Anna vestida de sangre (14 page)

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Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
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—Era Nat —comenta—. Estaba tratando de consolarme, o eso imagino. Pero no estoy de humor para una noche de chicas viendo una película, ¿me entiendes?

—¿Hay algo que podamos hacer nosotros? —pregunta Thomas amablemente, y Carmel empieza a revolver entre los papeles.

—Para ser sincera, me gustaría simplemente acabar los deberes de Biología —responde, y yo asiento con la cabeza.

Deberíamos disfrutar de un poco de normalidad: trabajar, estudiar y prepararnos para hacer lo mejor posible el examen del jueves. Porque siento el recorte de periódico en el bolsillo como si pesara una tonelada. Noto la fotografía de Anna, con su mirada de hace sesenta años, y no puedo evitar querer protegerla, salvarla de convertirse en lo que ya es.

Después no creo que haya mucho tiempo para la normalidad.

Capítulo doce

Me despierto empapado en sudor. He estado soñando, soñando con algo que se inclinaba sobre mí. Algo con los dientes retorcidos y los dedos ganchudos. Algo con un aliento que olía como si hubiera estado devorando gente durante décadas sin cepillarse los dientes entre comidas. Tengo el corazón desbocado. Deslizo la mano bajo la almohada para agarrar el
áthame
de mi padre y, por un segundo, juraría que mis dedos rodean una cruz, una cruz con una tosca serpiente alrededor. Sin embargo, la empuñadura del cuchillo está ahí, a salvo en su funda de cuero. Malditas pesadillas.

Mi corazón empieza a calmarse. Miro hacia el suelo y veo a Tybalt observándome, con el rabo en alto. Me pregunto si estaría durmiendo sobre mi pecho y lo habré catapultado al despertarme. No lo recuerdo, pero ojalá haya sido así, porque habría sido para partirse de risa.

Pienso en tumbarme de nuevo, pero no lo hago. Noto una sensación tensa y desagradable en todos los músculos y, aunque estoy cansado, lo que realmente me apetece es hacer un poco de atletismo —algún lanzamiento de peso y algunas carreras de obstáculos—. Fuera, debe de estar soplando el viento, porque esta vieja casa cruje hasta los cimientos y los tablones del suelo se mueven como fichas de dominó, emitiendo un sonido parecido a pisadas rápidas.

Sin pensármelo dos veces, salgo de la cama y me enfundo unos vaqueros y una camiseta. Luego guardo el
áthame
en el bolsillo trasero de los pantalones y bajo las escaleras. Me detengo únicamente para ponerme los zapatos y levantar de la mesita con cuidado las llaves del coche de mi madre. A continuación, estoy conduciendo por calles oscuras bajo la luz de la luna creciente. Sé hacia dónde me dirijo, aunque no recuerdo haberlo decidido.

* * *

Aparco al final del camino de acceso de la casa de Anna, que está lleno de hierbajos, y bajo del coche, sintiéndome todavía como un sonámbulo. Aún noto la tensión de la pesadilla en mi cuerpo. Ni siquiera escucho el sonido de mis propias pisadas en los desvencijados escalones del porche, ni siento mis dedos rodeando el pomo de la puerta. Luego, entro y caigo al vacío.

El vestíbulo ha desaparecido, me precipito unos dos metros y medio y aterrizo de morros sobre la tierra fría y polvorienta. Unas respiraciones profundas devuelven el aire a mis pulmones y, de forma instintiva, me pongo en pie sin dejar de pensar,
¿qué demonios ha pasado?
Cuando mi cerebro se conecta de nuevo, espero medio agachado y con los cuádriceps flexionados. Tengo suerte de no haberme destrozado las piernas. No tengo ni idea de dónde estoy y mi cuerpo está preparado para agotar las reservas de adrenalina. Sea lo que sea este sitio, es un lugar oscuro y apesta. Intento no respirar demasiado profundamente para no dejarme invadir por el pánico, y también para no inspirar demasiado lo que hay a mi alrededor. Huele a humedad y podrido. Aquí abajo han muerto un montón de cosas, o tal vez hayan muerto en otro sitio y las han almacenado en este lugar.

Este pensamiento me empuja a alargar la mano hacia el cuchillo, mi afilado colchón de seguridad rebanador de pescuezos, al tiempo que miro alrededor. Reconozco la etérea luz grisácea de la casa; se está filtrando a través de lo que, supongo, son los tablones del suelo. Ahora que mis ojos se han adaptado a la penumbra, veo que las paredes y el suelo son en parte de tierra y en parte de piedra en bruto. Mi mente hace un rápido repaso de cómo subí los escalones del porche y franqueé la puerta. ¿Cómo he acabado en el sótano?

—¿Anna? —la llamo en voz baja y el terreno se sacude bajo mis pies. Recupero el equilibrio apoyándome contra una pared, pero la superficie bajo mi mano no es de tierra. Es viscosa. Y está húmeda. Y noto que respira.

El cadáver de Mike Andover está medio incrustado en la pared. He apoyado la mano sobre su estómago. Mike tiene los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Su piel parece más oscura y flácida que antes. Se está descomponiendo y, por la manera en que está colocado en las rocas, tengo la impresión de que la casa lo está engullendo poco a poco. Lo está digiriendo.

Me alejo unos pasos. Realmente preferiría que Mike no se pusiera a hablarme de ello.

Un leve ruido de algo que se arrastra llama mi atención, me vuelvo y veo una figura renqueando hacia mí como si estuviera borracha, tambaleándose y dando bandazos. La impresión de no encontrarme solo queda eclipsada momentáneamente por las náuseas. Es un hombre y apesta a meado y alcohol. Va vestido con ropa sucia, una gabardina harapienta y unos pantalones con agujeros en las rodillas. Antes de que pueda retirarme de su camino, su rostro adquiere una expresión de miedo. El cuello le gira sobre los hombros, como si fuera el tapón de una botella, escucho el largo crujido de su médula espinal y se derrumba en el suelo, a mis pies.

Estoy empezando a preguntarme si no seguiré dormido. Entonces, por alguna razón, la voz de mi padre brota en mis oídos.

—No tengas miedo de la oscuridad, Cas. Pero no dejes que te convenzan de que todo lo que hay ahí cuando está oscuro, existe también a plena luz del día. Porque no es así.

Gracias, papá. Sencillamente, una de las escalofriantes perlas de sabiduría que poseías.

Pero tenía razón. Bueno, al menos en la última parte. Noto cómo me palpita la sangre y siento la vena yugular hinchada en el cuello. Entonces, escucho hablar a Anna.

—¿Ves lo que hago? —pregunta, y antes de que yo responda, me rodea de cadáveres, más de los que puedo contar, desparramados por el suelo como desperdicios y apilados hasta el techo, brazos y piernas revueltos en un grotesco montón. El hedor es insoportable. Por el rabillo del ojo veo que uno se mueve, pero cuando me fijo mejor me doy cuenta de que es el movimiento de los bichos que están devorando la carne, retorciéndose bajo la piel y levantándola con pequeñas palpitaciones imposibles. Solo hay una cosa en los cuerpos que se mueve por sí misma: los ojos giran perezosamente de atrás adelante en las cabezas, cubiertos de mucosidad y blanquecinos, como si intentaran ver lo que les está sucediendo pero carecieran de la energía necesaria.

—Anna —digo suavemente.

—Estos no son los peores —susurra ella. Tiene que estar de broma. A algunos de estos cadáveres les han hecho cosas horribles. Les faltan miembros y todos los dientes y están cubiertos de sangre reseca procedente de cientos de cortes antiguos. Cuando miro a mi espalda y me doy cuenta de que Mike ha abierto los ojos, sé que tengo que salir de aquí. Que le den a la caza de fantasmas; al infierno con el legado familiar, no voy a quedarme ni un minuto más en una habitación repleta de cadáveres.

No tengo claustrofobia, pero en este momento siento como si me lo tuviera que recordar a gritos. De repente, distingo lo que no tuve tiempo de ver antes. Hay una escalera que sube hacia la planta principal. Ignoro cómo Anna consiguió traerme directamente al sótano, y tampoco me importa. Solo quiero regresar al vestíbulo y, una vez allí, olvidar lo que se esconde bajo mis pies.

Me lanzo hacia la escalera y es entonces cuando ella hace surgir el agua, que sale a borbotones de todas partes —grietas en las paredes, directamente del suelo— y aumenta de nivel. Es repugnante, más limosa que líquida, y en segundos me llega a la cintura. El pánico empieza a invadirme cuando el cadáver del vagabundo con el cuello roto pasa flotando a mi lado. No quiero nadar con ellos. Tampoco quiero pensar en todo lo que debe de haber bajo del agua, sin embargo, mi imaginación inventa algo realmente estúpido; cadáveres de la parte baja de los montones abriendo las mandíbulas de repente y gateando por el suelo apresuradamente como cocodrilos para agarrarme las piernas. Empujo al vagabundo mientras pasa, cabeceando como una manzana agusanada, y me sorprendo al escuchar el leve gemido que escapa de mis labios. Siento náuseas.

Alcanzo la escalera justo en el momento en que una pila de cadáveres se ladea y se derrumba con un morboso chapoteo.

—¡Anna, para! —toso, tratando de que el agua verdosa no me entre en la boca. No creo que lo consiga. Mi ropa se ha vuelto pesada, como si estuviera en un mal sueño, y subo gateando por los escalones a cámara lenta. Por fin, apoyo la mano sobre suelo seco y, con una sacudida, subo al primer piso.

El alivio me dura medio segundo. Luego grito como un histérico y me alejo apresuradamente de la puerta del sótano, esperando que por ella surjan agua y manos muertas que traten de arrastrarme de nuevo hacia allí. Pero el sótano está seco. La luz grisácea se desliza hacia abajo y puedo ver los escalones y unos metros del suelo. Está todo seco. Y no hay nada. Se parece a cualquier otro sótano en el que se almacenan latas de conservas. Para hacerme sentir más estúpido todavía, mi ropa tampoco está mojada.

Condenada Anna. Detesto este tipo de manipulaciones espacio-temporales, o alucinaciones o lo que sean. Es imposible acostumbrarse a ello.

Me levanto y me sacudo la camisa, aunque no haya nada que sacudir, al tiempo que miro alrededor. Estoy en lo que solía ser la cocina. Hay una polvorienta placa de cocinar negra y una mesa con tres sillas. Me encantaría sentarme en una, pero los armarios empiezan a abrirse y cerrarse solos, los cajones a dar golpes y las paredes a sangrar. Portazos y platos hechos añicos. Anna está actuando como un vulgar
poltergeist
. Qué lamentable.

Noto una sensación de seguridad. Los
poltergeists
están a mi alcance. Me encojo de hombros y salgo de la cocina hacia el salón, donde el sofá cubierto de polvo ofrece un aspecto confortablemente familiar. Me derrumbo sobre él con una actitud bravucona que, espero, parezca bastante creíble. No importa que mis manos sigan algo temblorosas.

—¡Sal de aquí! —grita Anna justo encima de mi hombro. Miro por encima del sofá y ahí está, mi diosa de la muerte, con el pelo serpenteando en una magnífica nube negra y rechinando los dientes con una fuerza tal que haría sangrar cualquier encía viva. Las ganas de saltar con el
áthame
preparado hacen que mi corazón bombee más rápido, pero respiro hondo. Anna no me mató antes y mis tripas me dicen que tampoco quiere hacerlo ahora. ¿Por qué, si no, hubiera perdido el tiempo con el espectáculo de los muertos? Le ofrezco mi mejor sonrisa de gallito.

—¿Y qué si no lo hago? —pregunto.

—Has venido a matarme —responde con un gruñido, ignorando obviamente mi pregunta—, pero no puedes.

—¿Qué parte de eso es lo que realmente te fastidia? —por sus ojos y su piel fluye sangre de color oscuro. Es terrible, desagradable, una asesina. Sin embargo, sospecho que estoy completamente a salvo con ella—. Encontraré la manera, Anna —le prometo—. Existirá alguna forma de matarte, de enviarte lejos de aquí.

—Yo no quiero irme —dice ella. Todo su cuerpo se contrae, su parte oscura se desvanece y delante de mí aparece Anna Korlov, la muchacha de la foto del periódico—. Aunque merezco que me maten.

—Hubo un tiempo en que no lo merecías —digo, aunque no estoy completamente en desacuerdo con ella. Porque no creo que esos cadáveres del sótano fueran simples creaciones de su imaginación. Me da la sensación de que, en algún lugar, Mike Andover está siendo devorado lentamente por las paredes de esta casa, aunque no pueda verlo.

Agita el brazo, cerca de la muñeca, donde todavía le quedan algunas venas negras. Lo mueve con más fuerza, cierra los ojos y desaparecen. Se me ocurre que no estoy viendo simplemente a un fantasma, sino a ese fantasma y lo que le pasó. Son dos cosas distintas.

—Tienes que luchar con eso, ¿verdad? —digo en voz baja.

Sus ojos muestran sorpresa.

—Al principio, me resultaba imposible controlarlo. No era yo. Me volvía loca, atrapada en su interior, y era horrible hacer esas cosas terroríficas mientras yo observaba, acurrucada en un rincón de nuestra mente —ladea la cabeza y el pelo le cae suavemente por encima del hombro. No puedo creer que las dos sean la misma persona. La diosa y esta muchacha. La imagino escudriñando a través de sus propios ojos como si fueran simples ventanas, asustada, con su discreto vestido blanco.

—Ahora nuestras pieles se han fundido —continúa—. Ella y yo somos la misma.

—No —digo, pero en el mismo instante sé que es cierto—. Ella es como una máscara. Puedes quitártela. Lo hiciste para salvarme —me levanto y rodeo el sofá. Parece tan frágil en comparación con lo que era antes, pero no retrocede ni aparta sus ojos de los míos. No tiene miedo. Está triste y se muestra curiosa, como la muchacha de la fotografía. Me pregunto cómo sería cuando estaba viva, si se reiría con facilidad, si sería inteligente. Resulta imposible creer que gran parte de esa chica siga aquí, sesenta años y quién sabe cuántos asesinatos después.

Entonces, recuerdo que estoy realmente cabreado. Señalo con la mano hacia la cocina y la puerta del sótano.

—¿De qué demonios iba todo eso?

—Pensé que deberías saber a lo que te estás enfrentando.

—¿A qué? ¿A una niñata con una rabieta en la cocina? —la miro con los ojos entrecerrados—. Estabas intentando asustarme para que me largara. Y se suponía que ese triste espectáculo era para que saliera corriendo despavorido.

—¿Triste espectáculo? —se burla—. Juraría que has estado a punto de mearte encima.

Abro la boca, pero la vuelvo a cerrar. Casi me ha hecho reír, y preferiría seguir enfadado. Aunque no literalmente. Oh, mierda. Me estoy riendo.

Anna parpadea y sonríe, fugazmente. Ella también trata de evitar la risa.

—Estaba… —hace una pausa—. Estaba enfadada contigo.

—¿Por qué? —pregunto.

—Por intentar matarme —responde, y rompemos a reír los dos.

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