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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (13 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—¿De veras puedo marcharme? —preguntó Mathias, poniéndose en pie.

—Sí —dijo
El Coyote
—. Aproveche los minutos.

Mathias Wade salió apresuradamente de la sala y a poco se oyó el galope de un caballo.
El Coyote
jugueteó con el revólver que aún empuñaba y dirigiéndose a Lucía pidió:

—Perdóneme por haber echado un cadáver en medio de la fiesta de su boda. Para compensarla le diré que los señores Wade obtuvieron del Gobierno una revisión de los títulos de propiedad de las tierras que les fueron arrebatadas, y como compensación les entregarán la suma de medio millón de dólares, a fin de que puedan adquirir otras tierras semejantes. Ése es el regalo de boda que le tiene reservado su ex novio. Él no sabía nada y nunca creyó que su padre y su tío quisieran casarle con usted sólo con vistas a apoderarse de ese dinero, cosa que hubieran podido hacer en cuanto don Lucas hubiera firmado la cesión de la dote de usted.

»Para conseguir eso, los Wade planearon comprometer a su hermano en un supuesto crimen y robo. Edwin y Burley se fingieron conspiradores, le hicieron ingresar en una supuesta banda llamada Los Vengadores, y luego le hicieron disparar un revólver cargado con cartuchos de fogueo contra el señor Fawcet, que se manchó el rostro con pintura roja y se hizo el muerto el tiempo suficiente para que José Garrido se creyera un ladrón y un asesino. Luego pensó también que enterraba a su víctima en el jardín de los Wade, cuando, en realidad, lo que enterraron fue un fardo lleno de hierros y piedras. Eso lo pude comprobar en mi primera visita al jardín de los Wade, después de haber hablado con José Garrido.

»Ayer noche visité de nuevo a los Wade y pude ver los documentos relativos a la compensación del Gobierno, aunque ya estaba enterado de ello por otro conducto. Me sorprendió Archie Wade y me vi obligado a disparar contra él, con la mala fortuna de que la bala reventó contra el revólver que empuñaba y le salpicó la cara de partículas de plomo. Por eso tuvo que vendarse el rostro, con lo cual nos facilitó la solución del problema que nos planteaba la boda decidida a última hora.

»Y por último, sólo me queda despedirme de ustedes y desearles muchas felicidades en su nueva vida de casados —siguió
El Coyote
—. Tal vez he molestado a don Lucas casando a su hija con un hombre a quien él quizá no apruebe;, pero como la que se ha de casar es su hija, y ella sí que lo aprueba…

—Paso por lo de la boda —gruñó don Lucas—; pero no aceptaré ni un centavo de los cochinos yanquis…

—Un momento —interrumpió
El Coyote
—. Ha llegado a mis oídos que usted había delegado en su hijo todos sus poderes. De ahora en adelante él será quien decida lo que se ha de hacer en su casa, y creo que él no rechazará la bonificación, ¿verdad?

—No, desde luego; pero quisiera premiarle a usted con algo…

El Coyote
se echó a reír.

—Muchas gracias —dijo—; pero no es necesario que se moleste. Yo he recibido ya mi premio. Lo encontré en los ojos de Lucía Garrido cuando me miró. En los de su esposo, al mirarla a ella, en los de Edwin Wade al expresar su decepción, en los de su hermano, al mirarme vencido. En los del señor Mateos, que se muere de ganas de sacar un revólver y disparar contra mí; pero que no lo hace porque está temiendo que yo me anticipe. Y también he encontrado el premio al lograr que usted no cometiera una locura. Ahora, adiós a todos. Les dejo a Fawcet para que el señor Mateos lo someta a tormento. Y ahora, señor Mateos, no dispare sobre mí a traición. No estaría bien.

—No tema —dijo José Garrido—. Yo me encargaré de que el señor Mateos no le moleste. Puede marcharse cuando quiera.

—Adiós a todos —dijo
El Coyote
, saludando con el revólver—. Y usted, señor alcalde, no me guarde rencor por haberle obligado a llenar a mi gusto un acta de matrimonio. Ya ha podido ver que los novios deseaban que los nombres que debían aparecer en ésa fuesen los que yo le dicté.

Velasco gruñó algo entre dientes, y
El Coyote
reculó hacia la cortina tras la que había estado oculto. Agitóse un momento aquella cortina, cuando se abrió la puerta que cubría, y luego todos oyeron el galope de un caballo.

Cuando al fin Teodomiro Mateos pudo librarse de los brazos de José Garrido y llegó a la calle,
El Coyote
había desaparecido ya; pero en el fondo de su corazón Teodomiro Mateos se alegraba de aquella desaparición. Además sabía positivamente que hubiera podido librarse de José Garrido en muchísimo menos tiempo del que empleó en hacerlo. Pero un jefe de Policía no podía expresar admiración por un hombre cuya cabeza estaba puesta a precio en toda California. ¡No hubiese sido correcto!

Capítulo I: Los amos de la ciudad

Roscoe Turner encendió lentamente el grueso habano que sostenía entre los labios. Lo hizo girar, como sometiéndolo a la caricia de la llama de la cerilla, y, al fin, lanzó una larga y densa bocanada de humo azul contra la lámpara de petróleo que pendía sobre la mesa, hacia la cual proyectaba su luz.

Los buenos cigarros eran la máxima debilidad que se le conocía a Turner. Éste los recibía en grandes cantidades un par de veces al año. Eran elaborados especialmente para él en la isla de Cuba y en la faja de cada uno de ellos figuraba su retrato. Muchísimos años después, ya cerca de mediado el siglo XX, los cigarros Turner serían los predilectos de varios lores ingleses y de numerosos aristócratas europeos cuyos antepasados no hubiesen admitido en su casa la presencia de Roscoe Turner. Porque en 1945, un «Turner» es un buen cigarro habano, en tanto que en 1870, Roscoe Turner era una de las más siniestras figuras del siniestro San Francisco de aquellos tiempos. Cuando Roscoe abandonó este mundo, el fabricante de sus cigarros tuvo que buscar otra clientela en Europa y en Nueva York, Chicago y Boston. Tenia muchos miles de fajas impresas y siguió utilizándolas con buen éxito. La marca se afianzó en el mercado y los herederos del fabricante de tabacos no vieron motivo para dejar de producirla. Por eso, hoy, un «Turner» es lo mejor de lo mejor. Quien no lo haya probado, no sabe lo que es un buen cigarro, y si el hombre cuya fotografía sigue figurando en sus fajas no pudo jamás soñar en ser recibido en ninguna mansión honorable, en cambio, su imagen ha entrado en palacios reales y casas nobles, en embajadas y en buenos hoteles. A veces alguien ha preguntado quién era el hombre que aparece en las sortijas de esos puros. La respuesta ha sido siempre la misma: «Debe de ser el abuelo del fabricante». Pocos han imaginado la verdadera identidad de Roscoe Turner, cuya presencia en efigie en el mejor de los cigarros habanos es un misterio que sólo se puede resolver examinando los apolillados y polvorientos archivos de las oficinas de los «Hijos y nietos de Delmiro Rodríguez», de La Habana.

Roscoe Turner era de estatura mediana, rostro asiático, muy forzudo, de manos anchas y dedos cortos y espatulados.

Su boca era grande; los labios, carnosos y sensuales. Sus rasgados y negros ojos solían sonreír; no obstante, no era la suya una sonrisa siempre agradable; a veces era melosa y hasta suave; mas generalmente era la de una hiena. Su abundante cabellera estaba peinada hacia atrás como en un esfuerzo por despejar la reducida frente. Turner vestía siempre levita negra, corbata de ancho lazo y se cubría con un rico sombrero de copa. Era muy pulcro, tanto en el vestir como en su persona. Daisy Lorillard, la última mujer que se conocía en su vida, le decía a veces: «Si no fueses tan pulido en tu persona parecerías un cargador del muelle». En efecto, Roscoe Turner se parecía como una gota de agua a otra a los trabajadores búlgaros, rumanos o servios que en el muelle de la calle Vallejo se dedicaban a las más penosas tareas de carga y descarga de los veleros que llegaban a San Francisco después de rodear el cabo de Hornos.

La sensualidad de Roscoe Turner se acusaba, especialmente, en los placeres materiales del comer, beber y fumar; sobre todo en este último. Sus labios parecían besar con besos profundos y apasionados la húmeda y achocolatada extremidad del cigarro que tenía entre ellos. Nunca lo mordía, jamás lo apretaba con sus recios dedos, que eran capaces de desarrollar la misma fuerza de una tenaza. A menudo explicaba:

—A los cigarros hay que tratarlos como a las mujeres. Hay que saber tirarlos antes de que nos hastíen. Por eso yo sólo fumo la mitad de cada cigarro. No agoto sus posibilidades. ¿De qué me serviría apurarlo hasta reducirlo a una maloliente colilla llena de amarga nicotina? Si lo hiciese tendría que fumar su última mitad pensando en lo buena que era la primera. Por eso lo dejo cuando aún siento deseos de darle diez chupadas más; así conservo de él un grato recuerdo. —Y mirando a Daisy, Roscoe agregaba—: Lo mismo haré contigo, chiquilla; pero no temas: si algún día decido dejarte, aún habrá en ti posibilidades de agradar a otro hombre. No me gusta tirar colillas que nadie pueda aprovechar, ni abandonar mujeres que no sirven para nada, ni tirar huesos tan roídos que sólo sean buenos para perros muy hambrientos. Soy un gran señor, Daisy, no lo olvides nunca.

En aquellos momentos Roscoe Turner estaba en su amplio despacho rodeado de sus amigos y colaboradores. Durante más de un minuto estuvo contemplando los movimientos del humo en torno de la lámpara. Luego bajó la vista hacia el cigarro que acababa de encender. Como dirigiéndose a él, empezó:

—Cuando un marinero ha perdido en el juego sus quinientos dólares, está arruinado y tiene que volver a su buque o dirigirse en busca de oro a las montañas, donde cada vez hay menos. En cambio, cuando un gran señor ha perdido diez mil dólares, puede decirse que es cuando empieza a jugar. Ya sabemos lo que dejan en nuestras manos los marineros y los peces pequeños; en cambio… —Roscoe Turner se interrumpió para dar una nueva y larga chupada a su puro, después de lo cual prosiguió—: Son los peces gordos los que más nos interesan. Hace tres años yo tenía un garito cerca de los muelles. Cartas marcadas, ruleta desnivelada, dados emplomados. Sólo así conseguí ganar el dinero necesario para trasladarme a la parte mejor de la ciudad. Cualquiera puede montar un tabuco indecente donde desplumar a los pajaritos que caen por allí; pero en esos tabucos nunca entra un águila ni una cigüeña. Son los pájaros grandes los que dan más pluma. Y a eso vinimos aquí. En un año hemos ganado diez veces más que en los muelles; pero aún ganaríamos mucho más si… en lugar de ser varios a repartirnos la clientela, fuésemos nosotros solos.

—Al público no le gustaría verse obligado a acudir a una sola casa de juego elegante —observó el más joven de los reunidos.

—¿Por qué no le gustaría, Nat? —preguntó Turner volviéndose hacia Nathaniel Moorsom.

Éste era un hombre de unos veintiocho años, muy alto, bien proporcionado, es decir, que parecía delgado sin serlo, ya que su magnífica osamenta estaba cubierta de la superficie de carne en total ausencia de grasas. Su firme mandíbula, sus labios que no eran carnosos ni finos, su despejada frente, su correcta nariz y su castaña cabellera ligeramente rizada, denunciaban una firmeza de carácter que los hechos habían confirmado. En los primeros tiempos de su adolescencia sufragó sus estudios mediante los más duros trabajos. Tres años atrás, el dinero de Turner le había prometido terminar con más facilidad y gran brillantez sus estudios de abogado. Su fidelidad a Roscoe era proverbial y la ayuda que con sus consejos le prestaba resultaba utilísima para quien, como Turner, caminaba muchas veces bordeando peligrosamente los límites de la ley.

Nathaniel Moorsom también fumaba cigarros. En aquellos tiempos no se concebía un hombre de leyes sin su correspondiente puro entre los dientes y Turner le tenía bien surtido de su propia marca. Sólo quienes pertenecían más o menos en cuerpo y alma a Turner podían fumar un «Turner». Contemplando a su jefe a través de la tenue neblina de humo, Nat contestó:

—Al público no le gusta que le obliguen a hacer una cosa, aunque se trate de algo que le guste. En cuanto se siente dominado procura rebelarse. Ahora viene voluntariamente a jugar aquí; pero en cuanto ésta sea la única casa de juego elegante de San Francisco, porque todas las demás hayan tenido que ser cerradas, se sublevará y, ya que no pueda ir a otro establecimiento lujoso, buscará los tabucos de que antes has hablado.

—Eso es algo que está por ver —replicó Turner, a quien no le gustaba ver discutidas sus ideas, y que sólo a Moorsom podía tolerar semejante atrevimiento.

Alcanzando un jarrón chino que estaba sobre un estante próximo, Nathaniel preguntó, dirigiéndose a Turner:

—¿Crees que este jarrón, que, si no me equivoco, te ha costado cien dólares, se rompería si lo dejásemos caer al suelo?

—Claro que se rompería —replicó Turner.

—Yo creo que no —dijo Nat—. Y para decidir quién de los dos tiene razón, lo mejor es dejarlo caer.

—¡No seas loco! —gritó Turner.

Pero ya era demasiado tarde. Nat Moorsom había dejado caer al suelo el magnífico ejemplar de la cerámica china, que, como predijera Roscoe Turner, se hizo mil añicos.

—¿Qué pretendes con esta estupidez? —rugió Turner, entornando, amenazador, los ojos.

—Lo lamento —contestó Moorsom—. Yo estaba seguro de que no se rompería. Sin embargo, al romperse, el jarrón ha demostrado que tú decías la verdad. Es una lástima que ahora ya no se pueda recomponer…

Daisy Lorillard elevó su melodiosa voz para comentar:

—Creo que entiendo lo que Nat ha querido demostrar, Roscoe. Si lo que él dice acerca de tu monopolio de las casas de juego resulta cierto, será ya demasiado tarde para recomponer lo que has destrozado.

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