Read Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
—Casi parece un morado —dijo—. Es como si el casco se estuviera hinchando allí donde esos millares de diminutos garfios se han aferrado a él. Ven aquí, Erredós. Quiero que registres todo esto y que examines la zona.
—Eso que está viendo podría ser una función auto reparadora en acción —dijo Hammax—. La Conexión Mecánica Número Uno causa ciertos daños microscópicos en el punto de unión. En cuanto al casco traslúcido... General, tal vez haya descubierto por qué la superficie de la nave tiene tan pocos rasgos distintivos. No estamos viendo el verdadero casco, sino meramente una membrana exterior que probablemente posee un índice de transparencia a la radiación distinto. Todos los sensores están escondidos debajo.
Erredós apareció en la entrada en el mismo instante en que Hammax concluía sus especulaciones. Saludó a Lando con un trino electrónico, y después entró en cuanto Lando le llamó con un gesto de la mano. Para el androide, la falta de asideros dentro de la cámara no suponía el problema que planteaba al general. Gracias al conjunto de pequeñas toberas de gas que poseían todos los androides astro-mecánicos, los movimientos de Erredós eran mucho más controlados que los de Lando..., quien se encontraba continuamente flotando a la deriva hacia un mamparo u otro, volviéndose lentamente de un lado a otro y girando en una suave rotación que intentaba dejarlo cabeza abajo.
—¿Recibís mejor la imagen ahora? —preguntó.
—Es mucho más clara que antes —dijo Lobot—. ¿Estás preparado para darnos la bienvenida?
—Aquí no hay nada más que ver —dijo Lando, volviendo a encender los focos de su traje espacial—. Todos estos mamparos no son más que planchas lisas.
—¿Parecen ser del mismo material que el casco exterior? —preguntó Hammax—. En ese caso, podría haber todos los sensores o armas que quiera escondidos debajo de ellos. Los qellas podrían usar ese material de la misma manera en que nosotros utilizamos los espejos de un solo sentido. Por lo que sabemos, podrían estar observándole y escuchándole desde detrás de un mamparo.
—Una idea muy reconfortante, y le agradezco muchísimo que me la haya comunicado —dijo Lando—. Pero si esto es una nave de los qellas, se trata de una nave muerta. Lleva demasiado tiempo en el espacio. Y por cierto, coronel, esto está empezando a adquirir el aspecto de un callejón sin salida... Quizá tengamos que fabricarnos nuestra propia entrada.
—Lando, ¿te acuerdas de lo que estuvimos comentando ayer? —preguntó Lobot—. Cualquier camino realmente obvio, cualquier pasaje por el que se pueda transitar, puede ser una trampa. Si hubiera un enorme botón rojo en el centro de una de estas paredes, yo no querría que lo pulsaras. El acceso debe requerir algo más que información: requiere conocimiento. La cerradura perfecta es invisible para ti, y en cambio salta a la vista para los qellas.
—Quizá tenga algo que ver con las manchas de estas paredes —dijo Lando, estirando el cuello para contemplarlas—. Es lo único susceptible de contener información que puedo ver aquí. Lobot, Cetrespeó, ¿por qué no os reunís conmigo y les echáis un vistazo? Quizá consigáis sacar algo en claro de ellas. Ah, y traed el trineo del equipo cuando vengáis. Erredós se las arregla tan bien como un pez en el agua, pero a los demás no nos iría nada mal tener algo a lo que poder agarrarnos.
Lando suspiró y presionó un control de su traje que esparció un chorro de aire fresco sobre su cara.
—Me rindo —dijo por fin—. ¿Coronel? ¿Alguien de ahí tiene idea de cómo podemos seguir adelante?
Fue Bijo Hammax quien se encargó de contestar a su llamada.
—No, Lando. Estamos atascados.
—Quedar atascado era mi mejor estrategia —dijo Lando con voz quejumbrosa—. Esperaba que si volvíamos a demostrarles lo mucho que nos cuesta aprender las cosas, nos darían otra pista.
Bijo se rió.
—Puede que si tocamos la pauta de luces correcta... —sugirió Lobot.
—Ya he tocado unos treinta puntos antes de que entraras aquí, y he usado mi cabeza, mis codos, mi trasero, mis rodillas...
—Estaba pensando en tocar la pauta correcta, no en una pauta elegida al azar.
—Pues entonces dime cuál es —replicó Lando en un tono bastante seco—. ¿Clara u oscura? ¿Rápida o lenta? ¿De izquierda a derecha o de arriba abajo?
—No lo sé —dijo Lobot—. Lo siento.
—Oh, vamos, no es culpa tuya... Lo que necesitamos ahora es un cerebro de qella, y se nos han acabado. Ya sabía que se me olvidaba algo cuando hice las maletas.
—Lando...
—¿Qué?
—¿Has visto alguna vez las pinturas de manchas de los donadis?
—¿Qué demonios...? Oye, Lobot, has escogido un momento bastante extraño para hacer prácticas de conversación cortés.
—Responde a mi pregunta —se limitó a decir Lobot.
—De acuerdo: no, nunca. ¿Qué tienen que ver esas pinturas con todo esto?
—Para la percepción humana, la pintura de manchas consiste en enormes lienzos recubiertos por manchones de color esparcidos al azar. Los donadis se sientan delante de uno de esos cuadros y pasan diez o más minutos mirándolo fijamente. Si lo contemplan durante el tiempo suficiente, y practicas lo que ellos llaman «mirar más allá», entonces dentro de su cerebro ocurre algo que convierte los manchones en una imagen tridimensional.
—Yo les he visto hacerlo —intervino Hammax—. Es realmente increíble, de veras... Los donadis se sumen en una especie de meditación y acaban alcanzando un estado de éxtasis intensísimo motivado por algo que muy bien podría ser una alucinación.
—Pero no es una alucinación —dijo Lobot—. Los cuadros de los donadis no son imágenes, sino estímulos que provocan la percepción de una imagen. La imagen no es real, pero aun así se encuentra contenida en el cuadro. Es un truco perceptual, y sólo funciona con su especie.
—¿Y crees que si un qella entrara aquí tal vez vería la respuesta inmediatamente?
—Lo que estoy diciendo es que estas manchas pueden haber sido concebidas pensando no sólo en los ojos de los qellas, sino también en sus mentes.
Lando frunció el ceño y meneó la cabeza.
—Aun suponiendo que tengas razón, eso no nos ayuda en nada.
—Erredós es el único capaz de ver todo este recinto al mismo tiempo. Puedo enviarle los conjuntos alternativos de parámetros perceptuales que estoy obteniendo en estos mismos instantes del Instituto de Estudios sobre la Consciencia de Baraboo. Sus bancos de datos contienen la colección de modelos neurocognitivos más extensa que existe. Erredós puede reprocesar la imagen según los parámetros que yo le proporciono, y proyectarla después para que podamos verla.
—Si quieres que te diga la verdad, eso me recuerda demasiado a tratar de conseguir un sabacc a la primera sacando cuatro cartas de la baraja.
—La suerte es el azar informado por el conocimiento aplicado —replicó Lobot—. Tú mismo lo has dicho.
—¿Eso dije?
—Sí, lo dijiste. Espera un momento.
En Gaios se suele decir que una semilla no sabe absolutamente nada sobre la flor que la ha producido. Lo que es cierto en el caso de las semillas y las flores, también lo es en el caso de las civilizaciones y los mundos.
Durante la larga historia de la galaxia, son muchos los árboles genealógicos que han llegado a volverse demasiado frondosos y complicados para que el antepasado o el descendiente pudieran recordarlos con claridad.
En mil millares de mundos, la vida surgió del crisol creativo del espacio y el tiempo..., y desapareció en la nada de la extinción en un abrir y cerrar de ojos.
En cien millares de mundos, la vida surgió de ese crisol con la violencia de una erupción volcánica y se negó a ser expulsada, blandiendo la astucia y la fecundidad como sus armas contra la entropía y el cambio.
En diez millares de mundos, la vida surgió de ese crisol con la violencia de una erupción volcánica y después lo trascendió, aprendiendo a salvar las distancias insalvables, aventurándose por el espacio como exploradora, y colonizadora, y conquistadora de mundos muy alejados de aquel que la había engendrado.
Y algunos de los mundos que habían sido rozados por el don de la vida lo fueron transmitiendo a sus propios hijos con el paso del tiempo, hasta que el don hubo sido transmitido a un millón de mundos a través de los eones, flor engendrando semilla engendrando flor hasta que toda la galaxia resonó con su cántico. Pero en toda la historia de todo lo que existe, ninguna especie ha llegado a conocer jamás toda su herencia, pues la memoria es más corta que la eternidad, y sólo la Fuerza ha sido testigo de esos difíciles primeros partos.
Los seres que habían elegido llamarse qellas no habían tenido hijos. No había ninguna colonia que les debiera lealtad. No había ningún mundo libre que hubiera contraído el deber de honrarlos. Los qellas habían poseído las herramientas necesarias para abandonar su mundo natal, pero nunca llegaron a tener una razón lo suficientemente poderosa para hacerlo.
Pero los qellas tenían padres, padres de los que apenas si se acordaban, pero hasta los que era posible remontarse para seguir la pista de una gran parte de cuanto eran y sabían. Los padres de los qellas se habían llamado a sí mismos qonets, y habían tenido una numerosa descendencia, al igual que la habían tenido sus padres, que se habían llamado a sí mismos ahranaffis. Así pues, y aunque los qellas no habían tenido hijos, sí tenían un cierto número de parientes, y primos cercanos y lejanos en cantidades incontables.
Y fue la esperanza de dar con los parientes que hubieran podido tener los qellas la que impulsó a Lobot a examinar los archivos del Instituto de Estudios sobre la Consciencia. Lobot sabía tan poco sobre la historia familiar de los qellas como los mismos qellas, pero conocía los principios y las pautas aplicables a esa cuestión. Su esperanza no dependía de la suerte, sino de una búsqueda algorítmica sabiamente calculada, de la meticulosidad de los archivistas y de la resistencia y capacidad para dar fruto del linaje de los ahranaffis.
O, por lo menos, eso era lo que diría Lobot en el caso de que se le interrogara al respecto. La suerte era el juego de Lando, y Lobot prefería mantenerse lo más alejado posible de cualquier cosa que fuese tan efímera e impredecible. Era una rivalidad silenciosa, y Lobot extraía un considerable placer —que se guardaba para sí mismo y nunca pregonaba en voz alta— de las ocasiones en las que el sistema de Lando le fallaba y el suyo tenía éxito. Lobot se enorgullecía de emplear unos métodos mucho más precisos y controlados, en los que la competencia contaba más que la casualidad y la diligencia era recompensada con más frecuencia que la osadía. Y esta vez la recompensa adquirió la forma de los registros mentales de los khottas de Kho Nai.
La imagen que estaba proyectando Erredós sólo cubría parte de una pared, pero incorporaba las pautas de toda la cámara tal como habrían sido percibidas por un khotta. Una vez comprimidas, procesadas y traducidas, las pautas no precisaban ninguna explicación. Toda aquella imagen tenía un solo punto focal y un solo significado posible.
—Ahí —dijo Lando—. En esa esquina. Ahí está tu gran botón rojo, Lobot.
—No veo nada —declaró Cetrespeó—. Tienes que estar cometiendo algún error, Erredós.
—No se supone que debas verlo —dijo Lando—. No a menos que poseas los ojos adecuados, ¿entiendes? Pero está ahí.
Se apartó del trineo del equipo con un suave empujón y fue flotando hacia la esquina.
—¿General Calrissian? Aquí Hammax. Le sugiero que haga que su unidad R2 establezca el contacto inicial con su brazo-garra.
—¿Dónde está el coronel?
—El coronel Pakkpekatt está examinando las transmisiones.
—Dígale que me gustaría que estuviera aquí —dijo Lando—. De acuerdo, Erredós. ¿Has localizado el punto?
Erredós respondió con un pitido lleno de entusiasmo.
—Muy bien... Llamemos al timbre.
Erredós subió lentamente por encima del trineo del equipo, al que se había estado sujetando hasta aquel momento, y usó sus toberas para impulsarse a través del vacío. La compuerta izquierda de equipo del androide se abrió con un suave chasquido, y el brazo-garra telescópico se extendió hacia un punto situado junto a la esquina curva en la que se unían dos mamparos.
La garra se fue abriendo hasta alcanzar su extensión máxima y un instante después entró en contacto con el mamparo.
No ocurrió nada.
—Ejerce más presión, Erredós —dijo Lando.
Las toberas del androide escupieron pequeños chorros de vapor que se esparcieron por la cámara, hasta que llegó un momento en el que todo su cuerpo plateado vibró visiblemente.
—Es suficiente, Erredós —dijo Lando—. Déjame probar.
—¿Qué está pensando, general? —preguntó Hammax.
—Estoy pensando que tal vez esta nave sepa que no fue construida por androides —respondió Lando, extendiendo su mano enguantada para tocar el mismo punto sobre el que había estado ejerciendo presión la garra de Erredós.
Y, una vez más, no hubo ninguna respuesta, ni siquiera cuando las toberas del traje espacial de Lando ejercieron toda su capacidad de empuje.
—Debemos de haber cometido algún error al interpretar las instrucciones —dijo Cetrespeó—. Erredós, ¿es posible que lo hayas vuelto todo del revés al proyectar la imagen?
La respuesta del pequeño androide fue tan breve como indignada.
—Por mucho que empujo, no consigo hacer ninguna auténtica presión sobre él —dijo Lando, que estaba empezando a enfurecerse—. Quizá esos qellas eran más fuertes que nosotros, por lo menos cuando se hallaban bajo estas condiciones.
—La fuerza todavía no ha abierto ninguna puerta de los qellas —dijo Lobot.
Lando giró en el aire para encararse con Lobot.
—No, ¿verdad?
Después cerró los dedos de su mano izquierda sobre el sello de la muñeca derecha del traje, soltó el seguro de cierre e hizo girar el guante.
—¿Qué está haciendo? —protestó Hammax.
—Un traje espacial y un androide probablemente producirán el mismo tipo de lectura en un sistema de sensores oculto, ¿no le parece? —murmuró Lando, sacándose el guante de la mano derecha con un enérgico tirón.
La atmósfera de la cámara estaba muy fría, y la mano le empezó a doler casi de inmediato. Lando se metió el guante debajo del codo izquierdo, volvió a girar hasta quedar de cara a la esquina y alargó el brazo hacia el mamparo.
Y el mamparo se retiró debajo de sus dedos al sentir su roce, con la superficie doblándose sobre sí misma por todos sus lados hasta que en la esquina hubo aparecido un agujero casi tan grande como un casco espacial del tipo burbuja y lo suficientemente profundo para que Lando no estuviera muy seguro de si podría llegar hasta el fondo de él.