—Bestias salvajes infestan vuestras tierras —dijo el Predicador, haciendo retumbar su voz por toda la plaza—. Afligidas criaturas llenan vuestras casas. Vosotros, que habéis huido de vuestros hogares, ya no multiplicáis vuestros días sobre la arena. Sí, vosotros que habéis abandonado nuestras tradiciones, moriréis en vuestras hediondas madrigueras si continuáis por este camino. Pero si escucháis mi advertencia, el Señor os guiará a través de una tierra de pozos hasta las Montañas de Dios. Si, Shai-Hulud os guiará…
Débiles gemidos surgieron de la multitud. El Predicador hizo una pausa, girando sus órbitas desprovistas de ojos de uno a otro lado del sonido. Entonces alzó los brazos y los abrió, gritando:
—¡Oh Dios, mi carne ansía Tu camino en una árida y sedienta tierra!
Una vieja mujer frente al Predicador, obviamente una refugiada por lo sucio y remendado de su atuendo, tendió sus manos hacia él e imploró:
¡Ayúdanos, Muad’Dib! ¡Ayúdanos!
Con una repentina opresión de miedo en el pecho, Alia se preguntó si aquella vieja mujer sabía realmente la verdad. Alia miró a su madre, pero Jessica permanecía inmóvil, con su atención dividida entre la guardia de Alia, Farad’n, y lo que se veía a través de la ventana. Farad’n permanecía inmóvil en una fascinada atención.
Alia miró a través de la ventana, intentando ver a sus sacerdotes del Templo. No estaban a la vista, y sospechó que se habían abierto camino dando un rodeo en dirección a las puertas del Templo, para tener así un acceso más directo por la escalinata.
El Predicador apuntó su mano derecha por encima de cabeza de la vieja mujer y gritó:
—¡Vosotros sois la única ayuda que os queda! Vosotros os rebelasteis. Vosotros trajisteis el seco viento que no purifica ni refresca. Vosotros lleváis la carga de nuestro desierto, y los torbellinos surgen de aquel lugar, de aquellas terribles tierras. Yo he estado en aquella desolación. El agua se esparce por la arena desde los destruidos qanats. Su flujo atraviesa el suelo. ¡El agua ha caído del cielo en la Cintura de Dune! Oh, amigos míos, Dios me ha ordenado: traza en el desierto un gran sendero para nuestro Señor, porque Yo soy la voz que clama a ti en la desolación.
Señaló los peldaños bajo sus pies con un dedo rígido y vibrante.
—¡Esta no es la djedida perdida que no volverá a ser habitada nunca! Aquí hemos comido el pan del cielo. ¡Y aquí el estrépito de los extranjeros nos arroja de nuestras casas! Están creando para nosotros una desolación, una tierra donde no sólo ningún hombre querrá vivir, sino donde ningún hombre querrá pasar cerca.
La multitud se agitó, inquieta, refugiados y Fremen de ciudad se miraron inquietos, lanzando ojeadas a los peregrinos del Hajj esparcidos entre ellos.
¡Puede desencadenar un sangriento tumulto!
, pensó Alia.
Bueno, dejemos que lo haga. Mis Sacerdotes podrán agarrarlo en la confusión.
Vio entonces a los cinco Sacerdotes, un remolino de ropas amarillas que descendían los peldaños tras el Predicador.
—El agua que hemos esparcido por el desierto se ha convertido en sangre —dijo el Predicador, agitando sus brazos abiertos. ¡Sangre sobre nuestra tierra! Mirad nuestro desierto que se alegra y reverdece; ha atraído a los extranjeros y los ha seducido hasta tal punto que se han mezclado con nosotros. ¡Vienen para la violencia! ¡Sus rostros son tan herméticos como el supremo viento del Kralizec! Mantienen cautiva a la arena, y chupan su abundancia, el tesoro oculto en sus profundidades. Miradles como prosiguen su trabajo diabólico. Está escrito: «Y me erguí en la arena, y vi a una bestia surgir de esta arena, y en la cabeza de esa bestia había el nombre de Dios!».
Rabiosos murmullos surgieron de entre la multitud. Se elevaron algunos puños cerrados.
—¿Qué es lo que está haciendo? —susurró Farad’n.
—Me gustaría saberlo —dijo Alia. Se llevó una mano al pecho, sintiendo la temerosa excitación de aquel momento. ¡La multitud se arrojaría sobre los peregrinos si continuaba así!
Pero el Predicador se giró a medias, clavó sus vacías órbitas en el Templo, y levantó una mano, apuntándola directamente a la alta ventana del observatorio de Alia.
—¡Y queda aún una blasfemia! —gritó—. ¡Blasfemia! ¡Y el nombre de esa blasfemia es Alia!
Un impresionado silencio se adueñó de la plaza. Alia se envaró en una paralizante consternación. Sabía que la multitud no podía verla, pero se sintió dominada por un sentimiento de indefensión, de vulnerabilidad. Los ecos de las calmantes voces dentro de su cráneo compitieron con el batir de su corazón. Consiguió tan sólo contemplar inmóvil aquel increíble cuadro. El Predicador permanecía con una mano apuntando a su ventana.
Sin embargo, sus palabras habían sido demasiado para los Sacerdotes. Rompieron el silencio con rabiosos gritos, y descendieron en tromba los peldaños, apartando brutalmente a quienes se interponían en su paso. Pero a medida que se movían la multitud reaccionó, rompiéndose como una ola contra los peldaños, barriendo las primeras líneas de espectadores y arrastrando al Predicador ante ella. Este se tambaleó ciegamente, separado de su joven guía. Entonces, un brazo enfundado en amarillo surgió del maremágnum de gente; su mano blandía un crys. Alia vio el cuchillo descender violentamente, hundirse en el pecho del Predicador.
El tronante resonar de las gigantescas puertas del Templo al ser cerradas arrancó a Alia de su shock. Obviamente, los guardias habían cerrado las puertas ante la multitud. Pero la gente ya se estaba deteniendo, dejando un espacio libre alrededor de una figura caída, encogida en los peldaños. Una quietud sobrenatural inundó la plaza. Alia vio muchos cuerpos, pero tan sólo había uno yaciendo allí para ella.
Entonces una voz rechinante surgió de la multitud:
—¡Muad’Dib! ¡Han matado a Muad’Dib!
—Dioses de las profundidades —balbuceó Alia—. Dioses de las profundidades.
—Un poco tarde para eso, ¿no crees? —preguntó Jessica.
Alia se giró bruscamente, notando la repentina reacción de sorpresa de Farad’n al ver la tremenda ira en su rostro.
—¡El hombre al que han matado era Paul! —gritó Alia—. ¡Era tu hijo! Cuando se confirme, ¿sabes lo que va a ocurrir?
Jessica permaneció inmóvil por un largo momento, como si hubiera echado raíces, pensando que acababa de escuchar algo que ya sabía. La mano de Farad’n sobre su brazo rompió aquel momento:
—Mi Dama —dijo Farad’n, y había una tal compasión en su voz que Jessica pensó que podía haber muerto de ello, allí mismo. Su vista pasó de la fría y feroz rabia del rostro de Alia a la patética conmiseración reflejada en los rasgos de Farad’n, y pensó:
Quizás he hecho demasiado bien mi trabajo.
No podía dudarse de las palabras de Alia. Jessica recordó cada entonación de la voz del Predicador, oyendo sus propias peculiaridades en ella, todos sus trucos, los largos años de adiestramiento que había pasado para conseguir que un joven se convirtiera en Emperador, pero que ahora no era más que un encogido montón de harapos ensangrentados en las escalinatas del Templo.
La ghafla me ha cegado
, pensó Jessica.
Alia hizo un gesto a una de sus ayudantes y ordenó:
—Traed a Ghanima inmediatamente.
Jessica se obligó a sí misma a reconocer aquellas palabras.
¿Ghanima? ¿Por qué Ghanima ahora?
La ayudante se giró hacia la puerta exterior, hizo una seña para que fuera desbloqueada la puerta, pero antes de que pudiera ser obedecida la puerta se combó violentamente. Los goznes saltaron. La barra que la bloqueaba se partió y la puerta, una robusta construcción de plastiacero destinada a resistir las más terribles energías, se derrumbó dentro de la estancia. Los guardias saltaron a un lado para no quedar atrapados, sacando sus armas.
Jessica y los guardias personales de Farad’n formaron un anillo protector en torno al Príncipe Corrino.
Pero la abertura reveló tan sólo a dos niños: Ghanima a la izquierda, pálida en su atavío negro de compromiso, y Leto a la derecha, con la gris brillantez de un destiltraje bajo su túnica blanca manchada por el desierto.
Alia miró la puerta caída, luego a los dos niños, y se dio cuenta de que estaba temblando incontroladamente.
—Aquí está la familia para darnos la bienvenida —dijo Leto—. Abuela —inclinó la cabeza hacia Jessica, luego clavó su atención en el Príncipe Corrino—. Y este debe ser el Príncipe Farad’n. Bienvenido a Arrakis, Príncipe.
Los ojos de Ghanima eran vacuos. Su mano derecha sujetaba la empuñadura de un crys ceremonial en su cintura, y parecía estar intentando escapar de la presa de Leto sobre su brazo. Leto la sacudió, haciendo que todo su cuerpo se agitara.
—Miradme, familia —dijo Leto—. Yo soy Ari, el León de los Atreides. Y ella… —sacudió de nuevo el brazo de Ghanima, con aquella poderosa facilidad que hacía que todo su cuerpo se agitara—… ella es Aryeh, la Leona de los Atreides. Hemos venido a conduciros al Secher Nbiw, el Sendero de Oro.
Ghanima, absorbiendo las palabras clave,
Secher Nbiw
, sintió que su hasta entonces sellada consciencia fluía en su mente. Fluyó de una forma linealmente agradable, con la consciencia interior de su madre vigilando dentro de ella, como un guardián en una puerta. Y Ghanima supo en aquel instante que había dominado al clamoroso pasado. Poseía una puerta a través de la cual podía pasar siempre que necesitara este pasado. Los meses de autohipnótica supresión habían construido para ella un lugar seguro desde donde poder manejar su propia carne. Iba a girarse hacia Leto con la necesidad de explicarle todo aquello, cuando se dio cuenta del lugar donde estaba y con quién.
Leto soltó su brazo.
—Entonces, ¿nuestro plan ha funcionado? —susurró Ghanima.
—Bastante bien —dijo Leto.
Recuperándose del shock, Alia gritó a un grupo de guardias a su izquierda:
—¡Atrapadlos!
Pero Leto se inclinó, tomó la caída puerta con una sola mano, y la lanzó contra los guardias a través de la estancia. Dos de ellos fueron alcanzados por la puerta. Los otros huyeron aterrados. Aquella puerta pesaba media tonelada, y aquel niño la había movido con una sola mano.
Alia, imaginando que el pasillo tras la puerta debía estar lleno de guardias caídos, se dio cuenta de que Leto había tenido que luchar contra ellos, tras lo cual había hecho saltar una puerta aparentemente inexpugnable.
Jessica también había visto aquel poder increíble en Leto y había llegado a similares conclusiones, pero las palabras de Ghanima habían tocado un núcleo de disciplina Bene Gesserit que la obligó a mantener su compostura. Su nieto había hablado de un plan.
—¿Qué plan? —preguntó Jessica.
—El Sendero de Oro, nuestro plan imperial para nuestro Imperio —dijo Leto. Hizo una inclinación de cabeza hacia Farad’n—. No pienses duramente de mí, primo. También estoy actuando en tu favor. Alia esperaba que Ghanima te matase. Yo prefiero que vivas tu vida dentro de un cierto grado de felicidad.
Alia gritó a sus guardias, que se habían arracimado en el pasillo:
—¡Os ordeno que los atrapéis!
Pero los guardias se negaron a entrar en la estancia.
—Aguárdame aquí, hermana —dijo Leto—. Tengo una desagradable tarea que realizar. —Avanzó a través de la estancia, en dirección a Alia.
Ella retrocedió hasta un rincón, se agazapó, y extrajo su cuchillo. Las verdes joyas de su empuñadura relucieron a la luz que entraba por la ventana.
Leto simplemente prosiguió su avance, las manos desnudas, pero tenso y dispuesto.
Alia se lanzó hacia adelante con su cuchillo.
Leto saltó hasta casi el techo, lanzando una patada con su pie izquierdo. Golpeó a Alia en la cabeza, derribándola de espaldas al suelo con una marca ensangrentada en la frente. El cuchillo se le escapó de las manos y se deslizó girando por el pavimento. Alia intentó recuperarlo, pero se encontró con Leto bloqueándole el camino.
Alia vaciló, apeló a todo el adiestramiento Bene Gesserit que conocía. Se alzó del suelo en un solo salto, con el cuerpo tenso para actuar.
Leto avanzó de nuevo hacia ella.
Alia fintó a la izquierda, levantando al mismo tiempo la pierna derecha y lanzando un golpe con la punta de su pie derecho capaz de desventrar a un hombre si acertaba en el punto preciso.
Leto paró el golpe con su brazo, agarró el pie de Alia, la levantó completamente del suelo, y la hizo girar por encima de su cabeza. Su velocidad de rotación era tal que el cuerpo silbaba al hendir el aire, y su ropa chasqueaba al palmear contra su cuerpo.
Los demás se echaron al suelo.
Alia gritaba y gritaba, pero seguía rodando y rodando y rodando. Luego dejó de gritar.
Lentamente, Leto redujo la velocidad de los giros, hasta terminar dejándola suavemente en el suelo. Alia yació inmóvil, jadeante.
Leto se inclinó sobre ella.
—Hubiera podido arrojarte a través de la pared —dijo—. Quizás hubiera sido lo mejor, pero ahora estamos en el centro de la lucha. Tienes derecho a tu oportunidad.
Los ojos de Alia llamearon salvajemente en todas direcciones.
—Yo he conquistado esas vidas interiores —dijo Leto—. Mira a Ghani. Ella también puede…
—Alia, yo puedo mostrarte… —interrumpió Ghanima.
—¡No! —la palabra surgió dislocadamente de Alia. Su pecho se hinchó, y numerosas voces empezaron a brotar de su boca. Eran inconexas, maldecían, imploraban:
—¿Lo ves? ¿Por qué no me escuchaste? —Y luego—: ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué ocurre? —Y otra voz—: ¡Detenlos! ¡Haz que se detengan!
Jessica se cubrió los ojos, sintió que la mano de Farad’n la sostenía.
Alia seguía delirando:
—¡Os mataré! —Horribles maldiciones surgían de su boca—. ¡Beberé vuestra sangre! —El sonido de muchas lenguas brotó inconexamente, todas ellas mezcladas y confundidas.
Los supersticiosos guardias en el pasillo hicieron el signo del gusano y luego apretaron sus puños contra sus oídos. ¡Estaba poseída!
Leto permaneció inmóvil, agitando la cabeza. Se dirigió hacia la ventana y, con tres suaves golpes, destrozó el supuestamente irrompible cristal de estructura reforzada.
Una astuta sonrisa apareció en el rostro de Alia. Jessica oyó algo parecido a su propia voz surgir de aquella boca deformada por una mueca, una parodia del control Bene Gesserit:
—¡Todos vosotros! ¡Quedaos donde estáis!