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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (24 page)

BOOK: El décimo círculo
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—¿No ha sido mi hija víctima de una persecución que dura ya demasiado?

De forma instintiva, Bartholemew adoptó una actitud calmada y respondió con voz suave.

—Sé que tiene que estar alterado, pero estamos haciendo todo lo que podemos.

Stone repasó de arriba abajo con la mirada el informal atuendo de Bartholemew.

—Ya veo que se está dejando el culo de tanto trabajar. —Miró al detective a la cara—. Nos dijo que Underhill no podía relacionarse lo más mínimo con Trixie.

—El rastreo de la foto que han realizado nuestros técnicos informáticos les ha llevado hasta el teléfono móvil de Moss Minton, no de Jason Underhill.

—Y eso qué más da. No es mi hija la que se supone que es la acusada en este juicio. —Stone apretó la mandíbula—. Quiero que el juez sepa lo sucedido.

—Entonces va a saber también que fue su hija la que se quitó la ropa. Va a saber que todos los testigos oculares de la fiesta a los que he interrogado dicen que Trixie se insinuó a un montón de chicos diferentes aquella noche —dijo Bartholemew—. Escuche, sé que está furioso. Pero no le conviene insistir en el tema en estos momentos, cuando podría acabar volviéndose en su contra.

Daniel Stone arrancó la foto impresa de las manos del detective.

—¿Diría lo misino si se tratase de su hija?

—Ojalá se tratase de mi hija —dijo Bartholemew—. Porque significaría que aún está viva.

La verdad desparramada como el mercurio, o como un veneno, era lo último que ninguno de los dos quería tocar. Uno pensaría que en la era de la tecnología debería haber algún tipo de red comunicativa entre los padres, a través de la cual alguien que está en peligro de perder a su hija reconociera de forma instintiva a otro que ya ha recorrido esa misma senda desértica. Por lo que parecía, el infierno no consistía en ver cómo el mal alcanza a las personas a las que amas; en realidad llega en el segundo acto, cuando ya es demasiado tarde para evitar que suceda.

Había esperado que Daniel Stone le ofreciera sus condolencias, que le dijera a Bartholemew que lamentaba haber hablado más de la cuenta. Pero, en lugar de eso, Daniel tiró la foto impresa al suelo, entre ambos, como si arrojara el guante.

—Entonces, precisamente, debería entenderlo —le dijo.

No tenía mucho tiempo.

La voz de la madre de Trixie se oía en el piso de abajo. Laura la cuidaba como si fuera un bebé y no la había perdido de vista hasta que Trixie se había metido en el baño. En esos momentos, su padre estaría abroncando al detective Bartholemew o al superintendente de centros escolares o a lo mejor a los dos a la vez. ¿De qué iba a servir? Ya podían quemar y borrar hasta la última copia de aquella asquerosa fotografía, que dentro de unos meses cualquiera tendría la oportunidad de desnudarla de nuevo delante de un jurado.

Sentada en tapa cerrada del inodoro, se golpeó sin querer con el hueso del codo en la pared.

—¡Joder! —exclamó mientras se le saltaban las lágrimas.

En una ocasión, a Trixie le habían lavado la boca con jabón por el uso indebido de palabras de cinco letras. Tenía cuatro años y estaba en el supermercado con su padre, cuando pronunció en voz alta lo que él había estado repitiendo entre dientes mientras la cajera era incapaz de dar con el cambio correcto. «Usa la máquina, joder».

Ahora conocía muchas palabras de cinco letras, y no eran de las que la mayoría de la gente considera malsonantes.

Besar.

Ayuda.

Violó.

Parar.

Luego.

De niña le daba mucho miedo la oscuridad. La puerta del armario tenía que estar bien cerrada, y el respaldo de la silla del escritorio encajado bajo el tirador para evitar que salieran los monstruos de su interior. La manta tenía que taparle hasta el cuello, si no el demonio podía colarse dentro. Tenía que dormir boca abajo, porque si no, podía venir un vampiro y clavarle una estaca en el corazón.

Al cabo de los años aún seguía teniendo miedo, pero no de la oscuridad, sino de la claridad del día. De los días que pasaban, uno tras otro, sin un final a la vista.

—¿Trixie?

Trixie oyó la voz de su madre otra vez y rápidamente buscó en el botiquín de las medicinas. Lo más divertido, lo que nadie se molestaba en advertirte, era que la violación no era lo peor de lo que estaba pasando. En realidad, esa primera caída en el vacío no dolía ni mucho menos tanto como volver a levantarte luego.

El pomo de la puerta era del tipo que se puede abrir con una simple horquilla desdoblada. En cuanto puso el pie en el baño, Laura la vio: la sangre restregada por la blanca pared del lavabo y encharcada bajo el cuerpo de Trixie, en el suelo; la sangre que empapaba la camisa de Trixie mientras ella se apretaba contra el pecho las muñecas abiertas.

—¡Dios mío! —gritó Laura, mientras agarraba los brazos de Trixie en un intento por detener la hemorragia—. Oh, Trixie, no…

Trixie parpadeó. Miró a Laura una décima de segundo, antes de sumirse en la inconsciencia. Laura cogió en brazos el laxo cuerpo de su hija, sabiendo que lo que tenía que hacer era ir a buscar el teléfono, pero convencida igualmente de que si dejaba sola a Trixie, no volvería a verla con vida nunca más.

Los técnicos sanitarios que acudieron al cabo de unos minutos descargaron sobre Laura una batería de preguntas: «¿Cuánto tiempo había estado Trixie inconsciente? ¿Había intentado suicidarse antes? ¿Sabía Laura de dónde había sacado la hoja de afeitar?». Laura contestó a todas las preguntas, pero no le formularon la que esperaba, para la que no hubiera tenido respuesta: «¿Y si Jason Underhill no era el peor de los peligros para Trixie? ¿Y si era la propia Trixie?».

Trixie llevaba un tiempo haciéndolo. No es que fueran intentos descarados de suicidio, sino más bien un entretenimiento privado consistente en cortarse. Los médicos habían dicho que, por irónico que pudiera parecer, era posible que eso mismo la hubiera salvado. La mayoría de las chicas que cogen la manía de cortarse periódicamente lo hacen en sentido paralelo a la línea de la muñeca, haciéndose pequeños cortes superficiales. Por eso esta vez que se había hecho una incisión más profunda, Trixie la había realizado siguiendo esa misma dirección. La gente que no se andaba con juegos, o que estaba mejor informada, se mataba abriéndose las venas en sentido perpendicular a la línea de la muñeca, que es como una persona se desangra más de prisa.

En cualquier caso, si Laura no hubiese entrado en el baño en aquel momento, ahora probablemente estarían a los pies de la tumba de su hija y no de una cama de hospital.

Las luces estaban apagadas en la habitación. En un dedo, Trixie tenía sujeta una abrazadera roja brillante, que servía para controlar sus niveles de oxígeno. Alguien —¿una enfermera?— había vestido a Trixie con una bata de hospital. Daniel no tenía ni idea de lo que había sido de su ropa. ¿La habían guardado como posible prueba, como la que llevaba la noche en que había sido violada? ¿Como comprobante de pago de una chica que quería ganarse desesperadamente el título de superviviente?

—¿Tú lo sabías? —preguntó Laura con una voz apagada que se abrió paso a través de la oscuridad.

Daniel levantó la mirada hacia ella. Lo único que pudo ver fue el brillo de sus ojos.

—No.

—¿Crees que deberíamos haberlo sabido?

No le estaba culpando de nada. Ese matiz estaba ausente en su voz. Lo que ella preguntaba era si se les había pasado por alto algún indicio, alguna luz de alerta a la que no habían prestado atención. Lo que intentaba determinar era el momento preciso en que las cosas habían iniciado el camino del infierno.

Daniel sabía que no había una respuesta para eso. Era como un número de trapecistas: ¿había forma de saber cuál era el segundo exacto en que saltaba el artista y cuál era el momento en que partía el trapecio? No podías, sólo cabía deducirlo a partir del resultado: el encuentro exitoso con el trapecio o la caída en picado.

—Yo creo que Trixie hacía todo lo posible para que no lo supiéramos.

De pronto acudió a su mente el recuerdo de su hija Trixie disfrazada de racimo de uva, un año por Halloween. Tenía cinco años y estaba muy ilusionada con su disfraz. Se habían pasado un mes haciendo uvas de papel maché en el sótano y pintándolas de morado. Pero, cuando llegó el momento de salir a la calle a rondar de casa en casa, no quiso disfrazarse.

Fuera era de noche, había monstruos deformes y brujas: un montón de buenas razones, en suma, para que a una niña le entrara miedo. «Trix —le había preguntado su padre—, ¿de qué tienes miedo?».

«¿Cómo sabrás quién soy —le dijo al fin—, si no me parezco a mí?».

Laura tenía la cabeza inclinada sobre las manos entrelazadas. Sus labios se movían. Hacía mucho tiempo que había dejado de ir a misa, pero la habían educado en el catolicismo. Daniel nunca había sido una persona particularmente religiosa. Cuando era pequeño, él y su madre no iban a la iglesia, a pesar de que la mayoría de sus vecinos sí lo hacían. Los yup’ik habían sido evangelizados por la iglesia morava, que había arraigado con fuerza. Para un esquimal no era ninguna contradicción creer a un tiempo que Jesús era su Salvador y que el alma de una foca residía en su vejiga hasta que un cazador la retornaba al mar.

Laura le apartó a Trixie el pelo de la cara.

—Dante imaginó que Dios castigaba a los suicidas dejando atrapado el espíritu de la persona en el tronco de un árbol. El Día del Juicio, eran los únicos pecadores a los que no se les devolvía el alma, porque ya habían tratado de librarse de ella una vez.

Daniel ya lo sabía, en realidad. Era uno de los pocos puntos de la investigación de Laura que le intrigaban. Siempre le había sorprendido y le había parecido irónico que en los poblados yup’ik, donde había una verdadera epidemia de suicidas adolescentes, no hubiera árboles.

Trixie se movió justo en ese momento. Daniel la observó mientras despertaba en esa habitación extraña. Sus ojos se abrieron de par en par, esperanzados, para a continuación apagarse con desilusión al comprobar que a pesar de todos sus arduos esfuerzos seguía en este mundo.

Laura inclinó todo el cuerpo sobre la cama, estrechando con fuerza a Trixie. Le susurraba cosas al oído, palabras que Daniel habría deseado que le vinieran con igual facilidad. Pero no tenía la soltura de Laura para el lenguaje, él era incapaz de mantener a Trixie a salvo con promesas. Lo único que quizá podría hacer era volver a pintar el mundo para ella, hasta que fuera un lugar en el que deseara vivir.

Daniel se quedó el tiempo suficiente para ver cómo Trixie alargaba los brazos hacia Laura y la estrechaba con un abrazo fuerte y seguro. Luego salió sin decir nada de la habitación, pasando entre enfermeras, celadores y pacientes, demasiado ciegos para advertir la metamorfosis que tenía lugar ante sus ojos.

Esto es lo que compró Daniel:

Un par de guantes de trabajo y un rollo de cinta adhesiva ancha.

Un paquete de trapos.

Cerillas.

Un cuchillo de filetear de pescador.

Fue en coche a otra localidad a comprarlo todo, a cincuenta kilómetros, y pagó en metálico.

Estaba dispuesto a no dejar ninguna prueba tras él. Sería la palabra de Jason contra la de Daniel, lo cual, como Daniel había aprendido, significaba que la víctima jamás ganaría.

Jason se había dado cuenta de que el único momento del día en que tenía la mente ocupada de verdad era durante el entrenamiento de hockey. Se entregaba por entero al juego, sencillamente, entrando con fuerza, patinando de prisa y manejando el palo con firmeza y habilidad. Era así de sencillo: si te entregabas al hockey al cien por cien, no dejabas espacio para nada más… como obsesionarse con el rumor que se había difundido por el instituto sobre el intento de suicidio de Trixie Stone.

Se estaba cambiando para el entrenamiento en el vestuario cuando lo oyó, y se había puesto a temblar con tal violencia que se había metido dentro de un compartimento de los inodoros para sentarse e intentar serenarse. Una chica por la que se había sentido atraído, una chica con la que se había acostado, había estado a punto de morir. Le dio por imaginarse a Trixie riendo mientras la larga cabellera le caía sobre la cara y al minuto siguiente vio ese mismo rostro dos metros bajo tierra atestado de gusanos.

Cuando logró recuperarse, Moss estaba en el vestuario atándose los patines. Había sido Moss el que, para gastar una broma, se había metido en el sistema informático del instituto y había puesto en circulación la foto de Trixie que él mismo le había tomado durante la partida de póquer. Jason se había enfurecido, pero no se lo podía decir a los chicos que le apoyaban y le habían dicho que estaban de su lado. Su propio abogado había comentado que Jason no podía haber pedido un golpe de fortuna más favorable para obtener una prueba a su favor. Pero ¿y si era esa broma pesada la que había llevado a Trixie al límite? Ya le habían echado la culpa de algo que no había hecho. ¿También iban a acusarle ahora de su muerte?

—Seguramente eres el capullo con más mala suerte de este planeta —le había dicho Moss, prestando voz al otro pensamiento en la cabeza de Jason. Si Trixie lo hubiera conseguido, él estaría ahora libre del apuro.

El entrenamiento había llegado a su fin, y con él la charla informal que, de forma inevitable, tenía que centrarse en Trixie. Jason se apresuró a salir de la pista y a despojarse de las protecciones de gladiador de su equipo. Fue el primer jugador en abandonar el pabellón, el primero en meterse en el coche. Ocupó el asiento del conductor, giró la llave del encendido y apoyó la cabeza en el volante un segundo. «Trixie».

—Cielo santo —murmuró.

Jason sintió la hoja del cuchillo en la nuez antes de oír la voz junto a la oreja.

—Ya estás cerca —dijo Daniel Stone—. Comienza a rezar.

Daniel obligó a Jason a conducir hasta una ciénaga junto al río. Había pasado por allí un par de veces y sabía que a los cazadores les gustaba porque había venados y alces, y también que los coches quedaban ocultos mientras salían a montar guardia desde sus puestos. A Daniel le gustó particularmente porque los árboles de hoja perenne llegaban en compacta formación hasta la orilla misma del agua y formaban un parapeto lo bastante efectivo para evitar que la nieve cubriera el suelo. Lo cual significaba que sus huellas se perderían en la ciénaga, en lugar de quedar impresas en la nieve.

Con la punta del cuchillo, mantenía a Jason con la espalda apoyada contra un pino. Hizo que se pusiera de rodillas y ató por detrás los brazos y los tobillos con la cinta adhesiva hasta que estuvo bien sujeto. Durante todo el tiempo, Daniel pensaba en lo que había explicado Laura acerca de Dante, en el alma de Trixie atrapada en aquel árbol, con el cuerpo de Jason atado alrededor del tronco. Esa imagen fue todo lo que necesitó para tener fuerza necesaria y someter a un atleta de diecisiete años cuando empezó a forcejear.

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