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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (60 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Frente a aquello, Leto sujetaba las riendas de sus muchos hilos, equilibradas en su propia perspectiva multivisión del tiempo, multilineal y multiintersectada. Era el hombre dotado de vista en un universo de ciegos. Tan sólo él podía dispersar la ordenación racional debido a que su padre ya no podía seguir sujetando las riendas. En la perspectiva de Leto, un hijo había alterado el pasado. Y un pensamiento tal como podía ser esbozado en el más lejano futuro podía reflejarse en el
ahora
y mover su mano.

Sólo
su
mano.

Paul sabía esto debido a que ya no podía ver cómo Leto maniobraría las riendas, tan sólo podía reconocer las inhumanas consecuencias que Leto había aceptado. Y pensó:
Este es el cambio por el cual he rogado. ¿Por qué tengo miedo de él? ¡Porque es el Sendero de Oro!

—Estoy aquí para darle una finalidad a la evolución y, al mismo tiempo, para darle una finalidad a nuestras visiones —dijo Leto.

—¿
Deseas
vivir esos miles de años, cambiando de la forma que sabes vas a cambiar?

Leto supo que su padre no estaba hablando de cambios físicos. Ambos sabían las consecuencias físicas: Leto se adaptaría y adaptaría; la piel-que-ya-no-era-la-suya se adaptaría y se adaptaría. El impulso evolutivo de cada una de las partes se fundiría con el de la otra, y una única transformación emergería de todo ello. Cuando llegara la metamorfosis,
si
llegaba, una criatura pensante de aterradoras dimensiones emergería sobre el universo… y aquel universo la veneraría.

No… Paul se estaba refiriendo a los cambios internos, los pensamientos y decisiones que infligirían a sus seguidores.

—Aquellos que te creen muerto —dijo Leto—, sabes como refieren tus últimas palabras.

—Por supuesto.


Ahora hago lo que toda la vida tuve que hacer al servicio de la vida
—dijo Leto—. Tú nunca dijiste esto, pero un Sacerdote que pensó que nunca ibas a regresar para llamarle mentiroso puso esas palabras en tu boca.

—No lo llamaré mentiroso —Paul suspiró profundamente—. Son unas buenas últimas palabras.

—¿Quieres quedarte aquí o volver a aquella choza en la depresión de Shuloch? —preguntó Leto.

—Ahora este es tu universo —dijo Paul.

Aquellas palabras llenas de fracaso penetraron profundamente en Leto. Paul había intentado conducir los últimos hilos de una visión personal, una elección que había tomado muchos años antes en el Sietch Tabr. Por ello había aceptado su papel como instrumento de venganza de los Desheredados, los supervivientes de Jacurutu. Ellos lo habían contaminado, pero lo había preferido a su visión de aquel universo que Leto había elegido.

La tristeza que había en Leto era tan grande que no pudo hablar durante unos minutos. Cuando consiguió dominar su voz, dijo:

—Por eso has puesto el cebo ante Alia, tentándola y desorientándola para obligarla a actuar y tomar decisiones equivocadas. Y ahora ella sabe quién eres.

—Lo sabe… Sí, lo sabe. —La voz de Paul era vieja y estaba cargada de ocultas protestas. Sin embargo, había una reserva de desconfianza en él. Dijo—: Te apartaré de tu visión, si puedo.

—Miles de años de paz —dijo Leto—. Eso es lo que les daré.

—¡Inactividad! ¡Estancamiento!

—Por supuesto. Y esas formas de violencia que permitiré. Será una lección que la humanidad no podrá olvidar nunca.

—¡Escupo en tu lección! —dijo Paul—. ¿Crees que no he visto nunca nada similar a lo que tú has elegido?

—Lo has visto —admitió Leto.

—¿Acaso es tu visión mejor que la mía?

—En absoluto mejor. Quizá peor incluso —dijo Leto.

—Entonces, ¿qué puedo hacer sino resistirte? —preguntó Paul.

—¿Matarme, quizá?

—No soy tan inocente. Sé lo que has puesto en movimiento. Sé de los qanats destrozados y de los disturbios.

—Y ahora Assan Tariq nunca regresará a Shuloch. Tú deberás volver conmigo o no volver nunca, porque ahora ésta es mi visión.

—Elijo no volver.

Qué vieja suena su voz
, pensó Leto, y aquel pensamiento era un lacerante dolor.

—Tengo el anillo del halcón de los Atreides oculto en mi
dishdasha
—dijo—. ¿Quieres que te lo devuelva?

—Oh, si hubiera muerto —susurró Paul—. Realmente deseaba morir cuando me adentré en el desierto aquella noche pero sabía que no podía dejar este mundo. Debía volver atrás y…

—Restituir la leyenda —dijo Leto—. Lo sé. Y los chacales de Jacurutu estaban esperando a por ti aquella noche como sabias que iban a estar esperando. ¡Ellos deseaban tus visiones! Y tú lo sabías.

—Me negué. Nunca les he dado ninguna visión.

—Pero ellos te contaminaron. Te atiborraron con esencia de especia y te doblegaron con mujeres y sueños. Y tú tuviste visiones.

—Algunas veces —qué sardónica sonaba su voz.

—¿Tomarás tu anillo con el halcón? —preguntó Leto.

Paul se sentó bruscamente en la arena, una mancha oscura sobre el estrellado cielo.

—¡No!

Así pues, conoce la futilidad de ese sendero
, pensó Leto. Aquello revelaba mucho, pero no lo suficiente. La discusión acerca de las visiones se había desplazado del delicado de las elecciones al más basto de descartar alternativas. Paul sabía que no podía vencer, pero al menos esperaba anular aquella única visión a la cual se aferraba Leto.

Unos instantes más tarde, Paul dijo:

—Sí, fui contaminado por Jacurutu. Pero tú te has contaminado a ti mismo.

—Eso es cierto —admitió Leto—. Soy tu hijo.

—¿Y eres un buen Fremen?

—Sí.

—¿Permitirás a un hombre ciego adentrarse finalmente en el desierto? ¿Permitirás que busque la paz bajo mis propios términos? —golpeó la arena a su lado.

—No, no te lo permitiré —dijo Leto—. Pero estás en tu derecho de dejarte caer sobre tu propio cuchillo si insistes en ello.

—¡Y a ti te quedará mi cuerpo!

—Exacto.

—¡No!

De modo que conoce ese sendero
, pensó Leto. La entronización del cuerpo de Muad’Dib por parte de su hijo podía ser considerada como una forma de consolidar la visión de Leto.

—Nunca se lo has dicho a ellos, ¿verdad, padre? —preguntó Leto.

—Nunca se lo he dicho.

—Yo en cambio sí se lo he dicho —dijo Leto—. Se lo he dicho a Muriz. Kralizec, el Huracán en los Límites del Universo.

Paul hundió los hombros.

—No puedes —susurró—. No puedes.

—Ahora soy una criatura de este desierto, padre —dijo Leto—. ¿La hablarías así a una tormenta de Coriolis?

—Me consideras un cobarde porque he rehusado ese sendero —dijo Paul, con voz ronca y temblorosa—. Oh, te comprendo bien, hijo. Los augurios y los auspicios han sido siempre sus propios tormentos. ¡Pero nunca me he perdido en los futuros posibles porque esto es algo inexpresable!

—Tu Jihad será un picnic veraniego por Caladan en comparación —admitió Leto—. Ahora te acompañaré con Gurney Halleck.

—¡Gurney! Sirve a la Hermandad a través de mi madre.

Y entonces Leto comprendió los límites de la visión de su padre.

—No, padre. Gurney ya no sirve a nadie. Conozco el lugar donde se halla y puedo llevarte hasta él. Ya es tiempo de que sea creada la nueva leyenda.

—Veo que no puedo influir en ti. Déjame tocarte entonces, ya que eres mi hijo.

Leto adelantó su mano derecha hasta encontrar los sarmentosos dedos, notó su fuerza, la igualó, y resistió cada movimiento del brazo de Paul.

—Ni siquiera un cuchillo envenenado puede hacerme daño ahora —dijo Leto—. Pertenezco a otra química.

Las lágrimas rodaron por aquellas órbitas vacías, y Paul soltó su presa, dejando caer su mano al costado.

—Si hubiera elegido tu sendero, me hubiera convertido en el
bicouros de shaitan
. ¿En qué te vas a convertir tú?

—Por un tiempo también me llamarán el misionero de
shaitan
—dijo Leto—. Luego empezarán a maravillarse y, finalmente, comprenderán. No avanzaste lo suficiente en tu visión, padre. Tus manos han hecho cosas buenas y malas.

—¡Pero el mal surgió tras haberlas hecho!

—Así es la forma como se manifiestan muchos grandes males —dijo Leto—. Tú has cruzado tan sólo por encima de una parte de mi visión. ¿Acaso tu fuerza no era suficiente?

—Sabes que no me hubiera podido detener allí. Nunca hubiera podido acometer un acto que trajera un mal sabiéndolo antes de acometerlo. Yo no soy Jacurutu. —Se puso en pie—. ¿Crees que soy uno de esos que ríen solos por la noche?

—Es triste que nunca hayas sido realmente Fremen —dijo Leto—. Nosotros los Fremen sabemos cómo actuar como arifa. Nuestros jueces pueden elegir entre los distintos males. Siempre ha sido así para nosotros.

—¿Fremen, no? Esclavos del destino que tú has ayudado a crear —Paul se irguió frente a Leto, avanzó con un movimiento extrañamente tímido, tocó el protegido brazo de Leto, lo exploró hasta donde la membrana dejaba al descubierto una oreja, luego la mejilla y, finalmente, la boca—. Ahhhh, ésta es todavía tu carne —dijo—. ¿Dónde te va a llevar esta carne? —Retiró la mano.

—A un lugar donde los seres humanos puedan crear su futuro instante a instante.

—Eso es lo que dices. Una Abominación quizá dijera lo mismo.

—No soy una Abominación, aunque hubiera podido serlo —dijo Leto—. Vi lo que ocurría con Alia. Un demonio vive en ella, padre. Ghani y yo conocemos a ese demonio: es el Barón, tu abuelo.

Paul enterró el rostro entre sus manos. Sus hombros se estremecieron por un instante; luego apartó sus manos, y su boca se había convertido en una línea dura.

—He aquí una maldición sobre nuestra Casa. He rogado para que tú arrojaras ese anillo a la arena, para que renegaras de mí y te apartaras para iniciar… otra vida. Era allí donde te esperaba.

—¿A qué precio?

Tras un largo silencio, Paul dijo:

—El fin determina el camino que conduce hasta él. Sólo una vez dejé de luchar por mis principios. Tan sólo una vez. Acepté el mahdinato. Lo hice por Chani, pero esto hizo de mí un mal líder.

Leto descubrió que no podía responder a eso. El recuerdo de aquella decisión estaba dentro de él.

—No puedo mentirte más de lo que pueda mentirme a mí mismo —dijo Paul—. Lo sé. Cada hombre debería tener un auditor así. Tan sólo te preguntaré una cosa: ¿Es necesario el Huracán en los Límites del Universo?

—Es esto, o la extinción de la humanidad.

Paul captó la veracidad en las palabras de Leto, y habló en voz baja, reconociendo la mayor amplitud de la visión de su hijo.

—No vi eso entre las posibles elecciones.

—Creo que la Hermandad lo sospecha —dijo Leto—. No puedo aceptar ninguna otra explicación a las decisiones de mi abuela.

El viento nocturno empezó a soplar entonces heladamente en torno a ellos. Hizo chasquear las ropas de Paul alrededor de sus piernas. Se estremeció. Viendo aquello, Leto dijo:

—Tienes una mochila, padre. Inflaré la tienda y podremos pasar la noche confortablemente.

Pero Paul tan sólo consiguió agitar la cabeza, sabiendo que no podría hallar confort en aquella ni en ninguna otra noche. Muad’Dib, el Héroe, debía ser destruido. Lo había dicho él mismo. Tan sólo el Predicador podía continuar existiendo ahora.

55

Los Fremen fueron los primeros seres humanos en desarrollar una simbología consciente/inconsciente a través de la cual experimentar los movimientos y relaciones de su sistema planetario. Fueron el primer pueblo que expresó el clima en términos de un lenguaje semimatemático cuyos símbolos escritos engloban (e interiorizan) las relaciones exteriores. El lenguaje en sí mismo formaba parte del sistema descrito por él. Su forma escrita tenía la forma de aquello que describía. El íntimo conocimiento local de cuanto era disponible para sostener la vida estaba implícito en su desarrollo. Uno puede medir la extensión de las interacciones de este lenguaje/sistema por el hecho de que los Fremen aceptaban ser considerados ellos mismos como animales de forraje y de pasto.

La Historia de Liet-Kynes
, por H
ARQ AL
-A
DA


Kaveh wahid
—dijo Stilgar.
«Trae el café».
Señaló con una huesuda mano hacia un ayudante que permanecía de pie a un lado, junto a la única puerta de la austera estancia de paredes de roca donde habían pasado aquella noche insomne. Era el lugar donde habitualmente tomaba el viejo Naib Fremen su espartano desayuno, y era casi la hora del desayuno, pero tras una noche como aquella no sentía la menor hambre. Se puso en pie, estirando sus músculos.

Duncan Idaho permanecía sentado en un bajo almohadón junto a la puerta, intentando disimular un bostezo. Apenas se había dado cuenta, mientras él y Stilgar hablaban, de que había transcurrido toda una noche.

—Perdóname, Stil —dijo—. Te he tenido despierto toda la noche.

—Permanecer despierto toda una noche añade un día a tu existencia —dijo Stilgar, aceptando la bandeja con el café ofrecida a través de la puerta. Empujó una banqueta frente a Idaho, colocó la bandeja encima y se sentó frente a su huésped.

Ambos hombres llevaban el amarillo atuendo del luto pero las ropas de Idaho le habían sido prestadas a causa de las quejas de la gente del Tabr ante el verde Atreides del uniforme.

Stilgar vertió el oscuro brebaje de la ancha jarra de cobre, le dio un sorbo, y luego tendió la taza a Idaho… la antigua costumbre Fremen:
«Es seguro; he bebido de él».

El café había sido preparado por Harah, tal como gustaba a Stilgar; los granos tostados hasta adquirir color rosa amarronado, luego molidos hasta polvo fino en mortero de piedra cuando aún estaban calientes, y hervidos inmediatamente, con adición de una pulgarada de melange.

Idaho inhaló el aroma rico en especia, y bebió cuidadosamente pero ruidosamente. Aún no sabía si había logrado convencer a Stilgar. Sus facultades mentat habían comenzado a trabajar perezosamente a las primeras horas de la madrugada, todas sus computaciones confrontadas finalmente con el inevitable dato extraído del mensaje de Gurney Halleck.

¡Alia había sabido de Leto! Lo había sabido. Y Javid formaba parte de ese conocimiento.

—Debo verme libre de tus restricciones —dijo finalmente Idaho, volviendo una vez más al mismo argumento.

Stilgar se mantuvo firme.

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