—
¡Achlan, wasachlan!
—
«¡Bienvenidos, dos veces bienvenidos!».
El hombre ciego permanecía inmóvil tras su guía, en el lomo del gusano, con una mano puesta sobre el hombro del muchacho. Mantenía erguida la cabeza, con la nariz apuntada hacia Leto, como intentando oler la naturaleza de aquella interrupción. El ocaso teñía de naranja su frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre ciego, agitando el hombro de su guía—. ¿Por qué nos hemos detenido? —Su voz era nasal a través de los filtros de su destiltraje.
El muchacho miró temerosamente a Leto y dijo:
—Es únicamente alguien solo en el desierto. Un niño, según lo que parece. He intentado que el gusano lo arrollara, pero el gusano se ha negado.
—¿Por qué no me lo has dicho? —gruñó el hombre ciego.
—¡Creía que era tan sólo alguien perdido en el desierto! —protestó el muchacho—. Pero es un demonio.
—Has hablado como un auténtico hijo de Jacurutu —dijo Leto—. Y tú, señor, tú eres el Predicador.
—Lo soy, sí. —Y había miedo en la voz del Predicador, a causa de que finalmente había encontrado su propio pasado.
—Esto no es un jardín —dijo Leto—, pero sois bienvenidos a compartir este lugar conmigo, esta noche.
—¿Quién eres? —preguntó el Predicador—. ¿Cómo has conseguido detener a nuestro gusano? —Había un ominoso tono de reconocimiento en la voz del Predicador. Leto pidió a su mente los recuerdos de su visión alternativa… sabiendo que podía interrumpirla precisamente allí.
—¡Es un demonio! —protestó el joven guía—. Debemos huir de este lugar, o nuestras almas…
—¡Silencio! —restalló el Predicador.
—Soy Leto Atreides —dijo Leto—. Vuestro gusano se ha detenido porque yo se lo he ordenado.
El Predicador se inmovilizó en un helado silencio.
—Ven, padre —dijo Leto—. Baja y deja transcurrir la noche conmigo. Puedo ofrecerte un dulce jarabe para beber. Veo que lleváis fremochilas con comida y depósitos de agua. Compartiremos nuestras riquezas aquí sobre la arena.
—Leto es todavía un niño —protestó el Predicador—. Y dicen que ha sido muerto por la traición de los Corrino. No hay indicios de niñez en tu voz.
—Tú me conoces, señor —dijo Leto—. Soy pequeño por mi edad, pero mi experiencia es antigua, y mi voz ha aprendido.
—¿Qué haces tú en el Desierto Profundo? —preguntó el Predicador.
—
Bu ji
—dijo Leto.
«Nada de nada».
Era la respuesta de un vagabundo Zensunni, alguien que actuaba sólo desde una descansada posición, sin esfuerzo y en armonía con todo lo que lo rodeaba.
El Predicador sacudió el hombro de su guía.
—¿Es un niño, realmente es un niño?
—
Aiya
—dijo el muchacho, con su atención temerosamente centrada en Leto.
Un profundo y tembloroso suspiro agitó al Predicador.
—No —dijo.
—Es el demonio bajo la forma de un niño —dijo el guía.
—Pasaréis aquí la noche —dijo Leto.
—Haremos lo que dice —aceptó el Predicador. Soltó el asidero de su guía, se deslizó por el flanco del gusano, guiándose por uno de sus anillos hasta alcanzar la arena y saltando hacia adelante cuando sus pies entraron en contacto con ella. Girándose, dijo:
—Suelta al gusano y envíalo a hundirse en la arena. Está cansado y no nos molestará.
—¡El gusano no se irá! —protestó el muchacho.
—Se irá —dijo Leto—. Pero si intentas huir con él, haré que te devore. —Se movió hacia un lado, fuera del alcance de los sentidos del gusano, y señaló en la dirección de dónde había venido—. Hacia allí.
El muchacho aguijoneó ligeramente un anillo detrás de él, retorciendo uno de los garfios de doma que lo mantenían abierto. Lentamente, el gusano empezó a deslizarse por la arena, girando a medida que el muchacho deslizaba el garfio hacia su flanco.
El Predicador, siguiendo el sonido de la voz de Leto, descendió por la pendiente de la duna y se detuvo a dos pasos de él. Realizó todos sus movimientos con una tranquila seguridad, y Leto supo que su encuentro no iba a ser fácil.
Allí se bifurcaban las visiones.
—Quítate la máscara del destiltraje, padre —dijo Leto.
El Predicador obedeció, echando hacia atrás su capucha y retirando la máscara que cubría su boca.
Sabiendo cuál era su propia apariencia, Leto estudió aquel rostro, captando la semejanza de los rasgos delineados por la luz del atardecer. Aquellos rasgos formaban una indefinible reconciliación, un sendero de genes sin confines precisos, y no había posibilidad de equivocarse. Aquellos rasgos habían llegado hasta Leto de los días húmedos, de los días de abundante agua, de los milagrosos mares de Caladan. Pero ahora se hallaban en una encrucijada en Arrakis, mientras la noche se desparramaba sobre las dunas.
—Así, padre —dijo Leto, mirando hacia su izquierda, donde podía ver al joven guía regresando penosamente hacia ellos desde el lugar donde había abandonado al gusano.
—
¡Mu zein!
—dijo el Predicador, barriendo el aire con la mano en un gesto brusco.
«¡Esto no es bueno!».
—
Koolish zein
—dijo Leto con voz suave.
«Esto es todo lo bueno que podremos tener nunca».
Y añadió, hablando en chakobsa, el lenguaje de batalla Atreides—: ¡Aquí estoy; aquí me quedo! No podemos olvidar esto, padre.
Los hombros del Predicador se relajaron. Puso ambas manos sobre sus vacías órbitas en un gesto no realizado desde hacía mucho tiempo.
—Un día te presté la vista de mis ojos y tomé tus recuerdos —dijo Leto—. Sé tus decisiones y he estado en el lugar donde te ocultaste.
—Lo sé. —El Predicador bajó sus manos—. ¿Te quedarás?
—Me pusiste el nombre del hombre que insertó esto en su escudo de armas —dijo Leto—:
¡J’y suis, j’y reste!
El Predicador suspiró profundamente.
—¿Cuán lejos has llegado con lo que has hecho de ti mismo?
—Mi piel ya no es la mía, padre.
El Predicador se estremeció.
—Entonces sé cómo me has hallado aquí.
—Sí, he atado mi memoria a un lugar que mi carne nunca había conocido —dijo Leto—. Necesito pasar una noche con mi padre.
—Yo no soy tu padre. Soy tan sólo una pobre copia, una reliquia. —Giró su cabeza hacia el ruido del guía que se aproximaba—. Ya no consulto las visiones para conocer mi futuro.
Mientras hablaba, la oscuridad invadió el desierto. Las estrellas se encendieron sobre sus cabezas y Leto giró también su cabeza hacia el guía que se aproximaba.
—
¡Wubakh ul kuhar!
—le gritó Leto al joven.
«¡Saludos!».
La respuesta llegó desde lejos:
—
¡Subakh un nar!
Hablando con un ronco susurro, el Predicador dijo:
—Ese joven Assan Tariq es peligroso.
—Todos los Desheredados son peligrosos —dijo Leto—. Pero no para mí. —Habló en tono bajo, conversacional.
—Si esta es tu visión, yo no la compartiré —dijo el Predicador.
—Quizá no tengas elección —dijo Leto—. Tú eres el
fit-haqiqa
, la Realidad. Tú eres Abu Dhur, el Padre de los Indefinidos Caminos del Tiempo.
—Yo no soy más que el cebo en una trampa —dijo el Predicador, y su voz era amarga.
—Y Alia ya ha devorado este cebo —dijo Leto—. Pero no le ha gustado su sabor.
—¡No puedes hacer esto! —siseó el Predicador.
—Ya lo he hecho. Mi piel ya no es la mía.
—Quizá aún no sea demasiado tarde para que tú…
—Es demasiado tarde —Leto inclinó hacia un lado su cabeza. Podía oír a Assan Tariq ascendiendo penosamente por la ladera de la duna hacia ellos, guiándose por el sonido de sus voces—. Saludos, Assan Tariq de Shuloch —dijo.
El muchacho se detuvo justo debajo de Leto en la ladera de la duna, una oscura sombra a la luz de las estrellas. Había indecisión en la rigidez de sus hombros, en la forma como inclinaba la cabeza.
—Sí —dijo Leto—, yo soy el que escapó de Shuloch.
—Cuando oí… —empezó el Predicador. Y luego—: ¡puedes hacer esto!
—Lo estoy haciendo. ¿Qué importancia tiene si te vuelves ciego una segunda vez?
—¿Crees que le temo? —preguntó el Predicador—. ¿No ves el selecto guía que me han proporcionado?
—Lo veo. —Leto se enfrentó de nuevo con Tariq—. ¿No me has oído, Assan? Soy el que escapó de Shuloch.
—Eres un demonio. —El muchacho temblaba.
—Tu demonio —dijo Leto—. Pero tú eres mi demonio.
—Y Leto sintió la tensión crecer entre él y su padre. Había un juego de sombras a todo su alrededor, una proyección de formas inconscientes. Y Leto sintió los recuerdos de su padre, una especie de profecía retrospectiva que escogía las visiones para formar la realidad concreta de aquel instante.
Tariq captó aquella batalla de las visiones. Retrocedió varios pasos por la ladera.
—Tú no puedes controlar el futuro —susurró el Predicador, y el sonido de su voz estaba lleno de esfuerzo, como si estuviera levantando un enorme peso.
Leto captó la disonancia entre ellos. Era un elemento del universo contra el que luchaba toda su vida. Él o su padre se verían muy pronto forzados a actuar, tomando una decisión a través de este acto, eligiendo una visión. Y su padre tenía razón: intentando alcanzar el supremo control del universo, uno tan solo conseguía forjar las armas con las cuales eventualmente este universo te vencería. Elegir y controlar una visión requería mantener el equilibrio sobre un único y delgado hilo… hacer el papel de Dios allá en lo alto, en la cuerda floja, con la cósmica soledad a ambos lados. Ninguno de los contendientes podía retirarse a la muerte-como-cese-de-la-paradoja. Cada uno de ellos conocía las visiones y las reglas. Todas las viejas ilusiones estaban muriendo. Y cuando uno de los contendientes se moviera, el otro debería hacer un contramovimiento. La única auténtica verdad que importaba ahora para ellos era la que los separaba de la visión de fondo. No había ningún lugar seguro, tan solo un descanso transitorio de relaciones, confinado en los limites ahora impuestos y amenazados por inevitables cambios. Cada uno de ellos tenía tan solo un desesperado y solitario valor al que agarrarse, pero Leto poseía dos ventajas: se había adentrado por propia voluntad en un sendero sin retorno, y había aceptado las terribles consecuencias de un acto. Su padre en cambio confiaba aún en que hubiera algún camino que le permitiera retroceder, y no había tomado ninguna decisión definitiva.
—¡No debes! ¡No debes! —jadeó el Predicador.
Ve cuál es mi ventaja
, pensó Leto.
Habló en tono conversacional, enmascarando sus propias tensiones, el esfuerzo por mantener el equilibrio requerido por aquella confrontación a alto nivel.
—No creo apasionadamente en la verdad, no poseo otra fe que aquella que yo mismo voy creando —dijo. Y entonces captó un movimiento entre él y su padre, algo con características granulares que alcanzó tan sólo a la propia apasionada creencia subjetiva de Leto en sí mismo. A través de tal creencia supo que había clavado los indicadores del Sendero de Oro. Algún día tales indicadores podrían decirles a otros cómo llegar a ser humanos, una extraña donación por parte de una criatura que ya no era humana en aquellos momentos. Pero esos indicadores solían ser colocados siempre por apostadores. Leto se sintió disperso a través de todo el conjunto de sus vidas interiores y, sintiendo esto, se lanzó a la apuesta suprema.
Husmeó suavemente el aire, buscando las señales que tanto él como su padre esperaban. Quedaba todavía una pregunta: ¿habría puesto su padre en guardia al aterrado joven guía que aguardaba bajo ellos?
En aquel momento Leto percibió el ozono, el traicionero olor de un escudo. Fiel a las órdenes recibidas de los Desheredados, el joven Tariq estaba intentando matar a aquellos dos peligrosos Atreides, sin saber los horrores a los que los precipitaría aquello.
—No lo hagas —susurró el Predicador.
Pero Leto sabía que la señal era verdadera. Notó el ozono pero no había ninguna picazón en el aire a su alrededor Tariq usaba un pseudoescudo en el desierto, un arma desarrollada exclusivamente para Arrakis. El Efecto Holtzmann atraería a un gusano, haciéndolo enloquecer al mismo tiempo. Nada podría detener a un tal gusano… ni agua, ni la presencia de una trucha de arena… absolutamente nada. Sí, el muchacho había plantado el instrumento en la ladera de la duna, y estaba empezando a alejarse de la zona peligrosa. Leto saltó de la cresta de la duna, oyendo a su padre gritar su protesta. Pero el terrible ímpetu de los amplificados músculos de Leto impulsó su cuerpo como un misil. Una mano tendida aferró el cuello del destiltraje de Tariq, la otra restalló para agarrar al condenado muchacho por la cintura. Se oyó un solo crujido cuando el cuello se partió. Leto rodó por el suelo, guiando a su cuerpo como un instrumento delicadamente equilibrado hasta el lugar exacto donde el pseudoescudo había sido enterrado en la arena. Sus dedos excavaron con potente fuerza hasta poner al descubierto el instrumento; lo sacó y lo arrojó lejos de ellos, hacia el sur.
Poco después le llegó un gran siseo procedente del desierto, seguido de un intenso fragor allá donde había ido a caer el pseudoescudo. Luego el fragor disminuyó, y se hizo de nuevo el silencio.
Leto alzó la vista hacia la cima de la duna, donde su padre permanecía inmóvil, todavía desafiante, pero vencido. Aquel era Paul Muad’Dib, ciego, furioso, cerca de la desesperación como consecuencia de su huida de la visión que Leto había aceptado. La mente de Paul podía reflexionar ahora en el Long Koan Zensunni:
«En aquel acto de predicción de un futuro exacto, Muad’Dib introdujo un elemento de desarrollo y evolución propio de la verdadera presciencia a través de la cual veía la existencia humana. Haciendo esto, derramó la incertidumbre sobre él. Buscando lo absoluto de una predicción ordenada, amplificó el desorden, distorsionó la predicción».
Regresando a la cresta de la duna de un solo salto, Leto dijo:
—Ahora yo soy tu guía.
—¡Nunca!
—¿Prefieres regresar a Shuloch? Incluso aunque te dieran la bienvenida viéndote llegar sin Tariq, ¿dónde está ahora Shuloch? ¿Pueden verlo tus
ojos
?
Paul afrontó entonces a su hijo, clavando sus vacías órbitas en Leto.
—¿Conoces realmente el universo que has creado aquí?
Leto captó el particular énfasis. La visión que ambos sabían había iniciado allí con aquel terrible movimiento había requerido un acto de creación en un determinado
punto
en el tiempo. Debido a aquel momento, todo el universo consciente compartía una perspectiva lineal del tiempo que poseía características de ordenada progresión. Habían entrado en aquel tiempo como si hubieran saltado de un vehículo en movimiento, y tan sólo habían podido hacerlo de aquella manera.