El décimo círculo (39 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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—Bien dicho —bromeó el chico de al lado.

—Cuenta mucho la intención —añadió un estudiante—. Como cuando se diferencia entre homicidio involuntario y asesinato. Yo diría que si haces algo malo en caliente, Dante casi te justifica. Pero si lo haces como resultado de un plan premeditado, entonces sí que te lo has buscado.

En aquel preciso instante, y a pesar de llevar diez años impartiendo esa asignatura, incluso esa lección sobre un tema clásico, Laura se dio cuenta de que había un pecado que Dante había omitido y que su lugar estaba en el pozo más profundo del infierno. Si el peor pecado de todos era el de traicionar a los demás, ¿qué pasaba entonces con las personas que se mentían a sí mismas?

Debería existir un décimo círculo, un lugar diminuto, del tamaño de la cabeza de un alfiler, con espacio para concentraciones infinitas. Estaría atestado de profesores que se escondían en sus torres de marfil en lugar de hacer frente a sus familias rotas. De chicas que se habían hecho mayores de la noche a la mañana. De maridos que, en lugar de hablar de su pasado, lo vertían en una página en blanco. De mujeres que fingían poder ser la esposa de un hombre y la amante de otro, manteniendo sus dos personalidades separadas. De cualquiera que se dijera a sí mismo que su vida era perfecta y maravillosa, a pesar de todas las pruebas en contra.

Una voz se abrió paso hasta ella.

—¿Profesora Stone? ¿Se encuentra bien?

Laura fijó la mirada en la chica de la primera fila que le había hecho la pregunta.

—No —dijo con voz pausada—. No me encuentro bien. Podéis… podéis coger las vacaciones un poco antes y marcharos a casa.

Mientras se producía la desbandada de estudiantes, encantados con el imprevisto, Laura cogió el maletín y el abrigo. Fue hasta el aparcamiento, se subió al coche y arrancó.

Las mujeres redactoras del «Buzón de Annie» se equivocaban, pensó Laura. Por el mero hecho de no expresar en voz alta los hechos, no se borra su existencia. El silencio no era más que una forma de mentir callando.

Sabía dónde dirigirse, pero antes de llegar sonó el teléfono móvil.

—Se trata de Trixie —dijo Daniel, y al instante lo que él tenía que decir era mucho más importante que lo que ella había hecho.

El Pueblo de Santa Claus, en Jefferson, New Hampshire, era un lugar lleno de mentiras. Había renos plantados languideciendo en un establo de mentira, elfos de pega martilleando en un taller y un Santa Claus falso sentado en un trono con un trillón de niños delante haciendo cola para decirle lo que querían que les trajera el gran día. Había padres fingiendo que todo aquello era de verdad, incluso el reno Rudolph, una animación por ordenador. Y estaba también Trixie, tratando de comportarse con naturalidad, cuando en realidad era la mayor mentirosa de todos.

Trixie observaba a una niña pequeña subirse al regazo del falso Santa Claus, cuando de pronto la cría le tiró de la barba postiza con tanta fuerza que se la arrancó. Se podría pensar que, ante eso, un niño, aunque fuera tan pequeño, sospecharía, pero las cosas no son así. La gente cree lo que quiere creer: lo de menos es lo que tienen delante de las narices.

¿No era acaso por eso por lo que ella estaba allí?

De pequeña Trixie había creído en Santa Claus, como es natural. Zephyr, que era medio judía y del todo pragmática, se había pasado años señalándole a Trixie las incongruencias: ¿Cómo podía ser que Santa Claus estuviera al mismo tiempo en el BonTon y las galerías Filene? Si de verdad era Santa Claus, ¿acaso no sabría lo que quería sin necesidad de preguntárselo? Trixie hubiera deseado poder reunir a todos esos niños y salvarlos, como Holden Caulfield en el último libro que había leído para la asignatura de lengua inglesa. «Control de realidad —les diría—. Santa Claus es un camelo. Vuestros padres os han mentido».

«Y además —podía añadir—, lo volverán a hacer». Sus propios padres le habían dicho a ella que era muy guapa, cuando en realidad era todo huesos y tenía las piernas arqueadas. Le habían prometido que encontraría a su príncipe azul, pero éste la había dejado. Le habían dicho que si volvía a casa a la hora estipulada y mantenía su habitación ordenada y cumplía con su parte del trato, ellos cuidarían de que no le pasara nada malo… y mira lo que había pasado.

Salió de detrás del abeto que escupía canciones de Navidad y echó una ojeada a su alrededor para comprobar si alguien se habría fijado en ella. En cierto modo, casi habría sido más fácil si la hubiesen atrapado. Era muy pesado estar continuamente mirando por encima del hombro, temiendo ser reconocida en cualquier momento. Primero se había preocupado por si el camionero que la había llevado pudiera haber comunicado por radio su paradero a la comisaría de policía. Luego le había parecido, casi con seguridad, que el tipo que vendía las entradas para el Pueblo de Santa Claus la había mirado con atención para comparar su rostro con el de algún cartel de busca y captura.

Trixie se metió en los servicios, donde se refrescó la cara con agua y trató de respirar hondo y de forma acompasada, inspiraciones que la ayudaran a evitar el desastre, como cuando en clase de ciencias naturales diseccionaban una rana y tenía miedo de vomitar sobre su compañero de laboratorio. Hizo ver que tenía algo en el ojo y estuvo mirándose en el espejo hasta quedarse sola en los lavabos.

Entonces metió la cabeza debajo del grifo. Era de los que tienen que apretarse hasta el fondo para abrirlo, de modo que tenía que mantenerlo presionado para que no cesara el chorro de agua. Se quitó la sudadera y se la envolvió alrededor del pelo, luego se metió en una cabina y se sentó en el inodoro, tiritando de frío, sólo con la camiseta puesta, mientras rebuscaba en la mochila.

Había comprado el tinte en un súper Wal-Mart en una parada que había hecho el camionero para comprar tabaco. Era de color llamado «Caballero con armadura de noche», pero a Trixie le parecía que era negro sin más. Abrió la caja y leyó las instrucciones.

Con suerte nadie encontraría raro que estuviera sentada en un lavabo treinta minutos. En fin, nadie más podría ocupar ese baño en treinta minutos. Trixie se puso los guantes de goma y mezcló el tinte con el peróxido, lo agitó y se echó la solución en el pelo. Se lo frotó por encima y se colocó la bolsa de plástico de forma que le cubriera el cuero cabelludo.

¿Tenía que teñirse también las cejas? ¿Se podía?

Ella y Zephyr habían hablado a menudo sobre cómo aparentar ser mayores de edad antes de cumplir los veintiuno. La edad no era tan importante como ciertos hitos: hacer un viaje sin los padres, comprar cerveza sin tener el carné de identidad, tener relaciones sexuales. Hubiera deseado decirle a Zeph que era posible hacerse mayor en un instante, que podías mirar hacia abajo y ver la raya en la arena que dividía tu vida en lo que solía ser y el presente.

Trixie se preguntó si, como su padre, tampoco ella volvería a casa nunca más. Se preguntó cómo sería el mundo de grande cuando lo cruzaras de una punta a otra en la realidad y no con el dedo sobre un mapa. Notó que por el cuello le bajaba un pequeño reguero de líquido; lo detuvo con el dedo antes de que le llegara al cuello de la camisa. El tinte se deslizó por la piel, más oscuro que el aceite de motor. Por un momento se imaginó que era sangre. No le habría supuesto ninguna sorpresa si por dentro se hubiera vuelto tan negra como todo el mundo creía.

Daniel aparcó delante de las ventanas abiertas de la juguetería y vio a Zephyr devolviéndole el cambio y los tickets de compra a una mujer mayor. Llevaba el pelo peinado con trenzas y dos camisas de manga larga, una encima de la otra, como si hubiera pensado tener frío pasara lo que pasara. Entre las sombras y los reflejos en el cristal, casi era posible fingir que era Trixie.

Lo que era imposible era pedirle a Daniel que se quedara sentado en casa a la espera de que la policía encontrara a Trixie y le sacara una explicación a la fuerza. Por eso, en el instante mismo en que se había marchado Bartholemew, y Daniel se había asegurado de que no se hubiera quedado agazapado al doblar la esquina de la manzana, se había puesto a pensar qué cosas sabía él de Trixie que los polis no conocieran. Adonde podía ir, en quién podía confiar.

En esos momentos había contadas y valiosas personas que entraran en esa categoría.

La dienta salió de la tienda y Zephyr advirtió su presencia en el exterior.

—Eh, señor Stone —dijo saludando con el brazo.

Se había pintado las uñas con esmalte púrpura. Era la misma tonalidad que se había puesto Trixie esa mañana. Daniel comprendió que debían habérselo puesto juntas la última vez que Zephyr había estado en casa. Sólo de verlo en Zephyr, cuando con tanta desesperación habría deseado verlo en Trixie, sintió que tenía dificultades para respirar.

Zephyr miró detrás de él.

—¿No viene Trixie con usted?

Daniel intentó negar con la cabeza, pero en algún lugar del trayecto entre el pensamiento y la acción, el propósito se desvaneció. Se quedó mirando a la chica que conocía a su hija mejor de lo que él la había conocido nunca, por mucho que le doliera admitirlo.

—Zephyr —le dijo—, ¿puedo hablar contigo un minuto?

Para ser un viejo, Daniel Stone estaba bueno. Zephyr se lo había dicho a Trixie una o dos veces, aunque al mismo tiempo era una idea que la horrorizaba, al ser el padre de su amiga y todo lo demás. Pero, aparte de eso, el señor Stone siempre había fascinado a Zephyr. En todos los años desde que conocía a Trixie, jamás le había visto perder los nervios. Ni siquiera cuando se les había caído el quitaesmalte de uñas sobre el escritorio del dormitorio de la señora Stone, ni cuando Trixie había suspendido su examen de mates, ni cuando las habían pillado fumando a hurtadillas en el garaje de Trixie. Iba en contra de la naturaleza humana ser tan tranquilo, como si fuera una especie de papá robot ideal al que era imposible provocar. La madre de Zephyr era todo lo contrario, por ejemplo. Zephyr se la había encontrado una vez tirando los platos de la cena contra la valla del jardín, al descubrir que el inútil con el que estaba saliendo, salía a su vez con otra. Zephyr y su madre discutían con frecuencia. De hecho era su madre la que le había enseñado las mejores palabrotas.

Por su parte, Trixie las había aprendido de Zephyr. Ésta había llegado incluso a inducir a Trixie a incurrir en conductas reprobables sólo por intentar sacar al señor Stone de sus casillas, pero sin el menor éxito. Era como una especie de actor de telenovela de cuyo papel te acababas enamorando perdidamente: su aspecto era atractivo, pero al mismo tiempo sabías que no era tan maravilloso como lo pintaban.

Ese día, en cambio, había en él algo diferente. El señor Stone parecía incapaz de concentrarse. Incluso mientras interrogaba a Zephyr, sus ojos se perdían por toda la tienda. Se mostraba tan alejado de la figura del padre afable y equilibrado que ella había envidiado toda la vida, que de no conocerle tan bien Zephyr habría creído que no era Daniel Stone quien tenía delante.

—La última vez que hablé con Trixie fue anoche —dijo Zephyr, inclinándose sobre el cristal del mostrador de la juguetería—. La llamé hacia las diez, para hablar del funeral.

—¿Te dijo si tenía pensado ir a algún sitio después del entierro?

—Trixie no está precisamente de mucho humor estos días para salir —dijo, como si su padre no lo supiera.

—Zephyr, en serio, es muy importante que me digas la verdad.

—Señor Stone —le dijo ella—, ¿por qué iba a mentirle?

Entre ambos se cernió en unos segundos una respuesta inexpresada: «Porque ya lo has hecho otras veces». Los dos pensaban en lo que ella le había contado a la policía después de la noche de la violación. Los dos sabían que los celos pueden subir de pronto como la marea y borrar cosas que estaban escritas en la orilla de la memoria.

El señor Stone inspiró profundamente.

—Si te llama… ¿querrás decirle que la estoy buscando… y que todo va a ir bien?

—¿Le ha pasado algo? —preguntó Zephyr, pero el padre de Trixie ya estaba saliendo del establecimiento.

Zephyr le observó mientras se marchaba. No le importaba que ese hombre pensara que era una mala amiga. En realidad era todo lo contrario. Había hecho lo que había hecho porque ya le había fallado a Trixie una vez.

Zephyr pulsó con rabia la tecla de la caja registradora que abría el cajón. Habían pasado tres horas desde que había robado todos los billetes de veinte dólares y se los había dado a Trixie. «Tres horas —pensó Zephyr—, era una buena ventaja, maldita sea».

«He salido a buscar a Trixie —decía la nota—. Volveré pronto».

Laura subió a la habitación de Trixie, como si todo aquello tuviera que ser una gran equivocación, como si pudiera abrir la puerta y encontrarla allí, moviendo la cabeza arriba y abajo en silencio al ritmo de su iPod mientras se peleaba con una ecuación algebraica. Pero naturalmente no había nadie y la pequeña estancia estaba patas arriba. Se preguntó si había sido cosa de Trixie o de la policía.

Daniel le había explicado por teléfono que la investigación había cobrado un giro inesperado y se había convertido de pronto en un caso de homicidio. Que la muerte de Jason no había sido accidental. Y que Trixie había huido.

Había tantas cosas que arreglar que Laura no sabía por dónde empezar. Le temblaban las manos mientras recomponía los restos de la vida de su hija: una arqueóloga inspeccionando los objetos hallados e intentando reconstruir una imagen comprensible de la joven que los había utilizado. La bola Koosh y el lápiz de Lisa Frank eran piezas que pertenecían a la Trixie que ella había creído conocer. Eran los otros elementos los que no lograba hacer encajar en un todo con sentido: el CD cuyas letras dejaban a Laura boquiabierta, el anillo de plata con forma de calavera, el condón escondido dentro de un estuche de maquillaje. Puede que ella y Trixie tuvieran aún muchas cosas en común: por lo que parecía, mientras Laura estaba convirtiéndose en una mujer que apenas era capaz de reconocer, a su hija le había pasado algo similar.

Se sentó en la cama de Trixie y cogió el teléfono. ¿Cuántas veces había interceptado Laura la línea y se había entrometido en la conversación entre su hija y Jason, para decirle que tenía que dar las buenas noches e irse a la cama? «Cinco minutos más», le suplicaba Trixie.

Si le hubiera dado a Trixie todos esos minutos, todas esas noches, ¿habrían sumado entre todos un día más con Jason? Si ella se daba ahora cinco minutos, ¿podía arreglar todo lo que había salido mal?

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