Read Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
Todo contribuía a hacer que se sintiera a disgusto y fuera de lugar: estar lejos de Leia y de los niños, emprender aquella misión en solitario sin Luke o Chewbacca, estar enfadado con Leia por haberle pedido que le hiciera aquel favor cuando sabía que Han no podía responderle con una negativa, odiar su propia incapacidad para decir que no... Han no tenía ni idea de dónde había ocurrido, pero en algún punto del trayecto había perdido esa independencia que, en tiempos pasados, había considerado como su posesión más preciada, y lo peor de todo era que sabía que había renunciado a ella libremente y sin que nadie le obligara a hacerlo.
No. Lo peor de todo era el hecho de que estaba allí, solo y abandonado a sus propios recursos, y que se sentía incapaz de recordar qué había que hacer para disfrutar de esa situación. Han no habría sabido explicar por qué, pero el estar solo le resultaba tan repentinamente nuevo como desagradable.
Se tapó la cara con un brazo e intentó hacer desaparecer todo aquello.
Pasado un rato, lo consiguió.
El general Ábaht salió del saltador poranjiano moviéndose con una agilidad muy respetable para alguien de su edad.
—General... —dijo el oficial de cubierta, saludando marcialmente—. Me alegro de verle, señor. El capitán Morano está reunido con los distintos capitanes de la flota, y el oficial de día está en el puente.
—Gracias —dijo Ábaht, saltando a la cubierta y señalando el vehículo con el pulgar—. Encuentre algún sitio donde guardar este trasto, Marty. Me lo han prestado, pero confieso que me estoy encaprichando de él.
—Sí, señor. Me ocuparé de ello.
Había algo en el comportamiento del oficial de cubierta —algo en su voz, o en la tensión casi imperceptible que fruncía sus labios— que parecía un poco fuera de lugar. Pero Ábaht no obtuvo su primera pista de qué podía ser hasta que giró sobre sus talones para dirigirse hacia la salida.
Entonces fue cuando vio que la mitad de la dotación de la cubierta había dejado de trabajar para volver la mirada en su dirección. Los rostros de algunos técnicos parecían mostrar expresiones de una pena tan intensa que rozaba lo fúnebre, o de indignada preocupación.
—¿Qué está ocurriendo, Marty?
El oficial de cubierta tragó saliva con un visible esfuerzo.
—Señor, el general Han Solo llegó hace un par de horas y...
—Ah, ¿sí? —murmuró Ábaht con expresión pensativa.
—Sí, señor. Pensé que había venido para vernos zarpar, pero el capitán Morano ha instalado al general Solo en el camarote del doctor Archimar.
—¿De veras?
—Sí, señor. Yo... General, se rumorea que Solo ha venido a asumir el mando de la Quinta Flota.
—En ese caso, entonces el capitán Morano le ha asignado el camarote equivocado —dijo Ábaht sin inmutarse—. ¿Dónde está el general Solo ahora, Marty?
—Lo averiguaré enseguida. Pidió que le avisaran en cuanto usted subiera a bordo, señor.
—Pues averígüelo e infórmeme —dijo Ábaht, inclinando la cabeza—. Pero deje que sea yo quien le transmita el mensaje, ¿de acuerdo?
Una sonrisa se abrió paso a través de la máscara de preocupación en que se había convertido el rostro del oficial.
—Sí, señor.
Han no supo que se había quedado dormido hasta que fue despertado de repente por un ruido. Se incorporó en la litera con los ojos muy abiertos, y vio a un dorneano muy alto que llevaba un uniforme del Alto Mando de la Flota inclinándose sobre él. Las arrugas del rostro del dorneano indicaban que tenía más de cien años de edad. Los galones de la guerrera de su uniforme indicaban que era el general Ábaht.
—General Solo, ha empezado a circular por toda la nave el rumor de que he sido despedido y de que usted va a ocupar mi puesto —dijo Ábaht—. ¿Querría explicarme a qué viene todo eso y qué está ocurriendo en realidad?
—No sé de dónde puede haber salido ese ridículo rumor —dijo Han, sacando los pies de la litera y empezando a manotear a ciegas en busca de su camisa. Todavía medio aturdido por su siesta, necesitó hacer tres intentos antes de que consiguiera descolgarla de su percha—. Usted es el comandante de la Quinta Flota. Nada ha cambiado.
—Su presencia a bordo supone un cambio —dijo Ábaht, apoyándose en la cómoda.
Han se puso la camisa y empezó a luchar con los botones.
—Dígamelo a mí —murmuró—. Oiga, general, ya sé que usted no quiere tenerme aquí y, si he de serle sincero, la verdad es que yo tampoco querría estar aquí. Si nos basamos en ese entendimiento mutuo y nos damos un poco de espacio para respirar el uno al otro, quizá esto no vaya a ser demasiado terrible para ninguno de los dos.
—Veo que he cometido el error de confiar excesivamente en su reputación —dijo Ábaht.
—¿De qué me está hablando?
—Entre los dorneanos, se espera que el macho sabrá darse cuenta de cuándo ha llegado el momento de dejar a sus bebés y empuñar las armas. Pero que su hembra tenga que obligarle a cumplir con su deber recurriendo a la vergüenza...
—Sí, bueno... Dígale todo eso a alguien a quien le importe, ¿de acuerdo? —replicó Han con irritación—. He hecho mi parte, y un poco más de lo que me correspondía..., y si esta respuesta no basta para satisfacerle, pregúnteme si eso va a quitarme el sueño. Y en cuanto a usted, esta misión no tiene mucho que ver con lanzarse sobre la Estrella de la Muerte a los mandos de un caza.
Ábaht se rió.
—Por lo menos todavía le quedan dientes suficientes para morder —dijo—. ¿Puedo ver sus órdenes?
—No ha habido tiempo para formalidades —dijo Han, deslizando los faldones de su camisa por debajo de la cinturilla del pantalón—. Oiga, no entiendo mucho de diplomacia... Pregúntele a cualquiera y se lo confirmará. Intentemos hablar claro, y veamos adonde nos lleva eso. No estoy aquí para sustituirle. Le aseguro que no tengo ni idea de cómo hay que dirigir una fuerza espacial de estas características, y no tengo ninguna intención de seguir un curso acelerado de estrategia.
—Muy bien. ¿Por qué está aquí, si no es para sustituirme?
—Ahora he sido yo quien ha confiado demasiado en su reputación. Me imaginaba que podría descubrir la respuesta a esa pregunta sin ayuda.
—No gozo de la plena confianza de la princesa.
—Claro. Pero yo sí. Así que si yo le digo que todo va bien, entonces ella se lo creerá.
—No, tiene que haber algo más —dijo Ábaht—. No gozo de la plena confianza de la princesa..., pero no ha podido encontrar una razón que justificara el sustituirme. Si usted no está aquí para sustituirme, ¿ha venido para proporcionarle esa razón?
—Estoy aquí para ayudarle a no cometer ninguna estupidez —dijo Han—. Si después resulta que usted no necesita ninguna ayuda para evitar cometer estupideces, entonces por mí estupendo. Me dedicaré a mejorar mis algo oxidadas habilidades con las cartas del barlaz en su sala de descanso, averiguaré dónde guarda el zumo de dragón medicinal su contramaestre y recuperaré los montones de sueño atrasado que he ido acumulando.
—La princesa sigue temiendo que nuestra presencia allí cause algún incidente con los yevethanos.
—Supongo que se podría decir que sí.
—Quizá debería tener más miedo de los yevethanos que de la posibilidad de que surja algún incidente diplomático —dijo Ábaht—. Me gustaría oír sus opiniones sobre la Flota Negra, general Solo.
—Ese tema queda fuera de mi jurisdicción —dijo Han.
—Y acaba de decirme que no entiende mucho de diplomacia, ¿eh?
Los labios de Han se curvaron en una sarcástica sonrisa torcida.
—Bueno, Leia siempre ha sido una mala influencia para mí, y quizá ha acabado afectándome un poco más de lo que creía...
—¿Todavía queda dentro de usted lo suficiente de soldado para que...?
—Oiga, general, yo nunca he sido un soldado. No lo fui ni cuando llevaba uno de estos uniformes —dijo Han, dando un tirón a la pechera de su camisa—. Soy demasiado independiente y me gusta demasiado pensar por mi cuenta, y el aceptar órdenes es algo que nunca se me ha dado muy bien. Era un rebelde.
—¿Y qué es ahora?
—Ahora... Ahora supongo que soy un patriota. Si es así como se llama a alguien que piensa que la Nueva República es infinitamente mejor que el viejo Imperio, claro.
—Muy bien —dijo Ábaht—. Entonces le pido al patriota que hay en Han Solo que me permita compartir con él la opinión de un soldado sobre el porqué vamos a llevar esta nave a Hatawa y Farlax.
—De acuerdo, siempre que eso pueda esperar hasta que todos estemos un poquito más despiertos —replicó Han.
—Puede esperar, pero no demasiado tiempo —dijo Ábaht—. ¿Ha comido?
—No he comido nada desde que mis pies dejaron de estar en contacto con el suelo.
—Entonces le sugiero que me acompañe al comedor de oficiales, y una vez allí podremos comer algo mientras el capitán Morano nos lanza a la primera parrilla de salto. A menos que a su estómago no le siente bien combinar la comida con el hiperespacio, por supuesto...
—En absoluto —dijo Han—. Es muy amable por su parte. Permítame encontrar mis zapatos y enseguida podremos irnos.
—Oh, no crea que sólo se trata de amabilidad por mi parte. Me temo que tengo otros motivos menos loables —dijo Ábaht.
—Ah, ¿sí? ¿Qué ocurre? ¿Es que el cocinero del comedor de oficiales aún no ha conseguido dominar los sistemas de su cocina?
Ábaht sonrió.
—Dado que es usted mi superior, y especialmente dado que es usted Han Solo, su presencia en esta nave supone un problema para mí en lo que concierne a mi tripulación —dijo—. Si me lo permite, me gustaría utilizar su presencia a bordo para subrayar la importancia que tiene esta misión, y para convertir un factor negativo en uno positivo. Y que le vean como invitado mío a bordo de la nave pondrá fin a los rumores que ha provocado su llegada mucho más deprisa que cualquier anuncio público que yo pudiera hacer.
Han asintió.
—Pues entonces, adelante. No he venido aquí para hacerle más difícil el trabajo.
A las cero cuarenta horas exactamente, entre los rollos para y el coñac dorneano, la Quinta Flota saltó al hiperespacio con rumbo al Sector de Hatawa. La busca de la Flota Negra de Ayddar Nylykerka había empezado.
Cuando el coronel Pakkpekatt llegó al comunicador más próximo, el
Dama Afortunada
ya estaba a sólo dos kilómetros del
Vagabundo
y continuaba acercándose a una velocidad moderada que, aun así, colocaría al yate espacial en posición de atraque dentro de unos minutos. El espectáculo hizo que las crestas de amenaza de la espalda de Pakkpekatt se irguieran en todo su esplendor, y su garganta se volvió de color carmesí en una exhibición de furia que ninguno de los miembros de la dotación de su puente de mando había presenciado con anterioridad.
—Está usted completamente loco, Calrissian —dijo Pakkpekatt con gélida calma—. Le prometo que esto va a costarle algo más que su rango.
—Coronel, creo que me tomaré sus palabras como una promesa de que hará cuanto pueda para ayudarme a seguir con vida el tiempo suficiente para satisfacer esa delicadísima sensibilidad que le permite ofenderse con tanta facilidad. Tengo entendido que la Flota no permite formar consejo de guerra a un cadáver.
—Existen otros usos para los cadáveres —dijo Pakkpekatt con una sonrisa helada—. Bien, aprovechando que por el momento siguen vivos, tal vez le gustaría incluir sus justificaciones en el registro oficial.
—Será un placer —dijo Lando—. Su decisión de excluirnos del equipo de incursión puso en peligro no sólo las vidas de Bijo y sus hombres, sino también toda la misión. Y la actitud que mantuvo durante la reunión de ayer me convenció de que nunca dedicaría ni un solo minuto de su tiempo a nada de cuanto pudiéramos poner encima de la mesa, así que...
—¿Acaso pretende hacerme responsable de su temeridad? —le interrumpió Pakkpekatt, dejándose dominar por un estallido de rabia que vaporizó su helada calma anterior en cuestión de segundos—. Ustedes no han puesto nada encima de la mesa. Está claro que cuando llegó aquí ya poseía información secreta sobre esta nave, y que después negó poseer dicha información y que no nos ha permitido acceder a ella.
—¿Información secreta? ¿Qué demonios está diciendo, coronel?
—¡Oh, vamos, pero si usted mismo acaba de admitirlo! Usted es el único que sabía que el equipo de incursión correría peligro. Y ya sabía que el objetivo estaba esperando una señal de respuesta, señal que usted ya poseía.
—Coronel, no sé de qué me está hablando. Tenía una corazonada sobre lo que habían venido a hacer aquí los constructores de esa nave, y ésta era la única manera de averiguar si mi corazonada se basaba en algo mínimamente sólido.
—¿Espera que crea que ha arriesgado sus vidas y su nave fiándose de una corazonada?
Lando dejó escapar una suave risita.
—Nunca ha jugado una partida de sabacc conmigo, ¿verdad, coronel? Si aspira a poder ganar mucho dinero, antes tiene que estar dispuesto a perder mucho dinero. Nadie ha llegado a rico haciendo apuestas de un crédito.
—Espero que haya disfrutado de su pequeño juego, general. Pero siempre había tenido entendido que esconder cartas en la manga estaba considerado como un acto de deshonestidad.
—No disponíamos de ninguna información secreta, coronel. Dio la casualidad de que buscamos en el sitio correcto de los archivos imperiales..., y justo a tiempo. Ahora por fin hemos conseguido saltar la valla, y vamos a hacer lo que podamos mientras estemos aquí. Confío en que a estas alturas ya habrá ordenado que activaran todos los sistemas de grabación, ¿no?
Pakkpekatt cortó el canal de audio de la unidad comunicadora y volvió la mirada hacia su oficial de operaciones.
—¿Hemos registrado la señal-llave que el
Dama Afortunada
utilizó para entrar en la zona de acceso restringido?
—Sí, señor.
—¿Qué potencia tiene el haz de tracción del
D-89
1 ¿Es lo bastante potente para inmovilizar al
Dama Afortunada
?
—Desde luego, señor, y sin ninguna dificultad —dijo el oficial de operaciones con una sombra de desprecio en la voz—. El
Dama Afortunada
sólo es un yate de recreo civil.
—¿Y el campo de interdicción? ¿Sigue funcionando?
—Sí, señor. El campo de interdicción está conectado y en funcionamiento.
—Entonces prepare una secuencia de emisión de esa llave, y esté preparado para enviar a una patrullera para que los saque de allí por la fuerza. —Pakkpekatt se volvió hacia el comunicador y volvió a conectar el canal de audio—. Estamos haciendo cuanto podemos —le dijo a Lando—. Pero algunos sistemas estaban siendo sometidos a un diagnóstico de calibración con vistas a dejarlos preparados para el intento que planeábamos llevar a cabo dentro de un rato, y todavía no están en condiciones de ser utilizados. ¿Puede permanecer en su posición actual y darnos un poco de tiempo? Unos cuantos minutos deberían bastarnos.