—Déjanos.
Por un momento hubo rebeldía en el envararse de los hombros del pequeño, luego el temor y el innato respeto Fremen a la intimidad se sobrepusieron. El niño los dejó solos.
—¿Sabes que Farad’n está aquí en Arrakis? —preguntó Leto.
—Gurney me lo dijo cuando me trajo hasta aquí con el tóptero esta noche.
Y el Predicador pensó:
Qué fríamente medidas son sus palabras. Es como era yo en los viejos días.
—Me enfrento con una difícil elección —dijo Leto.
—Creía que ya habías hecho todas tus elecciones.
—Ambos conocemos
esa
trampa, padre.
El Predicador carraspeó. Las tensiones le decían qué cerca estaban de la aniquilante crisis. Ahora Leto ya no se basaba en las visiones en sí, sino en el manejo de esas visiones.
—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó el Predicador.
—Si. Voy a volver a Arrakeen, y quiero ir como tu guía.
—¿Con qué fin?
—¿Quieres predicar una vez más en Arrakeen?
—Quizá. Hay cosas que todavía no les he dicho.
—No volverás más al desierto, padre.
—¿Si voy contigo?
—Haré lo que tú decidas.
—¿Lo has reflexionado? Con Farad’n allí, tu madre estaría con él.
—Sin la menor duda.
El Predicador carraspeó otra vez. Era un signo de nerviosismo que Muad’Dib nunca se hubiera permitido. Aquella carne había estado demasiado tiempo alejada del antiguo régimen de la autodisciplina, su mente traicionaba demasiado a menudo la locura de Jacurutu. Y el Predicador pensaba que quizá no fuera juicioso volver a Arrakeen.
—No estás obligado a volver allí conmigo —dijo Leto—. Pero mi hermana está allí, y debo regresar. Tú podrías ir con Gurney.
—¿Y tú irías a Arrakeen solo?
—Sí. Debo encontrarme con Farad’n.
—Iré contigo —suspiró el Predicador.
Y Leto captó un toque de la vieja locura de las visiones en los ademanes del Predicador, y se dijo:
¿Está jugando al juego de la presciencia?
No. Nunca se adentraría de nuevo en aquel camino. Conocía la trampa de un compromiso parcial. Cada palabra del Predicador confirmaba que había transferido las visiones a su hijo, sabiendo que todo en aquel universo había sido anticipado.
Eran las viejas polaridades las que se burlaban ahora del Predicador. Había huido de paradoja en paradoja.
—Partiremos dentro de pocos minutos, entonces —dijo Leto—. ¿Quieres decírselo a Gurney?
—¿Gurney no va a venir con nosotros?
—Quiero que Gurney sobreviva.
Entonces el Predicador se abrió a las tensiones. Estaban en el aire a su alrededor, en el suelo bajo sus pies, algo móvil que convergía en el niño que era su hijo. El embotado grito de sus antiguas visiones aguardaba en la garganta del Predicador.
¡Aquella maldita santidad!
El ácido jugo de sus temores no podía ser evitado. Sabía lo que se enfrentaría con ellos allí en Arrakeen. Iban a jugar una vez más con terribles y mortíferas fuerzas que nunca iban a traerles la paz.
El niño que rehúsa viajar en el arnés del padre, éste es el símbolo de la más singular capacidad del hombre. «Yo no debo ser lo que fue mi padre. Yo no tengo que obedecer las reglas de mi padre, ni siquiera creer en todo lo que él creía. Mi fuerza como ser humano es el que yo puedo hacer mis propias elecciones sobre lo que debo y lo que no debo creer, sobre lo que debo y lo que no debo ser».
L
ETO
A
TREIDES
II,
Biografía de Harq al-Ada
Las peregrinas danzaban al sonido de los tambores y las flautas en la plaza del Templo, las cabezas descubiertas, los collares tintineando, sus ropas finas y reveladoras. Sus largos cabellos negros se agitaban y caían en cascada sobre sus rostros a cada giro.
Alia contemplaba la escena desde su refugio en la parte superior del Templo, atraída y repelida al mismo tiempo. Era media mañana, la hora en que el aroma del café de especia empezaba a flotar a través de la plaza, procedente de los vendedores ambulantes bajo la sombra de las arcadas. Muy pronto tendría que salir a dar la bienvenida a Farad’n, presentar los regalos oficiales y supervisar su primer encuentro con Ghanima.
Todo estaba sucediendo de acuerdo con el plan. Ghani lo mataría y, en el tumulto subsiguiente, tan sólo una persona estaría preparada para recoger los pedazos. Las marionetas danzaban cuando se tiraba de los hilos. Stilgar había matado a Agarves tal como ella esperaba. Y Agarves había guiado a los secuestradores hasta la djedida sin saberlo, a través de la señal secreta de un transmisor oculto en las nuevas botas que ella le había dado. Ahora Stilgar e Irulan aguardaban en las mazmorras del Templo. Quizá murieran, pero tal vez les encontrara otra utilidad. No había nada de malo en esperar.
Notó que los Fremen de la ciudad estaban observando a las peregrinas que danzaban bajo ella, con miradas intensas y ardientes. La básica igualdad sexual que existía en el desierto persistía en las ciudades y poblados Fremen, pero las diferencias sociales entre machos y hembras estaban estableciendo delimitaciones. Eso también se acordaba con sus planes. Divide y debilitarás. Alia podía captar el sutil cambio en la forma en que aquellos dos Fremen observaban desde un lado a las mujeres venidas de fuera del planeta y su exótica danza.
Dejémosles que observen. Dejémosles que esto llene sus mentes de ghafla.
Las persianas de la ventana de Alia habían sido abiertas, y podía notar el rápido incremento del calor que en aquella estación se iniciaba al despuntar el sol y adquiría su máximo a media tarde. La temperatura en el suelo de piedra de la plaza debía ser mucho más alta. Debía ser molesta para aquellas bailarinas, pero ellas seguían girando y saltando, moviendo brazos y cabellos con el frenesí de la devoción. Habían dedicado su danza a Alia, el Seno del Cielo. Una ayudante había acudido a informarla de eso con un susurro, burlándose de aquellas mujeres de otro planeta y sus peculiares tradiciones. La ayudanta había explicado que las mujeres eran de Ix, donde aún quedaban vestigios de las ciencias y tecnologías prohibidas.
Alia soltó un bufido. Aquellas mujeres eran tan ignorantes, tan supersticiosas y tan retrógradas como los Fremen del desierto… tal como había dicho su burlona ayudante, intentando ganarse sus favores informándole de a quién iba dirigida la danza. Y ni la ayudante ni los propios ixianos sabían que Ix era simplemente un número en una antigua lengua olvidada.
Riendo para sí misma, Alia pensó:
Dejemos que dancen.
El danzar gastaba energías que podían ser empleadas en usos más destructivos. Y la música era agradable, un sutil balido tocado sobre un fondo de suaves tímpanos con acompañamiento de tambores hechos con calabazas vacías y palmear de manos.
Bruscamente, la música fue ahogada por el rugir de una multitud de voces en el extremo más alejado de la plaza. Las danzarinas perdieron el paso, lo recuperaron tras una breve confusión, pero su ritmo sensual se había perdido, e incluso su atención fue atraída hacia la más alejada puerta de la plaza, donde la multitud se estaba desparramando sobre las piedras del suelo como agua surgiendo de la válvula abierta de un qanat.
Alia contempló aquella oleada que avanzaba.
Entonces empezó a oír las palabras, y una de ellas sobresalía de todas las demás:
—¡El Predicador! ¡El Predicador!
Y entonces lo vio, avanzando a grandes zancadas a la vanguardia de la oleada, una mano sobre el hombro de su joven guía.
Las peregrinas que danzaban renunciaron definitivamente a sus piruetas, retirándose a los peldaños en forma de terrazas debajo de Alia. Sus espectadores se unieron a ellas, y Alia captó un temor reverencial en la forma en que miraban. Su propia emoción era miedo.
¡Cómo se atreve!
Se giró a medias para llamar a los guardias, pero cambió de pensamiento y se detuvo. La multitud estaba llenando la plaza. Podía volverse peligrosa si se veía frustrada en su obvio deseo de oír al visionario ciego.
Alia apretó los puños.
¡El Predicador!
¿Por qué estaba haciendo Paul esto? Para la mitad de la población él era un «loco del desierto» y, por ello, sagrado. Otros susurraban en los bazares y tiendas que no podía ser otro que Muad’Dib. ¿Cómo si no el mahdinato le hubiera permitido hablar proclamando tantas rabiosas herejías?
Alia podía ver refugiados entre la multitud, restos de los sietchs abandonados, con sus ropas hechas jirones. Aquella plaza era ahora un lugar peligroso, un lugar donde podían ser cometidos terribles errores.
—¿Mi Ama?
La voz surgió detrás de Alia. Se giró, vio a Zia inmóvil en el arco de la puerta que conducía a la otra estancia. Otros Guardias de la Casa armados cerraban prietamente filas tras ella.
—¿Sí, Zia?
—Mi Dama, Farad’n está ahí fuera solicitando audiencia.
—¿Dónde? ¿En mis apartamentos?
—Sí, mi Dama.
—¿Está solo?
—Con dos guardias personales y Dama Jessica.
Alia se llevó una mano a la garganta, recordando el último encuentro con su madre. De todos modos, los tiempos habían cambiado. Nuevas condiciones regían sus relaciones ahora.
—Qué impetuoso es —dijo Alia—. ¿Qué razones ha dado?
—Se ha enterado de… —Zia señaló hacia la ventana que dominaba la plaza—. Dice que según le han comunicado el tuyo es el mejor puesto de observación.
Alia frunció el ceño.
—¿Crees en ello, Zia?
—No, mi Dama. Creo que ha oído los rumores. Desea observar tu reacción.
—¡Mi madre lo ha instigado a ello!
—Es muy posible, mi Dama.
—Zia, querida, quiero encargarte una serie de cosas especificas que deseo que cumplas con la mayor atención, pues son muy importantes para mí. Acércate.
Zia se acercó a un paso de Alia.
—¿Mi Dama?
—Haz que Farad’n, sus guardias, y mi madre, sean admitidos. Entonces prepara a Ghanima y tráela. Deberá ser ataviada como una novia Fremen hasta el más mínimo detalle…
completa
.
—¿Con el cuchillo, mi Dama?
—Con el cuchillo.
—Mi Dama, esto es…
—Ghanima no representa ninguna amenaza para mí.
—Mi Dama, existen razones para creer que huyó con Stilgar para protegerlo antes que por cualquier otra…
—¡Zia!
—¿Mi Dama?
—Ghanima me ha suplicado ya por la vida de Stilgar, y Stilgar permanece con vida.
—¡Pero ella es la presunta heredera!
—Limítate tan sólo a seguir mis órdenes. Prepara a Ghanima. Y mientras te ocupas de eso, envía a cinco asistentes del Sacerdocio del Templo a la plaza. Que inviten al Predicador aquí arriba. Diles que esperen su oportunidad y hablen con él, nada más. No deben usar la fuerza. Quiero que sea una invitación cortés. Absolutamente nada de fuerza. Y, Zia…
—¿Mi Dama? —qué hosca sonaba.
—El Predicador y Ghanima deben ser conducidos hasta mí simultáneamente. Deberán entrar juntos a mi señal. ¿Has comprendido?
—Conozco el plan, mi Dama, pero…
—¡Simplemente hazlo! Juntos. —Y Alia hizo una inclinación con la cabeza para despedir a su ayudante amazona. Mientras Zia se giraba, Alia añadió—: Al salir, haz pasar al grupo de Farad’n, pero ocúpate de que sean precedidos por diez de mi gente más leal.
Zia miró hacia atrás, pero siguió su camino fuera de la estancia.
—Será como ordenáis, mi Dama.
Alia volvió a mirar por la ventana. En muy pocos minutos el
plan
podía dar sus sangrientos frutos. Y Paul estaría allí cuando su hija le diera el
coup de grâce
a sus sacrosantas pretensiones. Alia oyó al destacamento de la guardia de Zia entrar. Pronto todo habría terminado, todo. Miró hacia abajo con un creciente sentimiento de triunfo, mientras el Predicador ocupaba su lugar en el primer peldaño. Su joven guía se acuclilló a su lado. Alia vio las ropas amarillas de los Sacerdotes del Templo aguardando a la izquierda, mantenidos a distancia por la presión de la multitud. De todos modos, tenían gran experiencia en moverse entre multitudes. Encontrarían la forma de acercarse a su blanco. La voz del Predicador resonó fuertemente en la plaza, y la multitud se preparó para escuchar sus palabras con la mayor atención. ¡Dejemos que lo escuchen! Muy pronto sus palabras tendrían otro significado del que él pretendía. Y no habría ya allí ningún
Predicador
para protestar.
Oyó entrar al grupo de Farad’n, luego la voz de Jessica:
—¿Alia?
Sin girarse, Alia dijo:
—Bienvenidos, Príncipe Farad’n, madre. Venid a gozar del espectáculo. —Miró entonces hacia atrás, vio al enorme Sardaukar, Tyekanik, mirando con el ceño fruncido a sus guardias que bloqueaban el camino—. Oh, esto no es hospitalidad —dijo Alia—. Dejad que se acerquen. —Dos de sus guardias, actuando obviamente bajo órdenes de Zia, avanzaron y se inmovilizaron entre ella y los demás. Los otros se echaron a un lado. Alia se situó al lado derecho de la ventana, y señaló hacia afuera—. Este es realmente el mejor punto de observación.
Jessica, llevando su tradicional aba negra, miró furiosamente a Alia, escoltó a Farad’n hasta la ventana, pero se situó entre este y los guardias de Alia.
—Es muy gentil por vuestra parte, Dama Alia —dijo Farad’n—. He oído hablar mucho de ese Predicador.
—Y aquí está en carne y hueso —dijo Alia. Observó que Farad’n llevaba el uniforme gris de comandante Sardaukar, sin adornos. Se movía con una ágil gracia que Alia no pudo por menos que admirar. Quizás hubiera algo más que una vana diversión en aquel Príncipe Corrino.
La voz del Predicador retumbó en la estancia a través de los amplificadores situados al lado de la ventana. Alia sintió que se estremecía hasta la médula de sus huesos, mientras empezaba a escuchar aquellas palabras con una creciente fascinación.
—Me hallaba en el Desierto de Zan —gritó el Predicador—, en aquella enorme y pululante desolación. Y Dios me ordenó que limpiara aquel lugar. Porque aquel desierto nos provocaba, aquel desierto nos hacia sufrir, y éramos tentados por aquella desolación a abandonar nuestras tradiciones.
El Desierto de Zan
, pensó Alia. Aquel era el nombre dado al lugar de la primera prueba de los Zensunni Errantes de los cuales habían surgido los Fremen. ¡Pero aquellas palabras! ¿Se estaba atribuyendo la destrucción de los sietchs pertenecientes a las tribus leales?