Volviendo a los gatos abandonados, y a aquellos que se han hecho salvajes por elección —la población salvaje—, también nos percatamos de una considerable diferencia con respecto a los perros abandonados. Éstos forman manadas que se apoyan mutuamente y comienzan a vivir y defenderse por sí mismos sin ayuda humana en las regiones menos civilizadas, siendo tales grupos casi inexistentes en las zonas urbanas y suburbanas. Incluso en los modernos y atestados países europeos resulta casi imposible encontrarlos por ninguna parte. Ni siquiera los distritos rurales pueden mantenerlos. Si se constituye una manada asilvestrada, pronto es perseguida por campesinos y pastores para impedir ataques a sus rebaños. Las colonias de gatos salvajes son otro asunto. Cada ciudad importante tiene una escalofriante población de ellos. Los intentos por erradicarlos fallan, por lo general, porque siempre existen, nuevos gatos callejeros que añadirse al conjunto. Y la necesidad de destruirlos no resulta tan grande, puesto que a menudo pueden sobrevivir al continuar su función de toda la vida de controlar a los animales nocivos. Sin embargo, donde la intervención humana ha eliminado a la población de ratas y ratones por medio de venenos, los gatos salvajes viven de otra forma, escarbando en los cubos de basura y mendigando a los humanos de blando corazón. Muchos de esos gatos de callejón son criaturas patéticas en la misma frontera de la supervivencia. Su resistencia es asombrosa y un testimonio de que, a pesar de los milenios de domesticación, el cerebro felino y el cuerpo están aún notablemente cerca del estado salvaje.
Al mismo tiempo, esta resistencia es la causa en gran parte del sufrimiento de los felinos. Dado que los gatos pueden sobrevivir cuando se les echa y se les abandona, la gente lo hace con toda tranquilidad. El hecho de que la mayoría de esos animales deban pasar su vida en condiciones espantosas —gatos de zonas de chabolas que buscan comida entre la basura y los desperdicios de la sociedad— llega a reflejar lo fuertes que son, pero no deja de ser una parodia de la existencia felina. El que lo toleremos constituye un ejemplo más de la vergonzosa manera en que hemos roto repetidamente nuestro antiguo convenio con el gato. No obstante, no es nada comparado con la forma brutal en que a veces hemos atormentado y torturado a los gatos a través de los siglos. Con harta frecuencia han sido el blanco de nuestra agresión, y hasta tenemos una frase popular que refleja este fenómeno: «… y el chico de la oficina le dio un puntapié al gato…» que nos ilustra el modo en que los insultos de los de arriba se desvían a las víctimas de abajo en la jerarquía social, con el gato en el último escalón.
Afortunadamente, a esto puede oponerse la otra cara de la moneda: la inmensa mayoría de las familias que poseen gatitos tratan a sus animales con cuidado y respeto. Los gatos tienen una forma especial de hacerse querer por sus dueños, no sólo por su manera de «engatusar», que estimula poderosos sentimientos paternales, sino también por su magnífica gracilidad. Existe en ellos una elegancia y una compostura que cautiva al ojo humano. Al sensible ser humano se le imagina un privilegio compartir una habitación con un gato, intercambiar su mirada, sentir su roce de bienvenida u observarlo cómo se enrosca gentilmente como una pelota ronroneante encima de un suave cojín. Y para millones de personas solitarias —muchos disminuidos físicos que no pueden dar largos paseos con un perro exigente—, el gato es el perfecto compañero. En particular para gente que se ve forzada a vivir sola en sus últimos años, su compañía proporciona inconmensurables recompensas. A esos puritanos de prietos labios que, con implacable indiferencia y estéril egoísmo, tratan de expulsar toda clase de animales de compañía de la sociedad moderna, yo les diría que se tomaran una pausa y consideraran el daño que sus acciones pueden causar.
Esto viene a colación del propósito de este libro. Como zoólogo he tenido a mi cuidado, en un momento u otro, a la mayoría de los miembros de la familia de los felinos, desde el gran tigre al diminuto ocelote, desde los poderosos leopardos al pequeño lince, y desde los altivos jaguares a los enanos gatos monteses. En casa muy frecuentemente ha habido un minino doméstico para saludarme a mi regreso, alguna vez con un cajón lleno de gatitos. De muchacho, cuando me criaba en el campo de Wiltyshire, pasaba muchas horas tumbado en la hierba, observando a los gatos de la granja mientras cazaban sus presas de forma tan experta, o espiándolos en las camadas en el pajar mientras daban lametazos a sus gatitos. Me acostumbré a observar a los gatos desde muy joven, y llevo haciéndolo desde hace casi medio siglo. Debido a mi dedicación profesional con animales, con frecuencia se me hacen preguntas acerca de la conducta de los gatos, y me he quedado sorprendido de lo poco que la mayoría de las personas parece conocer de estas intrigantes criaturas. Incluso las que tienen su propio gato doméstico, a menudo poseen sólo una vaga idea de las complejidades de su vida social, de su comportamiento sexual, de su agresión o sus habilidades para la caza.
Conocen bien sus estados de ánimo y los miman demasiado, pero no han hecho nada por estudiar a su animalito. En cierta medida, esto no es culpa suya, porque la mayor parte de la conducta felina ocurre fuera del hogar base, fuera de la cocina y de la sala de estar. Por lo tanto, confío que hasta aquellos que creen conocer muy íntimamente a sus propios gatos aprendan un poco más acerca de sus gráciles compañeros al leer estas páginas.
El método que he empleado es formular unas cuantas preguntas básicas, y luego proporcionar una serie de respuestas simples y directas. Existen muchos libros buenos y rutinarios sobre el cuidado de los gatos, que les darán todos los acostumbrados detalles sobre alimentación, alojamiento y cuidado veterinario, combinado con listas de clasificación de las diversas razas y de sus características.
No he querido repetir aquí todos esos detalles. En su lugar, trato de proporcionarles una clase diferente de libro sobre los gatos, uno que concentrándose en el comportamiento felino dé una respuesta a las preguntas con las que he tenido que enfrentarme a través de los años. Si lo he conseguido, la próxima vez que encuentren a un gato serán capaces de ver el mundo de una forma más felina. Y una vez hayan comenzado, se encontrarán formulando más y más preguntas acerca de su fascinante mundo y tal vez desarrollen el deseo de seguir observando a los gatos.
Conocemos de forma bastante fehaciente que hace unos 3.500 años el gato estaba ya por completo domesticado.
Poseemos escritos del antiguo Egipto que así lo demuestran, pero no sabemos cuándo comenzó el proceso de domesticación. Se han encontrado restos de gatos en un yacimiento neolítico en Jericó, que datan de hace 9.000 años, pero no existen pruebas de que esos felinos estuviesen domesticados. La dificultad surge de que el esqueleto del gato ha cambiado muy poco con el paso del estado salvaje al de domesticidad. Sólo cuando tengamos unos registros específicos y representaciones detalladas como los del antiguo Egipto podremos estar seguros de que ha tenido lugar la transformación del gato salvaje en animal doméstico.
Una cosa está clara: no debió existir la domesticación del gato con anterioridad a la revolución agrícola del período neolítico. En este aspecto el gato difiere del perro. Los perros tenían un papel significativo que representar incluso antes de la llegada de la agricultura. Ya en el período paleolítico, el hombre cazador prehistórico fue capaz de hacer buen uso de un compañero cazador de cuatro patas, con superiores habilidades olfatorias y auditivas. Pero el gato le sirvió muy poco al hombre primitivo hasta que hubo progresado a la fase agrícola y comenzó a conservar grandes cantidades de alimentos. Los almacenes de grano, en particular, debieron atraer una población pululante de ratas y ratones casi desde el mismo momento en que el hombre cazador pasó de nómada a sedentario y se convirtió en granjero. En las primeras ciudades, donde los almacenes eran grandes, se hubiera convertido en tarea imposible para los guardianes descubrir a los ratones y matarlos en número suficiente como para eliminarlos o, incluso, para prevenir que se multiplicasen. Una de las primeras plagas que debió conocer el hombre urbano sería una infestación masiva de roedores. Cualquier carnívoro que contase entre sus presas a ratas y ratones les parecería a los acosados custodios de alimentos un enviado de los dioses.
Resulta fácil imaginarse cómo un buen día alguien observó casualmente que unos cuantos gatos salvajes merodeaban por los silos y cazaban ratones. ¿Por qué no alentarles? Para los gatos, aquella escena debió de ser difícil de creer. Por todas partes les rodeaba un huidizo festín como jamás habían encontrado hasta entonces. Habían desaparecido las interminables esperas agazapados en el suelo. Todo cuanto necesitaban hacer era darse un indolente paseo hasta los aledaños de los vastos almacenes de grano, y allí les aguardaba un supermercado para gourmets con gordos roedores, alimentados con grano. De este estadio al de cuidar y criar a los gatos para incrementar la destrucción de los roedores no había más que un paso, puesto que era algo que beneficiaba a las dos partes.
Con nuestros eficientes métodos modernos para controlar a los animales dañinos, nos resulta difícil imaginar lo que significó el gato para aquellas primitivas civilizaciones, pero unos cuantos hechos acerca de las actitudes de los antiguos egipcios hacia los queridos felinos nos ayudarán a comprender la importancia que se les concedió en aquella época. Por ejemplo, se les consideraba animales sagrados, y el castigo por matarlos era la pena capital. Si un gato fallecía en casa de muerte natural, todos los inquilinos tenían que ponerse de luto, lo que incluía tener que afeitarse las cejas.
Después de la muerte el cuerpo del gato egipcio era embalsamado ceremoniosamente, el cuerpo se liaba con envolturas de diferentes colores y su cara se cubría con una máscara labrada en madera. A algunos los metían dentro de un ataúd de madera en forma de gato y a otros los envolvían en paja trenzada. Los enterraban en cementerios para gatos en número enorme, literalmente, millones de ellos. La diosa gata era llamada Bastet, que significaba «el habitante de Bast». Bast era la ciudad en que se ubicaba el templo principal de los gatos, y donde cada primavera convergían hasta medio millón de personas para los actos de culto. En cada una de esas ceremonias se enterraban unos 100.000 gatos momificados para honrar a la diosa virgen felina (que, presumiblemente, fue una precursora de la Virgen María). Esos festivales de Bastet se decían que eran los más populares y mejor cuidados de todo el antiguo Egipto, un éxito tal vez no desconectado con el hecho de que incluían salvajes celebraciones orgiásticas y «bacanales rituales». Asimismo, el culto del gato fue tan popular que duró más de 2.000 años. Oficialmente se prohibió el año 390 de nuestra era, pero por aquel entonces ya se encontraba en franca decadencia. Sin embargo, en sus mejores días reflejaba el gran aprecio en que era tenido el gato en aquella antigua civilización, y las numerosas y bellas estatuas de bronce de felinos que nos han llegado dan testimonio del culto de los egipcios a su grácil forma.
Un triste contraste con el antiguo culto a este animal es el saqueo vandálico de los británicos a los cementerios de gatos en el siglo pasado. Un ejemplo será suficiente: una consignación de 300.000 gatos momificados se embarcó para Londres, donde fueron enterrados para servir de fertilizantes en los campos de los granjeros locales. Todo cuanto sobrevivió de este episodio fue un único cráneo de gato que se encuentra en la actualidad en el Museo Británico.
Los antiguos egipcios, probablemente, habrían exigido 300.000 muertes por semejante sacrilegio; en cierta ocasión descuartizaron a un soldado romano, miembro a miembro, por haber herido a un gato. No sólo los adoraban, prohibieron también de modo expreso su exportación. Esto llevó a repetidos intentos de sacarlos ilegalmente del país como animales domésticos para hogares de elevado rango.
Los fenicios, que fueron el equivalente en la antigüedad de los vendedores de coches de segunda mano, vieron en la caza del gato un interesante desafío, y comenzaron a embarcar mininos de elevado precio para los ricos caprichosos de todo el Mediterráneo. Esto debió de enojar a los egipcios, pero fue una buena noticia para el gato en aquellos viejos tiempos, porque los introdujo en nuevas áreas como objetos preciosos que debían ser muy bien tratados.
Las plagas de roedores que barrían Europa dieron al gato fama de controlador de la peste, y rápidamente se extendieron por todo el continente. Los romanos fueron, claro está, los responsables de esto y a ellos se debe la introducción del gato en Britania. Sabemos que en los siglos siguientes los gatos fueron muy bien tratados habida cuenta de los castigos infligidos a quienes mataban alguno, castigos de los que hay constancia. Estos castigos no fueron tan extremados como en el antiguo Egipto, pero ciertas multas como un cordero o una oveja eran cualquier cosa menos algo trivial. La pena ideada por un rey galés en el siglo X refleja lo que significaba para él un gato muerto. El animal fue suspendido de la cola con el hocico tocando el suelo, y el castigo para el que lo mató fue ir echando grano encima de su cuerpo hasta que desapareció debajo del montón. La confiscación de este grano nos da una buena idea de lo mucho que se estimaba a un gato, por el grano que salvaba de las barrigas de ratas y ratones.
No obstante, aquellos buenos días para los gatos no iban a durar mucho. En la Edad Medía la población de felinos en Europa sufrió varios siglos de tortura, tormentos y muerte por causa de la Iglesia cristiana. Dado que habían estado implicados en los primeros rituales paganos, se proclamó a los gatos criaturas diabólicas, agentes de Satanás y familiares de las brujas, y se urgió a los cristianos de todas partes a que les infligiesen tanto dolor y sufrimiento como les fuese posible. El ser sagrado se había convertido en ser malévolo. Los gatos fueron quemados vivos en los días festivos. Centenares de millares de gatos fueron desollados, crucificados, muertos a palos, asados o arrojados desde lo alto de las torres de las iglesias a petición de los sacerdotes, como parte de una terrible purga contra los supuestos enemigos de Cristo.
Afortunadamente, el único legado que tenemos hoy de aquel miserable período de la historia del gato doméstico es la superstición que aún existe de que un gato negro está relacionado con la suerte. La conexión, no obstante, no siempre es clara, porque, al viajar de un país a otro, la suerte cambia de buena a mala, lo cual causa confusión. En Gran Bretaña, por ejemplo, un gato negro significa buena suerte, mientras que en Estados Unidos y en la Europa continental, por lo general, es sinónimo de mala suerte. En algunas regiones esta actitud supersticiosa se toma aún muy en serio. Hace unos cuantos años un adinerado dueño de un restaurante volvía a su casa, al sur de Nápoles, a últimas horas de la noche cuando un gato negro cruzó la carretera delante de su coche. Paró el buen hombre y se estacionó a un lado de la ruta, incapaz de seguir adelante a menos que regresase él gato (para «deshacer» la mala suerte). Al verle aparcado allí en una carretera solitaria a altas horas de la noche, se detuvo a su lado un coche de la Policía, y los agentes empezaron a hacerle preguntas.