—La aceptación de la neutralidad requiere que tome decisiones difíciles. Ghani está segura aquí. Tú e Irulan estáis seguros aquí. Pero tú no puedes enviar mensajes. Recibir mensajes sí, pero no puedes enviarlos. He dado mi palabra.
—Este no es el trato que se da habitualmente a un huésped y a un viejo amigo que ha compartido tus peligros —dijo Idaho, sabiendo que había usado aquel mismo argumento antes.
Stilgar dejó su taza, colocándola cuidadosamente en su lugar en la bandeja y mirándola atentamente mientras hablaba.
—Nosotros los Fremen no nos sentimos culpables por las mismas cosas que los demás —dijo. Alzó de nuevo su mirada al rostro de Idaho.
He de conseguir que tome a Ghani y huya de este lugar
, pensó Idaho. Y dijo:
—No era mi intención desencadenar una tormenta de culpabilidades.
—Lo comprendo —dijo Stilgar—. He sido yo quien ha planteado la cuestión para anteponerla a tu actitud Fremen, porque con esto es con lo que tenemos que enfrentarnos:
Fremen. Incluso Alia piensa Fremen.
—¿Y los Sacerdotes?
—Ese es otro asunto —dijo Stilgar—. Ellos quieren que la gente devore el gris viento del pecado, y lo siga
haciendo
a perpetuidad. Es una gran pústula a través de la cual quieren dar pruebas de su piedad. —Hablaba con voz átona, pero Idaho podía captar su amargura, y se preguntó si aquella amargura no dominaría los actos de Stilgar.
—Es un viejo, viejísimo truco del gobierno autocrático —dijo Idaho—. Alia lo conoce bien. Los buenos súbditos deben sentirse culpables. La culpabilidad empieza como un sentimiento de fracaso. El buen autócrata proporciona muchas oportunidades de fracaso a sus súbditos.
—Me he dado cuenta de ello. —Stilgar habló secamente—. Pero debes perdonarme si te menciono una vez más que es de tu esposa de quien estás hablando. Y es la hermana de Muad’Dib.
—¡Te digo que está poseída!
—Muchos lo dicen. Algún día deberá someterse a la prueba. Pero mientras tanto hay otras consideraciones más importantes.
Idaho agitó tristemente la cabeza.
—Todo lo que te he dicho puede ser verificado. Las comunicaciones con Jacurutu han pasado siempre a través del Templo de Alia. El complot contra los gemelos tenía cómplices allí. El dinero de la venta de gusanos fuera del planeta muere allí. Todos los hilos conducen a la oficina de Alia, a la Regencia.
Stilgar agitó la cabeza, suspiró profundamente.
—Este es territorio neutral. He dado mi palabra.
—¡Pero las cosas no pueden seguir así! —protestó Idaho.
—Estoy de acuerdo —asintió Stilgar—. Alia está aprisionada en un círculo que cada vez se hace más pequeño. Es como nuestra antigua costumbre de tener varias mujeres. Esto hace resaltar la esterilidad del macho. —Dirigió una interrogativa mirada a Idaho—. Dices que te engaña con otro hombre… «utilizando su sexo como un arma» es como creo que lo has expresado. Entonces tienes un camino perfectamente legal ante ti. Javid está aquí en el Tabr con mensajes de Alia. Sólo tienes que…
—¿En tu territorio neutral?
—No; afuera, en el desierto…
—¿Y si aprovecho esta oportunidad para escapar?
—No te será dada tal oportunidad.
—Stil, te lo juro. Alia está poseída. ¿Qué debo hacer para convencerte de…?
—Es algo difícil de probar —dijo Stilgar. Era el argumento que más veces había usado durante la noche.
Idaho recordó las palabras de Jessica y dijo:
—Pero tienes formas de probarlo.
—Una forma, si —dijo Stilgar. Agitó de nuevo la cabeza—, dolorosa, irrevocable. Es por eso por lo que quiero recordarte nuestra actitud acerca de la culpabilidad. Nosotros podemos librarnos de nuestra culpabilidad porque esto podría destruirnos en cualquier caso, excepto en la Prueba de la Posesión. En este caso el tribunal, que es todo el pueblo, acepta la completa responsabilidad.
—Lo habéis hecho otras veces, ¿verdad?
—Estoy seguro de que la Reverenda Madre no habrá omitido nuestra historia en su relato —dijo Stilgar—. Sabes que lo hemos hecho otras veces.
Idaho reaccionó al irritado tono de la voz de Stilgar.
—No estaba intentando atraparte en una falsedad. Tan sólo quería…
—Ha sido una larga noche llena de preguntas sin respuesta —dijo Stilgar—. Y ahora es la mañana.
—Debes permitirme enviar un mensaje a Jessica —dijo Idaho.
—Sería un mensaje a Salusa —dijo Stilgar—. Yo no hago promesas vanas. Mantengo siempre mi palabra; por eso el Tabr es un territorio neutral. Permanecerás en silencio. He empeñado en ello a toda mi casa.
—¡Alia debe ser sometida a vuestra Prueba!
—Quizá. En primer lugar debemos descubrir si existen circunstancias atenuantes. Un fallo de autoridad, por ejemplo. O quizá mala suerte. Podría tratarse de un caso de esas naturales malas tendencias que comparten todos los seres humanos, y en absoluto posesión.
—Puedes estar seguro de que no soy el marido engañado que busca a otros para que ejecuten su venganza —dijo Idaho.
—Este pensamiento se le habrá ocurrido a algún otro, no a mí —dijo Stilgar. Sonrió para quitar aspereza a sus palabras—. Nosotros los Fremen tenemos nuestra ciencia de la tradición, nuestro
hadith
. Cuando tememos a un mentat o a una Reverenda Madre, recurrimos al
hadith
. Se dice que el único miedo que no podemos dominar es el miedo a nuestros propios errores.
—Dama Jessica debe ser informada —dijo Idaho—. Gurney dice…
—Ese mensaje podría no proceder de Gurney Halleck.
—No puede provenir de nadie más. Nosotros los Atreides poseemos nuestros métodos de verificar los mensajes. Stil, intenta al menos controlar algunos de…
—Jacurutu ya no existe —dijo Stilgar—. Fue destruido hace muchas generaciones. —Tocó la manga de Idaho—. De todos modos, no puedo privarme en ningún caso de ningún hombre capaz de luchar. Esos son tiempos turbulentos, la amenaza al qanat… ¿comprendes? —Se echó hacia atrás—. Ahora, cuando Alia…
—Ya no existe ninguna Alia —dijo Idaho.
—Eso es lo que tú dices —Stilgar tomó otro sorbo de café, volvió a dejar la taza—. Dejemos que las cosas queden aquí, amigo Idaho. Para arrancar una astilla a menudo no es necesario amputar todo un brazo.
—Entonces hablemos de Ghanima.
—No es necesario. Tiene mi protección, mi empeño. Nada malo puede ocurrirle aquí.
No puede ser tan ingenuo
, pensó Idaho.
Pero Stilgar se estaba poniendo en pie para indicar que la entrevista había terminado.
Idaho se levantó también, sintiendo la pesadez en sus párpados, el cansancio en sus rodillas. En el momento en que Idaho se ponía en pie, un ayudante entró y se hizo a un lado. Javid penetró en la estancia tras él. Idaho se giró. Stilgar estaba cuatro pasos más allá. Sin vacilar, Idaho extrajo su cuchillo en un rápido movimiento, y lo enterró en el pecho del desprevenido Javid. El hombre se echó hacia atrás, arrancándose del cuchillo con su movimiento. Giró sobre sí mismo, cayó boca abajo. Sus piernas se estremecieron. Estaba muerto.
—Así se silencia a los chismosos —dijo Idaho.
El ayudante permanecía inmóvil, con el cuchillo instintivamente desenfundado, sin saber cómo reaccionar. Idaho había vuelto a enfundar su propio cuchillo, dejando un rastro de sangre en el borde de su amarilla ropa.
—¡Has manchado mi honor! —gritó Stilgar—. ¡Este es territorio neutral…!
—¡Cállate! —Idaho miró ferozmente al impresionado Naib—. ¡Llevas un collar, Stilgar!
Era uno de los tres insultos más mortales que se podía dirigir a un Fremen. Stilgar palideció.
—Eres un siervo —dijo Idaho—. Has vendido a tus Fremen por su agua.
Este era el segundo entre los más mortales insultos, el que había destruido al Jacurutu original.
Stilgar rechinó los dientes y posó una mano sobre su crys. El ayudante retrocedió, alejándose del cuerpo tendido ante la puerta.
Girando la espalda al Naib, Idaho se dirigió hacia la puerta, pasando por el estrecho espacio dejado por el cuerpo de Javid y lanzando el tercer insulto sin girar la cabeza:
—¡Tú no tienes la inmortalidad, Stilgar. Ninguno de tus descendientes lleva tu sangre!
—¿Adónde vas ahora, mentat? —gritó Stilgar, mientras Idaho proseguía su camino fuera de la estancia. La voz de Stilgar era tan fría como el viento procedente del polo.
—A buscar Jacurutu —dijo Idaho, sin girarse tampoco.
Stilgar desenfundó su cuchillo.
—Quizá pueda ayudarte.
Idaho estaba en la parte de afuera de la puerta ahora. Sin detenerse, dijo:
—Si deseas ayudarme con tu cuchillo, ladrón de agua, hazlo por favor por la espalda. Es la forma de luchar de alguien que lleva puesto el collar de un demonio.
Stilgar atravesó la estancia con dos zancadas, saltó por encima del cuerpo de Javid, y sujetó a Idaho en el pasillo exterior. Una descarnada mano obligó a Idaho a detenerse y a girarse. Stilgar afrontó a Idaho con dientes chirriantes y el cuchillo desenfundado. Tal era su ira que ni siquiera vio la curiosa sonrisa que cruzaba el rostro de Idaho.
—¡Desenfunda tu cuchillo, escoria mentat! —rugió Stilgar.
Idaho sonrió. Abofeteó secamente a Stilgar, primero con su mano izquierda, luego con la derecha, dos secas bofetadas de lleno en la cara.
Con un incoherente bramido, Stilgar hundió el cuchillo en el abdomen de Idaho, empujando hacia arriba a través del diafragma, en busca del corazón.
Idaho se relajó sobre la hoja, sonriendo a Stilgar, cuya rabia se disolvió en un helado estupor.
—Dos veces muerto por los Atreides —farfulló Idaho—. Y la segunda vez por una razón no mejor que la primera. —Se derrumbó hacia un lado, cayendo boca abajo sobre el suelo de piedra. La sangre manó abundantemente de su herida.
Stilgar dejó que su vista vagase del cuchillo chorreante de sangre al cuerpo de Idaho, e inspiró profunda y temblorosamente. Javid yacía muerto tras él. Y el consorte de Alia, el Seno del Cielo, yacía muerto a manos del propio Stilgar.
Podía argumentar que un Naib debía proteger el honor de su nombre, vindicando la amenaza a su prometida neutralidad. Pero aquel hombre muerto era Duncan Idaho. Ningún argumento era válido, no servían las «circunstancias atenuantes», nada podía borrar un tal acto. Incluso aunque Alia lo aprobara privadamente, se vería obligada a tomar públicamente venganza. Después de todo, ella también era Fremen. Para gobernar a los Fremen no podía ser ninguna otra cosa, ni en el más mínimo grado.
Sólo entonces se le ocurrió a Stilgar que aquella situación era precisamente lo que había pretendido Idaho con su «segunda muerte».
Stilgar alzó los ojos y vio el desencajado rostro de Harah, su segunda mujer, mirándole entre la muchedumbre que se había reunido a su alrededor. Hacia cualquier lugar que se girara, Stilgar sólo podía ver rostros con la misma expresión: sorpresa; y consciencia plena de las consecuencias.
Lentamente, Stilgar se irguió, limpió la hoja en su propia manga, y enfundó el cuchillo. Hablando a todos los rostros que lo rodeaban, dijo en tono casual:
—Aquellos que quieran venir conmigo que dispongan inmediatamente sus cosas. Enviad hombres a llamar a los gusanos.
—¿Dónde vas a ir, Stilgar? —preguntó Harah.
—Al desierto.
—Iré contigo —dijo ella.
—Por supuesto que irás conmigo. Todas mis esposas vendrán conmigo. Y Ghanima también. Ve a buscarla, Harah. Inmediatamente.
—Sí, Stilgar… inmediatamente. —Vaciló—. ¿E Irulan?
—Si ella quiere.
—Sí; esposo. —Vaciló de nuevo—. ¿Tomas a Ghani como rehén?
—¿Rehén? —Se sintió sinceramente sorprendido por aquel pensamiento—. Mujer… —Tocó suavemente el cuerpo de Idaho con el pie—. Si este mentat estaba en lo cierto, yo soy la única esperanza de Ghani. —Y recordó la advertencia de Leto:
«Cuídate de Alia. Debes tomar a Ghanima y huir».
Tras los Fremen, todos los planetólogos ven la vida como expresiones de energía e indagan acerca de las relaciones dominantes. A través de pequeños indicios, piezas y parcelas que crecen hasta un conocimiento general, la sabiduría racial Fremen es traducida a una nueva certeza. Lo que los Fremen poseen como pueblo es algo que cualquier pueblo puede poseer. Necesitan tan sólo desarrollar un sentido para esas relaciones de la energía. Sin embargo, necesitan observar que esa energía se empapa en los esquemas de las cosas y edifica con esos mismos esquemas.
La Catástrofe de Arrakeen
, según H
ARQ AL
-A
DA
Se trataba del Sietch Tuek, en la pared interna de la Falsa Muralla. Halleck se detuvo a la sombra del contrafuerte rocoso que sellaba la entrada superior del sietch, esperando a que los de adentro decidieran si aceptaban darle refugio. Giró su mirada hacia afuera, hacia el desierto septentrional, y luego alzó la vista hacia el cielo gris-azul matutino. Los contrabandistas que habitaban allí se habían quedado atónitos al saber que él, un hombre procedente de otro planeta, había capturado un gusano y lo había cabalgado. Pero Halleck se había quedado igualmente atónito de esa reacción. El cabalgar un gusano era sencillo para un hombre ágil que lo había visto hacer muchas veces.
Halleck dedicó de nuevo su atención al desierto, al plateado desierto de resplandecientes rocas y campos gris verdosos donde el agua había obrado su magia. Todo aquello se le apareció repentinamente como un enormemente frágil depósito de energía, de vida… siempre expuesto al peligro de un repentino giro en el esquema del cambio.
Conocía la fuente de esta reacción. Era la bulliciosa actividad que se desarrollaba en la superficie del desierto bajo él. Contenedores llenos de truchas de arena muertas eran conducidos al interior del sietch para destilar y recuperar su agua. Había miles de aquellas criaturas. Habían acudido atraídas por un tremendo escape de agua. Y era aquel escape el que había hecho galopar la mente de Halleck.
Halleck miró hacia abajo, a través de los campos del sietch y de los confines del qanat donde ya no fluía la preciosa agua. Había visto las brechas en las paredes de piedra del qanat, las laceraciones en la roca por donde el agua se había desparramado en la arena. ¿Quién había provocado aquellas brechas? Algunas de ellas se extendían a lo largo de veinte metros en las secciones más vulnerables del qanat, en lugares donde la blanda arena abarcaba amplias zonas que absorberían rápidamente toda el agua hacia profundas depresiones. Aquellas depresiones estaban plagadas de truchas de arena. Los niños del sietch las estaban matando y capturando.