cuando revelara lo que veía que estaba ocurriendo alrededor de ellos? Dama Jessica seguía todavía en Salusa, si podía creerse en los informes. Y Alia era una criatura en un pedestal, empeñada sólo en seguir siendo colosal mientras se alejaba cada vez más y más de la realidad. Gurney Halleck no podía ser localizado en ningún lugar, aunque todos decían haberlo visto, El Predicador se había esfumado, y sus declaraciones heréticas eran tan sólo un recuerdo que se iba borrando.

Y Stilgar.

Miró a través de la semiderrumbada pared al lugar donde Stilgar estaba ayudando a reparar la cisterna. Stilgar gozaba con su papel de fuego fatuo del desierto, mientras el precio puesto a su cabeza crecía de mes en mes.

Nada seguía teniendo sentido. Nada.

¿Dónde estaba aquel Demonio del Desierto, aquella criatura capaz de destruir qanats como si fueran falsos ídolos que debían ser arrojados a la arena? ¿Era un gusano errante? ¿Era una tercera fuerza en la rebelión… mucha gente? Nadie creía que fuera un gusano. El agua hubiera aniquilado a cualquier gusano que se aventurara en un qanat. Muchos Fremen creían actualmente que el Demonio del Desierto era una banda revolucionaria dedicaba a derribar el mahdinato de Alia y devolver Arrakis a las antiguas tradiciones. Los que creían esto decían que era una buena cosa. Había que liberarse de aquella ávida sucesión apostólica que tan sólo se preocupaba en perpetuar su propia mediocridad. Había que volver a la auténtica religión que Muad’Dib había abrazado.

Un profundo suspiro agitó a Ghanima.
Oh, Leto
, pensó.
Me siento casi feliz de que no vivas para ver estos días. Me uniría incluso a ti, pero tengo un cuchillo que aún no se ha manchado de sangre. Alia y Farad’n. Farad’n y Alia. El Viejo Barón es su demonio, y eso no puede ser consentido.

Harah salió de la djedida, acercándose a Ghanima con el característico paso arrítmico. Harah se detuvo frente a Ghanima y preguntó:

—¿Qué haces sola aquí fuera?

—Este es un extraño lugar, Harah. Deberíamos irnos.

—Stilgar espera encontrarse con alguien aquí.

—¡Oh! No me ha dicho nada de esto.

—¿Por qué debería decírtelo todo?
¿Maku?
—Harah dio una palmada a la bolsa de agua que hinchaba la parte delantera de la ropa de Ghanima—. ¿Eres ya una mujer lo suficientemente crecida como para estar encinta?

—He estado encinta tantas veces que no podría contarlas —dijo Ghanima—. ¡No juegues conmigo esos juegos de adulto-niño!

Hanah retrocedió un paso ante el venenoso tono de la voz de Ghanima.

—Sois una bandada de estúpidos —dijo Ghanima, trazando un círculo con su mano que abarcó la djedida y las actividades de Stilgar y su gente—. Nunca hubiera debido venir con vosotros.

—Ahora estarías muerta si no lo hubieras hecho.

—Quizá. ¡Pero vosotros no veis lo que tenéis directamente en frente de vuestras narices! ¿Con quién espera encontrarse Stilgar aquí?

—Con Buer Agarves.

Ghanima se la quedó mirando.

—Está siendo conducido aquí secretamente por algunos amigos del Sietch de la Sima Roja —explicó Harah.

—¿Ese pequeño bufón de Alia?

—Está siendo conducido hasta aquí con los ojos vendados.

—¿Y Stilgar cree todo esto?

—Ha sido Buer quien ha pedido el encuentro. Ha aceptado todos nuestros términos.

—¿Por qué no se me ha dicho nada de ello?

—Stilgar sabia que ibas a oponerte.

—¿Oponerme…? ¡Esto es una locura!

Harah frunció el ceño.

—No olvides que Buer es…

—¡Es de la
Familia
! —restalló Ghanima—. Es el nieto del sobrino de Stilgar. Lo sé. Y el Farad’n cuya sangre tendré algún día es un pariente cercano mío. ¿Crees que eso detendrá mi cuchillo?

—Hemos recibido un distrans. Nadie sigue a su grupo.

Ghanima habló con voz muy baja:

—Nada bueno saldrá de esto, Harah. Deberíamos irnos inmediatamente.

—¿Has visto algún presagio? —preguntó Harah—. ¡Ese gusano muerto que vimos! ¿Era acaso…?

—¡Mételo en tu útero y hazlo renacer en algún otro lugar! —restalló enfurecida Ghanima—. No me gustan ni este encuentro ni este lugar. ¿No te parece bastante?

—Le diré a Stilgar que tú…

—¡Se lo diré yo misma! —Ghanima pasó por delante de Harah, que se apresuró a hacer el gesto de los cuernos del gusano para alejar el mal.

Pero Stilgar se limitó a reírse de los miedos de Ghanima, y le ordenó que buscara truchas de arena tal como hacían todos los niños sensatos. Ella huyó al interior de una de las casas abandonadas de la djedida y se acurrucó en un rincón para incubar su rabia. La emoción pasó rápidamente, sin embargo, aunque sintió el agitarse de sus vidas interiores y recordó a alguien diciendo:

—Si podemos inmovilizarlos, las cosas irán según nuestros planes.

Qué extraño pensamiento.

Pero no consiguió recordar quién había dicho aquellas palabras.

59

Muad’Dib fue desheredado, y habló para los desheredados de todos los tiempos. Elevó su voz contra las profundas injusticias que alienan al individuo frente a aquello que le ha sido enseñado que debe creer, frente a aquello que parecía pertenecerle por derecho.

El Mahdinato, un Análisis
, por H
ARQ AL
-A
DA

Gurney Halleck estaba sentado en la cima de la colina de Shuloch, con su baliset al lado, sobre una alfombra de fibra de especia. Bajo él, la encercada depresión hormigueaba con trabajadores de los equipos de las plantaciones. La rampa arenosa con la que los Desheredados habían atraído a los gusanos sobre un sendero de especia había sido bloqueada con un nuevo qanat. Las plantaciones avanzaban sobre la rampa para protegerla.

Era casi la hora de la comida del mediodía, y Halleck llevaba más de sesenta minutos en la cima de la colina, buscando un poco de soledad en la que poder pensar. Los hombres trabajaban bajo él, pero todo lo que veía eran trabajos con melange. La estimación personal de Leto era que la producción de especia había descendido rápidamente, para estabilizarse a una décima parte de la media de los años Harkonnen. Las reservas a través de todo el imperio doblaban de valor a cada nueva partida. Se decía que trescientos veintiún litros bastarían para comprar la mitad del planeta Novebruns a la Familia Metulli.

Los Desheredados trabajaban como hombres empujados por el diablo, y quizá lo estaban. Antes de cada comida, se encaraban al Tanzerouft y oraban a Shai-Hulud personificado. Así era como veían a Leto y, a través de sus ojos, Halleck veía un futuro en el que la mayor parte de la humanidad compartiría aquel punto de vista. Halleck no estaba seguro de que esta perspectiva le gustara.

Había sido el propio Leto el que había creado aquella imagen cuando regresó allá con Halleck y el Predicador en el tóptero que Halleck había robado. Con sus propias manos Leto había abierto una brecha en el qanat de Shuloch, lanzando las enormes piedras a más de cincuenta metros. Cuando los Desheredados habían intentado intervenir, Leto había decapitado al primero que se le había acercado, con un solo movimiento seco de su brazo. Luego había echado a los demás hacia atrás, sobre sus compañeros que les seguían, y se había reído de sus armas. Su demoníaca voz les rugió:

—¡El fuego no me tocará! ¡Vuestros cuchillos no me alcanzarán! ¡Llevo la piel de Shai-Hulud!

Entonces los Desheredados lo habían reconocido, y recordaron su escapada, la forma como había saltado de la cima de la colina «directamente al desierto». Se habían postrado ante él, y Leto había dado sus órdenes:

—Os traigo a dos huéspedes. Los defenderéis y los honraréis. Reconstruiréis vuestro qanat y empezaréis a plantar el oasis de un jardín. Algún día convertiré esto en mi casa. Prepararéis mi casa. No venderéis más especia, sino que almacenaréis todo lo que recojáis.

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