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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (25 page)

BOOK: El décimo círculo
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Jason se debatía, tirando de la cinta adhesiva hasta que las muñecas y los tobillos se le enrojecieron, mientras Daniel preparaba un fuego de campamento. Por fin, el chico se dejó caer contra el tronco, la cabeza colgando hacia delante.

—¿Qué se propone hacer conmigo?

Daniel cogió el cuchillo y lo pasó por debajo de la camiseta de Jason. Fue subiéndolo hasta la garganta del muchacho, cortando la tela por la mitad.

—Esto —dijo.

Daniel fue haciendo jirones sistemáticamente la ropa de Jason, hasta dejarlo desnudo y temblando. Arrojó luego las tiras de algodón y tela vaquera a las llamas.

Para entonces, a Jason le castañeteaban los dientes.

—¿Cómo voy a volver así a casa?

—¿Qué te hace pensar que vaya a soltarte?

Jason tragó saliva, con los ojos clavados en el cuchillo que Daniel seguía sosteniendo en la mano.

—¿Cómo está… ella? —dijo en un susurro.

Daniel sintió que la puerta de granito del autocontrol se fundía en su interior. ¿Cómo podía ese bastardo pensar que tenía derecho a preguntar por Trixie? Agachándose, Daniel le metió a Jason la hoja del cuchillo entre los testículos.

—¿Quieres saber lo que sientes cuando te desangras? ¿De verdad quieres saber cómo se sintió ella?

—Por favor —imploró Jason, palideciendo—. No, por Dios.

Daniel pinchó ligeramente en la carne, hasta que en el hueco de la ingle de Jason se formó un hilo de sangre.

—Yo no le hice nada, se lo juro —gritó Jason, retorciéndose para tratar de liberarse de la mano de Daniel—. No lo hice. No siga. Por Dios. Pare, por favor.

Daniel colocó el rostro a un centímetro del de Jason.

—¿Por qué debería parar? Tú no lo hiciste.

En aquel momento entre la razón y la rabia, Trixie se interpuso en la mente de ambos. Era cuanto Jason necesitaba para venirse abajo, y rompió en sollozos; era cuanto Daniel necesitaba para reencontrarse a sí mismo. Se miró la mano que sostenía el cuchillo. Luego levantó los ojos hacia Jason, parpadeando, y meneó la cabeza como para aclararla.

Daniel no estaba ya en medio de la naturaleza agreste de Alaska y allí no había ningún poblado con una tienda que atracar para beber o quedarse con el dinero de la caja. Era un marido y un padre. Ya no tenía nada que demostrar, sino todo que perder.

Apartando la hoja del cuchillo, Daniel se puso de pie tambaleándose. Arrojó el cuchillo a treinta metros, los necesarios para que fuera a caer en medio del río, y se volvió de nuevo hacia Jason, que aún no había recuperado el aliento. Cogió las llaves del coche del muchacho, que se había guardado en el bolsillo, y las envolvió bien fuerte en el único pedazo de ropa que había dejado sin quemar. Así se las puso con fuerza en la mano, aún atada con la cinta adhesiva.

No era compasión lo que había conmovido el corazón de Daniel ni tampoco gentileza. Era el haberse dado cuenta de que, contra todo lo previsible, tenía algo en común con Jason Underhill. Como Daniel, Jason había aprendido cíe la manera más dura que nunca somos las personas que creemos ser. Somos aquello en lo que, con todas nuestras fuerzas, fingimos que no podemos convertirnos.

4

Jason tardó media hora en cortar la cinta adhesiva con las llaves del coche, Cuando al fin pudo estirar los brazos, sintió que, la sangre le quemaba al circular, mientras un fuerte dolor sustituía la insensibilidad causada por el frío. Llegó a trompicones hasta el lugar en que Stone le había obligado a detener el vehículo, rezando para que aún estuviera allí.

La única ropa que tenía estaba dentro de su bolsa de deporte, así que acabó poniéndose un suéter de hockey y los pantalones acolchados. Esperaba que volviera a atacarle por sorpresa en cualquier momento. Le temblaban las manos de tal forma que tuvo que hacer cuatro intentos hasta conseguir arrancar el coche.

Se dirigió a la comisaría de policía, pensando únicamente en que no tenía sentido permitirle al padre de Trixie salir impune de una cosa como aquélla. Pero cuando se metió en el recinto del aparcamiento, oyó retumbar de nuevo en su cabeza la voz de Daniel Stone: «Cuéntaselo a alguien —le había dicho—, y te mato». Si tenía que ser sincero, Jason le creía capaz. Había visto algo en los ojos de ese hombre, algo inhumano, que hacía que Jason le creyera capaz de cualquier cosa.

Estaba tan inmerso en sus pensamientos que no reparó en el peatón que se le cruzó en medio del aparcamiento. Jason hundió el pie en el freno, y el coche inclinó el morro hacia el suelo y se detuvo. El detective Bartholemew, el mismo hombre que había arrestado a Jason, estaba delante de él con una mano apoyada en el capó del vehículo, mirándole a los ojos. Y de repente Jason recordó lo que había dicho el juez en la lectura del acta de acusación: si Jason tenía algún tipo de contacto con Trixie Stone o con su familia, sería enviado a un centro de menores. Sobre él pesaba ya una acusación de violación. Si ahora iba a la policía a contarles lo que había pasado, ¿cómo iban a creerle? ¿Qué pasaría si contrastaban su declaración con la de Daniel Stone… y éste insistía en que había sido Jason el que le había abordado a él?

El detective se acercó a la ventana del conductor.

—Señor Underhill —dijo—, ¿qué le trae por aquí?

—Yo… me pareció que se me había pinchado una rueda —se le ocurrió.

El detective dio una vuelta completa al vehículo.

—No lo parece. —Se agachó junto al coche, y Jason le vio echar un rápido vistazo—. ¿Hay algo más en que pueda ayudarle?

Lo tenía en la punta de la lengua, atrapado contra la barrera de los dientes: «Me ha secuestrado, me ha atado, me ha amenazado». Pero Jason se encontró negando con la cabeza.

—No, gracias —dijo.

Metió primera y sacó el coche a velocidad de tortuga del aparcamiento, consciente de la mirada de Bartholemew a sus espaldas.

En ese momento, Jason tomó la decisión de no contarle a nadie lo sucedido: ni a sus amigos, ni a sus padres, ni a su abogado. Ni a la policía. Tenía demasiado miedo de que decir la verdad, en ese caso, se volviera en su contra de forma irreparable.

Se sorprendió a sí mismo preguntándose si eso mismo era lo que había sentido Trixie.

Así como un borracho escondería una botella de ginebra en la cisterna del water o un drogadicto se guardaría una dosis de emergencia en el dobladillo de un abrigo viejo y raído, Daniel llevaba siempre en el coche un bloc de papel y un bolígrafo. Estacionado en el aparcamiento del hospital, comenzó a hacer bocetos. Pero, en lugar del héroe de su cómic, dibujó a su hija. La dibujó cuando apenas tenía unos minutos de vida, envuelta en una manta, como el sushi; luego dando sus primeros pasos. Inmortalizó otros momentos: un cumpleaños en que Trixie le hizo espaguetis para desayunar; la función escolar en que se cayó del escenario sobre el público; el hotel en el que se pasaron horas apretando todos los botones del ascensor para ver si había alguna planta que fuera diferente.

Cuando le atenazó tal calambre en la mano que no podía trazar una sola línea más, Daniel reunió los dibujos y se apeó del coche, en dirección a la habitación de Trixie.

Las sombras se extendían sobre la cama como los dedos de un gigante. Trixie había vuelto a dormirse; en una silla junto a ella, Laura se había quedado también dormida. Por un momento se quedó mirando a las dos. No había la menor duda: Trixie estaba hecha con el mismo molde que su madre. No era sólo la tez y el cabello; a veces su hija le lanzaba una mirada o le dedicaba una expresión que le recordaba a la Laura que había conocido hacía años. Se preguntó si la razón cíe que quisiera tantísimo a Trixie no sería que a través de ella conseguía volver a enamorarse de nuevo de su esposa.

Se agachó delante de Laura. El movimiento del aire cerca de su piel la despertó, y al abrirse los ojos se encontraron con los de Daniel. Durante una fracción de segundo, esbozó una sonrisa, olvidándose de dónde estaba y qué le había sucedido a su hija, y qué era lo que no había funcionado entre ambos. Daniel notó que se le cerraban los puños, como si pudiera apresar aquel momento antes de que desapareciera por completo.

Ella echó una ojeada a Trixie, cerciorándose de que estaba dormida.

—¿Dónde estabas?

Daniel no podía decirle la verdad.

—Dando una vuelta en coche.

Se quitó el abrigo y esparció los dibujos que acababa de hacer encima de la manta verde claro de la cama de hospital. Ahí estaba Trixie, en su regazo, el día que Daniel recibió la llamada telefónica en la que le notificaban el fallecimiento de su madre, cuando le preguntó: «Y si tocias (as personas se mueren, ¿el mundo se parará?». Trixie con una oruga en la mano, preguntando si era chico o chica. Trixie apartándole la mano cuando él había querido enjugarle una lágrima de la mejilla y diciéndole: «No seques mis sentimientos».

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