Hijos de Dune (64 page)

Read Hijos de Dune Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Hijos de Dune
7.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Había seguido dándoles sus instrucciones, y los Desheredados oyeron cada palabra, y le miraron con sus ojos helados por el temor, y este temor era supersticioso.

¡Allí estaba Shai-Hulud, surgido finalmente de la arena!

No había habido ningún indicio de aquella metamorfosis cuando Leto había encontrado a Halleck con Ghadhean al-Fali en uno de los pequeños sietchs rebeldes en Gare Ruden. Con su ciego compañero, Leto había surgido del desierto siguiendo la vieja ruta de la especia, conduciendo un gusano en un área donde los gusanos eran ahora una rareza. Habló de los varios rodeos que se había visto obligado a efectuar debido a la presencia de humedad en la arena, la suficiente agua como para envenenar a un gusano. Habían llegado poco después del mediodía, siendo escoltados por los guardias al interior de la sala común de paredes de piedra.

Aquel recuerdo obsesionaba ahora a Halleck.

—Así que este es el Predicador —había dicho.

Girando a grandes zancadas en torno al hombre ciego, estudiándolo, Halleck había recordado las historias que corrían acerca de él. Ninguna máscara de destiltraje ocultaba el viejo rostro en el sietch, y los rasgos estaban allí para su memoria hiciera las comparaciones. Sí, el hombre se parecía al viejo Duque del que Leto había tomado el nombre. ¿Pero era un parecido casual?

—¿Conocéis las historias que corren acerca de él? —había preguntado Halleck, hablando a Leto en un aparte—. Dicen que es vuestro padre que ha vuelto del desierto.

—He oído esas historias.

Halleck se había girado para examinar al muchacho. Leto llevaba un extraño destiltraje con bordes arrollados alrededor de su rostro y oídos. Una túnica negra lo cubría, y unas botas de arena ocultaban sus pies. Había mucho que explicar sobre su presencia allí… cómo había conseguido escapar por segunda vez.

—¿Por qué habéis traído aquí al Predicador? —había preguntado Halleck—. En Jacurutu han dicho que trabaja para ellos.

—Ya no. Lo llevo conmigo porque Alia quiere su muerte.

—¿Y? ¿Creéis que este es un refugio?

—Tú eres su refugio.

Durante todo aquel tiempo el Predicador había permanecido inmóvil junto a ellos, escuchando, pero sin dar indicios de que se interesara por el giro que tomaba su discusión.

—Me ha servido bien, Gurney —había dicho Leto—. La Casa de los Atreides todavía no ha perdido todo sentido de la obligación debida a aquellos que nos sirven.

—¿La Casa de los Atreides?

—Yo soy la Casa de los Atreides.

—Huisteis de Jacurutu antes de que yo pudiera completar la prueba que vuestra madre me había ordenado —había dicho Halleck, con voz fría—. ¿Cómo queréis que asuma…?

—La vida de este hombre debe ser defendida como si fuera la tuya propia. —Leto había hablado como si no hubiera nada que discutir al respecto, mirando a Halleck sin pestañear.

Jessica había adiestrado a Halleck en muchos de los refinamientos Bene Gesserit relativos a la observación, y en aquel momento no había podido detectar nada en Leto que hablara de algo que no fuera una calmada seguridad en sí mismo. Sin embargo, las órdenes de Jessica persistían aún.

—Vuestra abuela me encargó que completara vuestra educación y me asegurara de que no estáis poseído.

—No estoy poseído. —Era tan sólo una afirmación.

—¿Por qué huisteis?

—Namri tenía órdenes de matarme, independientemente de lo que yo hiciera. Sus órdenes provenían de Alia.

—¿Sois acaso una Decidora de Verdad?

—Lo soy. —Otra afirmación, llena de seguridad en sí mismo.

—¿Y Ghanima también?

—No.

El Predicador había roto entonces su silencio, girando sus ciegas órbitas hacia Halleck pero señalando a Leto.

—¿Crees que

puedes ponerlo a prueba?

—No interfieras cuando no sabes nada del problema o sus consecuencias —había ordenado Halleck, sin mirar al hombre.

—Oh, conozco sus consecuencias muy bien —había dicho el Predicador—. Yo fui probado una vez por una vieja mujer que estaba convencida de saber lo que estaba haciendo. Tal como fueron luego las cosas, resultó que no lo sabía.

Halleck lo había mirado entonces.

—¿Eres acaso otra Decidora de Verdad?

—Cualquiera puede ser una Decidora de Verdad, incluso tú —había dicho el Predicador—. Se trata de que uno sea honesto consigo mismo acerca de la naturaleza de los propios sentimientos. Requiere tan sólo que poseas un profundo acuerdo con la verdad para que puedas reconocerla inmediatamente.

—¿Por qué interfieres? —había preguntado Halleck, apoyando una mano en su crys. ¿Quién era ese Predicador?

—Soy sensible a estos acontecimientos —había dicho el Predicador—. Mi madre podría poner su propia sangre sobre el altar, pero tengo otras motivaciones. Y veo cuál es tu problema.

—¿Oh? —ahora Halleck se sentía realmente curioso.

—Dama Jessica te ha ordenado que diferencies entre el lobo y el perro, entre el
ze’eb
y el
ke’leb
. Por propia definición, un lobo es alguien que tiene poder y puede abusar de este poder. Sin embargo, hay un periodo de tiempo, al alba, en que uno no puede distinguir entre un lobo y un perro.

—Sí, te has acercado a la cuestión —había dicho Halleck, notando que cada vez entraba más gente del sietch en la sala común para escuchar—. ¿Cómo sabes esto?

—Porque conozco este planeta. ¿No entiendes? Piensa en cómo es. Bajo la superficie hay rocas, tierra, sedimentos, arena. Todo eso es la memoria del planeta, el cuadro de su historia. Lo mismo ocurre con los seres humanos. El perro recuerda al lobo. Cada universo gira en torno a un núcleo de
ser
, y todas las memorias se mueven desde ese núcleo hacia el exterior, directamente a la superficie.

—Muy interesante —había dicho Halleck—. ¿Y cómo puede ayudarme esto a llevar a término mis órdenes?

—Mira de nuevo el cuadro de tu historia que hay dentro de ti. Comunícate como se comunicarían los animales.

Halleck había agitado la cabeza. Había una compulsiva sinceridad en aquel Predicador, una cualidad que había observado muchas veces en los Atreides, y había algo más que un indicio de que aquel hombre estaba empleando los poderes de la Voz. Halleck sintió que su corazón empezaba a martillear en su pecho. ¿Era posible?

—Jessica deseaba una prueba suprema, algo tan intenso que hiciera emerger hasta las más profundas interioridades de su nieto —había dicho el Predicador—. Pero estaban ya allí, expuestas a tu mirada.

Halleck se había girado para observar a Leto. El movimiento fue instintivo, gobernado por irresistibles fuerzas.

El Predicador había proseguido, como si estuviera enseñando la lección a un obstinado alumno:

—Esta joven persona te confunde porque no es una entidad singular. Es una comunidad. Y como cualquier comunidad expuesta a tensión, cualquier miembro de la misma puede asumir el mando. Este mando no es siempre benigno, y de ahí provienen las historias de Abominación. Pero ya has lacerado lo suficiente esta comunidad, Gurney Halleck. ¿Cómo no has visto todavía que la transformación ya se ha producido? Este joven ha completado una cooperación interior que es enormemente poderosa, que no puede ser subvertida. Puedo verlo sin ojos. En una ocasión intenté oponerme a ella, pero ahora estoy a sus órdenes. Él es el Curador.

—¿Quién eres tú? —había preguntado Halleck.

—No soy más que lo que tú puedes ser. Pero no me mires a mi, mira a esta persona a la que te han ordenado enseñar y probar. Ha sido formada por la crisis. Ha sobrevivido a un medio ambiente letal. Está aquí.

—¿Quién eres tú? —había insistido Halleck.

—¡Te digo que mires tan sólo a este joven Atreides! Es la regeneración suprema de la cual depende nuestra especia. Reinsertará en el sistema los resultados de sus logros pasados. Ningún otro ser humano puede conocer esos logros pasados como los conoce él. ¡Y tú piensas destruir a una criatura!

—Me fue ordenado que lo pusiera a prueba, y yo no…

—¡Pero lo has hecho!

—¿Es una Abominación?

Una cansada sonrisa había cruzado el rostro del Predicador.

—Persistes en esas estupideces Bene Gesserit. ¡Cómo saben crear los mitos sobre los que duermen los hombres!

—¿Eres Paul Atreides? —había preguntado Halleck.

—Paul Atreides ya no existe. Intentó erigirse en un sumo símbolo moral renunciando a toda pretensión moral. Se convirtió en un santo sin un dios, cada una de sus palabras una blasfemia. ¿Cómo puedes pensar…?

—Porque hablas con su voz.

—¿Pretendes probarme ahora a

? Ve con cuidado, Gurney Halleck.

Halleck había tragado saliva, obligándose a dirigir su atención al impasible Leto, que permanecía inmóvil, observando tranquilamente.

—¿Quién es el que está siendo puesto a prueba? —había preguntado el Predicador—. ¿Acaso Dama Jessica te ha probado a ti, Gurney Halleck?

Aquel pensamiento había sido profundamente inquietante para Halleck, que se había preguntado cómo permitía que las palabras del Predicador lo alterasen. Pero era algo profundamente instintivo en los servidores de los Atreides el obedecer aquella autocrática mística. Jessica, al explicar aquello, lo había convertido en algo aún mucho más misterioso. Halleck había sentido en aquel momento que algo cambiaba dentro de él, un
algo
cuyos bordes apenas habían sido rozados por el adiestramiento Bene Gesserit que Jessica había impresionado en él. Una furia inarticulada lo había invadido. ¡Él no quería cambiar!

—¿Quién de vosotros actúa como Dios, y con qué fin? —había preguntado el Predicador—. No puedes aferrarte tan sólo a la razón para responder a esta pregunta.

Lentamente, deliberadamente, Halleck había desviado su atención de Leto al hombre ciego. Jessica le había dicho siempre que debía conseguir dominar el equilibrio del
kairits
… «tú debes-tú no debes». Ella lo llamaba una disciplina sin palabras ni frases, sin reglas ni argumentos. Era el afilado borde de su propia verdad interior, que todo lo absorbía. Algo en la voz del hombre ciego, su todo, sus ademanes, encendían una furia que ardía por sí misma en la cegadora calma dentro de Halleck.

—Responde a mi pregunta —había dicho el Predicador.

Y Halleck había notado cómo aquellas palabras centraban más profundamente su atención en aquel lugar, en aquel momento y en sus exigencias. No quedaba ninguna duda en él. Aquel hombre era Paul Atreides, no muerto, sino de regreso. Y aquel no-niño, Leto. Halleck había mirado una vez más a Leto, lo había mirado realmente. Había visto las señales de la tensión en torno a sus ojos, la sensación de equilibrio en su actitud, la pasiva boca con su sutil sentido del humor. Leto permanecía inmóvil como recortado sobre el fondo de una cegadora luz. Había alcanzado la armonía sencillamente aceptándola.

—Decidme, Paul —había dicho Halleck—, ¿lo sabe vuestra madre?

El Predicador había suspirado.

—Para la Hermandad, para toda ella, yo estoy muerto. No intentes revivirme.

Sin mirarle, Halleck había preguntado:

—¿Pero por qué ella…?

—Ella hace lo que debe. Construye su propia vida, pensando que gobierna muchas vidas. Así representamos todos a dios.

—Pero estáis vivo —había susurrado Halleck, abrumado por su constatación, girándose finalmente para mirar a aquel hombre, más joven que él, pero tan envejecido por el desierto que parecía tener el doble de años que Halleck.

—¿Qué es eso? —había preguntado Paul—. ¿Vivo?

Halleck había mirado a su alrededor, a los Fremen que los observaban, con sus rostros debatiéndose entre la duda y el temor.

—Mi madre nunca ha tenido que aprender mi lección. —¡Era la voz de Paul!—. Ser un dios puede convertirse en última instancia en algo aburrido y degradante. ¡Esta sería ya una razón suficiente para inventar el libre albedrío! Un dios podría desear refugiarse en el suelo y vivir tan sólo en las proyecciones inconscientes de las criaturas de sus sueños.

—¡Pero estáis vivo! —había dicho Halleck en voz más alta.

Paul había ignorado la excitación en la voz de su viejo compañero y había preguntado:

—¿Habrías enfrentado realmente a ese muchacho con su hermana en la prueba del Mashhad? ¡Qué mortal estupidez! Cada uno de ellos hubiera dicho: «¡No! ¡Mátame! ¡Deja que el otro viva!». ¿Adónde hubiera conducido una tal prueba? ¿Qué es lo que significa estar vivo, Gurney?

—No era esa la prueba —había protestado Halleck. No le gustaba la forma como se apretujaban los Fremen alrededor de ellos, estudiando a Paul, ignorando a Leto.

Pero Leto había intervenido de nuevo entonces:

—Mira a la trama, padre.

—Sí… sí… —Paul había levantado la cabeza como para husmear el aire—. ¡Es Farad’n, entonces!

—Qué fácil es seguir nuestros pensamientos en lugar de nuestros sentidos —había dicho Leto.

Halleck se había visto incapaz de seguir aquel pensamiento y, cuando iba a pedir una aclaración, había sido interrumpido por una mano de Leto apoyada sobre su brazo.

—No preguntes, Gurney. Podrías volver a sospechar que soy una Abominación. ¡No! Deja que ocurra, Gurney. Si intentas forzarlo, sólo conseguirás destruirte a ti mismo.

Pero Halleck se había sentido abrumado por sus dudas. Jessica se lo había advertido.
«Esos prenacidos pueden ser muy engañosos. Tienen trucos que tú nunca has soñado».
Halleck había agitado lentamente la cabeza. ¡Y Paul! ¡Dioses de las profundidades! ¡Paul vivo y aliado con aquel interrogativo estigma que él mismo había generado!

Los Fremen, a su alrededor, ya no podían seguir siendo mantenidos lejos. Empezaban a apretujarse entre Halleck y Paul, entre Leto y Paul, separando a este último de los dos. El aire resonaba con roncas preguntas: «¿Eres Muad’Dib? ¿Eres realmente Muad’Dib? ¿Es cierto lo que se rumorea? ¡Dínoslo!».

—Debéis pensar en mí tan sólo como en el Predicador —había dicho Paul, apartándolos—. No puedo ser Paul Atreides o Muad’Dib, nunca más podré serlo. No soy el compañero de Chani ni el Emperador.

Halleck, temiendo lo que podía ocurrir si esas frustradas preguntas no obtenían una respuesta lógica, estaba a punto de actuar cuando Leto se había movido antes que él. Había sido entonces cuando Halleck se había dado cuenta del primer elemento del terrible cambio que se había operado en Leto. Había resonado una terrible voz como de toro:

Other books

Dune Time by Jack Nicholls
Underworld by Don DeLillo
When the Moon Is Low by Nadia Hashimi
Blasfemia by Douglas Preston
A Mating Dance by Lia Davis
Wolf's Capture by Eve Langlais
A Dark & Creamy Night by DeGaulle, Eliza
Drawing Dead by Andrew Vachss