Laura no consiguió marcar el número de la comisaría de policía hasta el tercer intento y estaba esperando a que se pusiera el detective Bartholemew cuando entró Daniel en la habitación.
—¿Qué haces?
—Llamar a la policía —dijo ella.
Él cruzó la habitación de dos zancadas, le arrebató el teléfono de las manos y lo colgó.
—No.
—Daniel…
—Laura, sé por qué ha huido. A mí también me acusaron de asesinato cuanto tenía dieciocho años, y también escapé.
Ante aquella confesión, Laura perdió por completo el hilo de sus pensamientos. ¿Cómo puedes vivir con un hombre durante quince años, sentirle moverse en tu interior, tener un hijo suyo y no saber de él una cosa tan fundamental como ésa?
Él se sentó en la silla delante del escritorio de Trixie.
—Todavía vivía en Alaska. La víctima era mi mejor amigo, se llamaba Cane.
—¿Lo… lo hiciste?
Daniel titubeó.
—No en el sentido en que ellos creyeron que lo había hecho.
Laura se quedó mirándole. Pensó en Trixie, que Dios sabía dónde podía estar, huyendo de un crimen que quizá no había cometido.
—Si no eras culpable… entonces, ¿por qué…?
—Porque Cane seguía estando muerto.
En los ojos de Daniel, Laura pudo ver de pronto las cosas más sorprendentes: la sangre de mil salmones abiertos en canal; la grieta en el hielo de ramificaciones azules, tan espeso que te dolían las plantas de los pies; el perfil de un cuervo posado en un tejado. En los ojos de Daniel comprendió algo que no había estado dispuesta a admitir antes: a pesar de todo, o quizá por todo eso, él entendía a su hija mejor que ella.
Daniel se movió en la silla, golpeando con el codo el ratón del ordenador. La pantalla se encendió con un zumbido, revelando varias ventanas abiertas: Google, iTunes, Sephora.com, y una desgarradora página sobre víctimas de violación, llena de poemas escritos por chicas como Trixie. Pero ¿una web de mapas de carretera cuando Trixie ni siquiera tenía la edad para conducir?
Laura se inclinó por encima del hombro de Daniel para coger el ratón. «¡Encuéntrelo!», prometía la página web. Había una serie de campos que rellenar: dirección, ciudad, estado, código postal. Y, al pie de la página, con letras azules destellantes: «Hay dificultades para encontrar una ruta para su destino».
—Dios santo —exclamó Daniel—. Ya sé dónde está.
El padre de Trixie solía llevarla al bosque y enseñarla a leer en la naturaleza para que siempre supiera adónde iba. Le ponía pruebas de identificación de los árboles: las agujas, como de cuento de hadas, de la tuya; las estrechas estrías del fresno; el abedul, envuelto como en papel; los nudosos brazos del arce. Un día en que estaban inspeccionando un árbol con alambre de espino alrededor de la sección central del tronco («¿Cuánto crees que tardó?»), a Trixie le llamó la atención algo que brillaba en el bosque: el reflejo del sol sobre el metal.
El coche estaba abandonado debajo de un roble con el tronco hendido por un rayo. Tenía dos ventanillas rotas; algún animal había hecho su nido en la espuma del asiento trasero. Desde el suelo del bosque, una enredadera había crecido y se había introducido por la ventanilla, enrollándose alrededor del volante.
«¿Dónde estará el dueño?», había preguntado Trixie.
«No lo sé —repuso su padre—. Pero se ha ido por mucho tiempo».
Dijo que la persona que lo había dejado allí probablemente había querido evitarse las molestias de darlo de baja y llevarlo al desguace. Pero eso no evitó que Trixie formulara las más rocambolescas explicaciones: el conductor se había hecho una herida en la cabeza y había empezado a caminar, pero se había perdido subiendo la montaña y había muerto por estar a la intemperie, y puede incluso que sus huesos se estuvieran blanqueando muy cerca de su jardín. El tipo huía de la mafia y había conseguido escapar de los sicarios después de una persecución en coche. El hombre había vuelto caminando a la ciudad, amnésico, y había pasado diez años sin saber quién era.
Trixie estaba recordando ese coche abandonado cuando alguien cerró de golpe la puerta del cubículo de al lado. Se despertó de su ensueño con un sobresalto y miró el reloj. A buen seguro, si te dejabas esa porquería en el pelo demasiado rato, se te caería de raíz o se te volvería violeta o algo así. Oyó tirar de la cadena y caer el agua, y luego la pequeña manifestación de vida ajetreada al abrirse la puerta. Cuando todo quedó en silencio de nuevo, salió con tiento de su excusado y se aclaró el cabello en la pila del lavabo.
Le habían quedado rayas en la frente y el cuello, pero el pelo, aquel pelo rojo suyo, el mismo que le había inspirado a su padre a llamarla su pequeña guindilla cuando apenas era un bebé, era ahora del color de una espesa mata de espino, de un rosal regenerándose.
Mientras metía la sudadera echada a perder en el fondo de un cubo de basura, entró una madre con dos niños pequeños. Trixie contuvo la respiración, pero la mujer no le prestó atención. A lo mejor era así de fácil. Salió de los servicios y pasó junto al nuevo Santa Claus que había comenzado su turno en dirección al aparcamiento, haciendo ver que era cualquier otra persona salvo Trixie. Se acordó otra vez del tipo que había abandonado el coche en el bosque: tal vez había representado su propia muerte, quizá lo había hecho con el único propósito de comenzar de nuevo.
Si un adolescente quiere desaparecer, hay muchas posibilidades de que lo consiga. Por eso es tan difícil seguir la pista de los fugitivos… hasta que caen en los círculos de las drogas o de la prostitución. La mayoría de los adolescentes que se van de casa lo hacen por un anhelo de independencia o para escapar del maltrato. A diferencia de un adulto, no obstante, cuya pista puede seguirse a través de los cajeros automáticos en los que retira dinero, de los contratos de alquiler de coches o de las listas de pasajeros de las compañías aéreas, cuando se trata de una persona tan joven es más probable que pague en metálico o que haga autostop, y que pase inadvertido entre la gente.
Por segunda vez en una hora, Bartholemew acudió al barrio en el que vivían los Stone. Oficialmente, Trixie Stone constaba como desaparecida, no como una fugitiva de la justicia. Esto último era imposible ni siquiera aunque todos los indicios apuntaran a que el motivo de la fuga fuera que supiera que estaba a punto de ser acusada de asesinato.
En el sistema jurídico estadounidense, no puede utilizarse la desaparición de un sospechoso como causa probable. Más tarde, en el juicio, un fiscal podría presentar la huida de Trixie como prueba de culpabilidad, pero nunca habría juicio si Bartholemew no era capaz de convencer a un juez de que decretara una orden de detención contra Trixie Stone… para que, en cuanto fuera localizada, se la pusiera bajo custodia.
El problema era que, aunque Trixie no hubiera huido, él no podría haberla detenido. Por Dios, hacía apenas dos días Bartholemew estaba convencido de que Daniel Stone era el culpable… hasta que las pruebas físicas habían comenzado a demostrar otra cosa. No obstante, demostrar era un término ambiguo. Tenía la huella de una bota que correspondía con el calzado de Trixie… y con el de cientos de ciudadanos. En la víctima se había encontrado sangre de una persona de sexo femenino, lo cual excluía solamente a la mitad de la población. Tenía un pelo del mismo color, más o menos, que el de Trixie… un pelo con una raíz en la punta llena de ADN no contaminado, pero no contaba con ninguna muestra de Trixie para compararlo, ni medios a su alcance por el momento para obtenerla.
Cualquier abogado defensor sería capaz de sacar petróleo de los agujeros que había en esa investigación. Bartholemew necesitaba encontrar físicamente a Trixie Stone para relacionarla de forma concreta con el asesinato de Jason Underhill.
Llamó a la puerta principal de los Stone. Una vez más no hubo respuesta, pero esta vez, cuando Bartholemew probó a girar el pomo, se lo encontró cerrado con llave. Hizo visera con las manos pegándolas al cristal de la ventana y miró en el interior del zaguán.
El abrigo y las botas de Daniel Stone no estaban.
Rodeó el garaje anexo hasta la mitad y escrutó el interior a través de un ventanuco. En una de las plazas del garaje estaba aparcado el Honda de Laura Stone, que no estaba dos horas antes. No vio la furgoneta de Daniel Stone.
Bartholemew dio un manotazo contra la pared exterior de la casa, profiriendo una imprecación. No podía demostrar que Daniel y Laura Stone hubieran salido en busca de Trixie para que no la encontrara primero la policía, pero habría apostado dinero a que era así. Cuando tu hija ha desaparecido, no te vas a comprar al súper. Te quedas en casa, angustiado, a esperar a que alguien venga a decirte que te la trae sana y salva de vuelta.
Bartholemew se pellizcó el puente de la nariz, tratando de pensar. Tal vez fuera lo mejor para todos. Al fin y al cabo, los Stone tenían mayores probabilidades de encontrar a Trixie que él. Y sería mucho más fácil para Bartholemew seguirles la pista a dos adultos que a su hija de catorce años.
¿Y mientras tanto? Podía obtener una orden de registro de la casa, pero tampoco le serviría de mucho. Ningún laboratorio que se preciara aceptaría un cepillo de dientes del lavabo de Trixie como muestra viable para un análisis de ADN. Lo que necesitaba era a la chica en persona, y una muestra de su sangre autorizada por un laboratorio.
Algo que, en ese preciso instante, Bartholemew cayó en la cuenta que ya tenía… esperando en un kit sellado de muestras para casos de violación, corno prueba material para un juicio que ya no habría de celebrarse.
En octavo curso, como práctica de la clase de ciencias de la salud, Trixie tuvo que cuidar de un huevo. A cada estudiante se le había dado uno, con el encargo de conservarlo intacto durante una semana, no dejarlo nunca solo y «alimentarlo» cada tres horas. La práctica estaba ideada para que sirviera de poderoso método anticonceptivo: una manera de que los chicos se dieran cuenta de que tener un bebé era mucho más duro de lo que parecía.
Trixie se tomó la tarea en serio. Le puso a su huevo el nombre de Benedict y le hizo una pequeña bolsa portadora que se colgó del cuello. Le pagó a la profesora de inglés cincuenta centavos para que le hiciera de canguro al huevo mientras ella estaba en clase de gimnasia, y se lo llevó al cine con Zephyr. Lo sostenía en la palma de la mano durante las clases y se acostumbró a su tacto, a su forma, a su peso.
Ni siquiera ahora que había pasado tiempo podría decir cómo se le había hecho al huevo aquella fractura tan sumamente fina. Trixie la vio por primera vez una mañana de camino al colegio. Su padre se encogió de hombros por el suspenso que le pusieron, diciendo que era una tarea estúpida, que un niño no se parecía en nada a un huevo. Pero Trixie dudo de si su benevolencia no se debería a que en la vida real él también habría suspendido: ¿cómo explicar si no la diferencia entre lo que él pensaba que Trixie estaba haciendo y lo que hacía en realidad?
Se subió poco a poco el puño del abrigo y se miró la maraña de cicatrices. Era su fractura particular, supuso, y sólo era cuestión de tiempo que se hiciera añicos.
—¡Que voy, que vengo, me caigo! —exclamó en voz alta.
Un niño pequeño que saltaba sobre el regazo de su madre junto a Trixie aplaudió alborozado.
—¡Me caigo! —gritó—. ¡Adiooós! —Se meció hacia atrás con tal fuerza que Trixie creyó que se iba a dar con la cabeza contra el suelo de la estación de autobuses.
Su madre lo agarró antes de que sucediera.
—Trevor, ¡basta ya! ¿Quieres? —Se volvió hacia Trixie—. Es un fan del Hombre Huevo.
La mujer era apenas una adolescente en realidad. Quizá tenía algunos años más que Trixie, pero no muchos. Llevaba una andrajosa bufanda azul alrededor del cuello y un chaquetón militar de saldo. A juzgar por la cantidad de bolsas de que estaba rodeada, podría decirse que se estaba mudando de casa, pero, por lo que sabía Trixie, así era como se desplazaba la gente con crios.
—Nunca entenderé las canciones infantiles —dijo la chica—. ¿Por qué demonios todos los caballos y caballeros del rey se esfuerzan tanto en volver a poner en su sitio un huevo?
—Para empezar, ¿qué hacía el huevo encima de una pared? —dijo Trixie.
—Exacto. Yo creo que mamá Oca le había dado al crack. —Sonrió a Trixie—. ¿Adónde vas?
—A Canadá.
—Nosotros vamos a Boston. —Dejaba que el niño se moviera y retorciera en su regazo.
Trixie estuvo a punto de preguntarle si el niño era suyo. Si lo había tenido sin buscarlo. Si después de hacer lo que todo el mundo considera la mayor equivocación de tu vida, dejabas de verlo como un error e incluso quizá pasabas a considerarlo lo mejor que te había sucedido nunca.
—Ups, Trev, ¿has sido tú? —La chica agarró al niño por la cintura y se acercó el trasero a la cara. Hizo una mueca mientras miraba el montón de bolsas que tenía desparramadas a los pies—. Oye, ¿te importa vigilar mis cosas mientras procedo a una retirada de residuos tóxicos?
Pero, al levantarse, golpeó con la bolsa de los pañales la mochila abierta, desparramando todo el contenido por el suelo.
—Mierda…
—Ya te lo recojo —se ofreció Trixie, mientras la chica se iba hacia los servicios con Trevor. Se puso a meter las cosas otra vez en la bolsa de los pañales: unas llaves de plástico que sonaban con una canción de una película de Disney, una naranja, una cajita con cuatro lápices de colores. Un tampón con el envoltorio a medio abrir, un pasador para el pelo. Algo que debió ser alguna vez una galleta. Una cartera.
Trixie vaciló. Se dijo a sí misma que sólo echaría una miradita al nombre de la chica, porque no quería preguntárselo y correr el riesgo de iniciar una conversación.
Un permiso de conducir de Vermont no se parece en nada a otro de Maine. Para empezar, no llevaba foto. Aquella vez que Zephyr había convencido a Trixie para ir a un bar había utilizado un permiso de conducir de Vermont a modo de falso carné de identidad. «Un metro sesenta y cinco es casi tu talla», había dicho Zephyr, a pesar de que Trixie era diez centímetros más baja. Ojos castaños, decía, cuando ella los tenía azules.
Fawn Abernathy vivía en el número 34 de First Street, en Shelburne, Vermont. Tenía diecinueve años. Era de la misma talla que Trixie, lo cual ella consideró un presagio.
Le dejó a Fawn la tarjeta de crédito y la mitad de lo que llevaba en metálico. Pero se quedó con su tarjeta American Express y con el permiso de conducir, que se guardó en el bolsillo. Entonces se marchó corriendo de la terminal de autobuses de Vermont y se metió como una bala en el primer taxi parado junto al arcén.