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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (26 page)

BOOK: El décimo círculo
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—¿Cuándo los has hecho? —le preguntó Laura en voz baja.

—Hoy.

—¿Tantos…?

Daniel no contestó. No conocía palabras capaces de expresarle a Trixie lo mucho que la quería, por eso en lugar de decírselo con palabras quería que se despertara cubierta de recuerdos.

Quería tener presente por qué no podía permitirse claudicar.

Fue de su amigo Cane de quien aprendió que el lenguaje era una fuerza con la que hay que contar. Como la mayor parte de los esquimales yup’ik, Cane vivía de acuerdo a tres reglas. La primera era que los pensamientos y las acciones están inextricablemente vinculados. ¿Cuántas veces había explicado el abuelo de Cane que nunca podrás matar un alce mientras te estás quejando de que tal o cual chica de quinto curso necesita comprarse por correo urgente un sujetador como Dios manda? Debías tener en la cabeza el pensamiento de los alces exclusivamente, para que puedan volver a ti otra vez, en una próxima cacería.

La segunda regla era que los pensamientos individuales son menos importantes que el conocimiento colectivo de los ancianos… En otras palabras, dedícate a hacer lo que te dicen y deja de quejarte de una vez.

Pero era la tercera regla la que a Daniel le resultaba más difícil de entender: la idea de que las palabras son tan poderosas que poseen la capacidad de influir en los pensamientos de otras personas… aunque no lleguen a decirse. Por este motivo, cuando la iglesia morava llegó a las montañas y el reverendo les dijo a los yupiit que los domingos tenían que abandonar el campamento de pesca para asistir a los servicios religiosos, ellos se mostraron conformes, aunque en realidad no tenían la menor intención de hacerlo. Lo que al reverendo le parecía una mentira manifiesta, los esquimales yupiit lo consideraban como una muestra de respeto: apreciaban demasiado al reverendo para decirle que estaba en un error; por eso se habían limitado a decir que sí y a simular obediencia.

Fue esta regla la que, en último término, separó a Daniel y a Cane. «Mañana será un buen día para ir de caza», le decía Cane a Daniel, y éste se mostraba siempre conforme. Pero al día siguiente Cane se iba con su abuelo a cazar caribús sin decirle a Daniel que fuera con ellos. Daniel tardó años en tener el arrojo suficiente para preguntarle a Cane por qué no le invitaban. «Pero si yo sí que te invito —le dijo éste confundido—. Cada vez».

La madre de Daniel intentó explicárselo: Cane nunca le diría a Daniel de forma directa que fuera a cazar con ellos, porque Daniel podía tener otros planes. Sería irrespetuoso dirigirle una invitación formal, porque el simple hecho de emitir las palabras al mundo podría hacer que Daniel cambiara de idea acerca de lo que deseaba hacer al día siguiente, y Cane apreciaba a Daniel demasiado para arriesgarse a algo así. Cuando tienes trece años, no obstante, las diferencias culturales no cuentan demasiado. Lo que sientes son todos y cada uno de los minutos del sábado que te has pasado solo, deseando que te hubieran invitado a ir con ellos. Lo que entiendes es la soledad.

Daniel comenzó a aislarse, porque eso dolía menos que ser rechazado. Nunca llegó a ocurrírsele pensar que a un chico yup’ik que no podía pedirle que fuera a cazar con él le resultara aún más difícil preguntarle a Daniel qué era lo que había hecho para que se enfadara. Dos años más tarde, Daniel había encontrado en qué ocuparse: destrozar el edificio de la escuela, emborracharse y robar máquinas quitanieves. Cane había pasado a ser alguien a quien había conocido.

No fue hasta al cabo de un año, cuando Daniel estaba sobre el cuerpo de Cane en el gimnasio, con las manos cubiertas con la sangre de Cane, cuando se dio cuenta de que los yupiit tenían razón. Una palabra podría haberlo cambiado todo. Una palabra podría haberse propagado como un incendio.

Una palabra podría haberlos salvado a ambos.

¿Serías capaz de determinar el momento preciso en que tu vida comenzó a desmoronarse?

En el caso de Laura, parecía como si cada momento que encontraba tuviera un antecedente. La violación de Trixie. Su aventura con Seth. Su embarazo inesperado. La decisión de buscar a Daniel después de que él le hiciera aquel dibujo. La primera vez que le puso los ojos encima y supo que todo lo que viera de entonces en adelante no volvería a parecer lo mismo. El desastre era una avalancha rodante que crecía con tal aceleración que te preocupaba más apartarte de en medio que encontrar la piedra en el centro.

Para Laura era más fácil determinar el momento en que la vida de Trixie se había arruinado. Todo empezaba y acababa con Jason Underhill. Si nunca le hubiera conocido, si nunca hubiera salido con él, nada de todo aquello habría sucedido. Ni la violación, ni los cortes, ni tampoco la tentativa de suicidio. Laura había reflexionado muy en serio sobre ello ese día: Jason tenía la culpa de todo. Él estaba en la raíz de los engaños de Trixie; él había sido el motivo de que Laura no hubiera sido capaz de ver con claridad los cambios que afectaban a su propia hija.

Estaba tendida en la cama, completamente desvelada. Conciliar el sueño era una empresa imposible con Trixie todavía en el hospital. Los médicos habían tratado de tranquilizar a Laura diciéndole que vigilarían a Trixie estrechamente, que si todo iba bien, podrían llevársela a casa al día siguiente… Pero todo eso no evitaba que Laura se preguntara si su hija estaba tranquila, si en ese preciso instante habría una enfermera ocupándose de ella.

Daniel tampoco dormía. Había oído sus pasos bajando la escalera, desplazándose como preguntas sin respuesta. Después lo oyó subiendo de nuevo. Al cabo de un momento lo tenía junto a la cama.

—¿Estás despierta? —susurró él.

—No he llegado a dormirme.

—¿Puedo… puedo preguntarte una cosa?

Ella procuró no apartar los ojos del techo.

—Claro.

—¿Tienes miedo?

—¿De qué?

—¿No te acuerdas?

Laura entendía lo que trataba de decirle. Aunque hablar de lo que le había pasado a Trixie era lo más duro del mundo, tenían que hacerlo. Si no lo hacían, corrían el peligro de perder, por comparación, el recuerdo de quién había sido Trixie.

Era un círculo vicioso: si no superabas el trauma, no podías seguir adelante, pero sí lo superabas, renunciabas voluntariamente a tus derechos a ser la persona que habías sido antes de que sucediera.

Ésta era la razón por la que, aunque no estuvieran hablando directamente de ello, la palabra «violación» pendía como humo sobre sus cabezas. Era la razón por la que, aunque mantuvieran una conversación educada, en el trasfondo de cada pensamiento tanto de Laura como Daniel estaba la palabra infidelidad.

—Daniel, vivo con un miedo permanente.

Él se arrodilló y ella tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba llorando. No recordaba haber visto llorar a Daniel. Él solía decir que había gastado toda su cuota de lágrimas de pequeño. Laura se incorporó en la cama, haciendo caer el cobertor. Posó las manos sobre la cabeza inclinada de Daniel y le acarició el pelo.

—Sssh —musitó, tirando de él hacia la cama y sosteniéndolo entre los brazos.

Primero fue el consuelo: Laura era capaz de dar; Daniel, de distenderse al contacto de sus manos. Pero entonces Laura sintió que el aire se desplazaba como un líquido mientras el cuerpo de Daniel se apretaba contra el suyo, desesperado, con gestos cargados de apremio y de necesidad. Ella notaba su propio pulso bombear bajo los dedos de él, mientras retrocedía en el tiempo y le recordaba a él años atrás, y se recordaba a sí misma y su propia respuesta. Pero, con la misma brusquedad con que Daniel había comenzado, se detuvo. En la oscuridad, ella veía tan sólo el brillo de sus ojos.

—Lo siento —murmuró él, retrocediendo.

—No lo sientas —dijo ella, buscándole con las manos.

Era cuanto necesitaba Daniel para liberarse del último resto de autocontrol. Comenzó el cerco de Laura, sin cuartel. Le arañó la piel y le mordió en el cuello. Le cogió las manos y se las sujetó por encima de la cabeza.

—Mírame —le exigió, hasta que los ojos de ella se abrieron de golpe y le devolvieron su mirada—. Mírame —repitió, y se lanzó dentro de ella.

Daniel esperó a tenerla retorciéndose bajo su cuerpo, preparada para que en cualquier momento se derramara en ella. Mientras los brazos de él la mantenían estrechamente anclada, ella echó la cabeza hacia atrás y se abandonó por completo, abierta por la mitad. Percibió la vacilación de Daniel y luego su gloriosa, temeraria caída.

Mientras el sudor de él se enfriaba en el cuerpo de ella, Laura dibujó un mensaje sobre el omóplato derecho de Daniel. «P-E-R-D-Ó-N», escribió, aunque sabía que las verdades que acechan tras una persona son las que con mayor probabilidad pasará por alto.

Había una vez un hombre, decían los yupiit, que estaba siempre riñendo con su mujer. Se peleaban por todo. La mujer decía que su marido era un holgazán. El hombre decía que lo único que quería su mujer era acostarse con otros hombres. Al final, la mujer acudió a un chamán del poblado y le suplicó que la transformara en otra criatura. «Cualquier cosa menos mujer», le dijo.

El chamán la convirtió en cuervo. Transformada en cuervo, se fue volando y construyó un nido donde se apareó con otros cuervos. Pero todas las noches volvía volando al poblado. El problema era que los cuervos no podían entrar en las casas, así que tenía que conformarse posándose en el tejado con la esperanza de captar una fugaz imagen de su esposo. Pensaba en motivos por los que él saldría fuera.

Una noche, él salió por la puerta y se quedó de pie bajo las estrellas. «Oh —pensó ella—, eres un ser adorable».

Las palabras cayeron en las manos extendidas de su esposo, y simplemente con eso el cuervo se transformó de nuevo en mujer. Simplemente con eso, el hombre deseó que ella volviera a ser su esposa.

A la mañana siguiente, el frío se había abierto paso en la casa. A Daniel le castañeteaban los dientes mientras bajaba la escalera en dirección a la cocina para prepararse un café. Llamó por teléfono al hospital: Trixie había pasado una buena noche.

Bueno, él también. Tal vez su error había sido no admitir lo que había ido mal entre él y Laura. Quizá había que llegar al fondo para darse impulso y volver a salir a la superficie.

Estaba inclinado delante de la chimenea, colocando leña sobre el papel que acababa de prender, cuando Laura bajó la escalera con un jersey encima del pijama de franela. Llevaba el pelo encrespado por detrás y tenía las mejillas sonrosadas por el sueño.

—Buenos días —murmuró, y pasó junto a él para servirse un vaso de zumo de naranja.

Daniel esperaba que dijera algo sobre lo sucedido la noche anterior, que admitiera que las cosas habían cambiado entre ambos, pero Laura ni siquiera le había mirado a los ojos. Su audacia se esfumó en cuestión de segundos. ¿Y si la confusa relación que habían establecido la noche anterior no era, como él había pensado, un primer paso… sino un paso en falso? ¿Y si todo el tiempo que ella había estado con él, lo había pasado deseando no estar con él?

—He llamado al hospital y me han dicho que podemos ir a recoger a Trixie a las nueve —dijo en tono neutro.

Al oír noticias de Trixie, Laura se volvió hacia él.

—¿Cómo está?

—Estupendamente.

—¿Estupendamente? Ayer intentó quitarse la vida.

Daniel se acuclilló.

—Bueno… comparado con ayer… supongo que lo lleva estupendamente.

Laura bajó la vista al mármol.

—Supongo que eso vale para todos nosotros —dijo.

Tenía las mejillas encarnadas, y Daniel se dio cuenta de que no era por azoramiento sino por nerviosismo. Él se incorporó y dio unos pasos por la cocina hasta situarse a su lado. En algún momento entre el instante en que se habían acostado la noche anterior y la salida del sol, el mundo había cambiado. No era lo que se habían dicho el uno al otro, sino lo que no se habían dicho: que perdonar y olvidar son cosas que van unidas, dos caras de la misma moneda, y que sin embargo no pueden existir a la vez. Elegir una de las dos significaba que no podías ver la otra al mismo tiempo.

Daniel pasó los brazos alrededor de la cintura de Laura y notó cómo se estremecía.

—Hace frío fuera —dijo ella.

—Brutal.

—¿Habías oído algo de que haría un tiempo así?

Daniel la miró a los ojos.

—No creo que entrara en ninguna predicción.

Él abrió los brazos y Laura se acomodó entre ellos, con los ojos cerrados mientras se recostaba contra él.

—Supongo que son cosas que pasan —replicó ella, mientras un etéreo haz de chispas subía por el cañón de la chimenea.

Era mejor no salir del hospital por el seguro. Si tropezabas antes de cruzar la puerta de salida, podías interponer un pleito. Sin embargo, en el mismo instante en que ponías el pie fuera, ya podías tirarte bajo las ruedas de un coche, que a nadie le importaba un comino.

Trixie estaba pensando en eso.

Esa mañana se había sentado ya delante de un psiquiatra y, por lo que parecía, iba a tener que hacerlo dos veces por semana durante bastante tiempo, y todo porque había visto un anillo de metal en el baño y había intentado cogerlo. Poco importaba si, como en el caso de Janice, las grabaciones de aquellas sesiones acababan en manos del tribunal. Tenía que asistir a ellas, de lo contrario debería permanecer internada en la planta de psiquiatría del hospital con una compañera de habitación que se comía el pelo. También iba a tener que tomar medicación, bajo la vigilante mirada de sus padres, que le inspeccionarían debajo de la lengua para comprobar que se la tragaba. Desde que había llegado al hospital aquella mañana, su madre trataba de sonreír con tal desesperación que Trixie creía que se le rajaría la cara de un momento a otro, mientras que su padre no dejaba de preguntarle si necesitaba algo. «Pues sí —le entraban ganas de contestarle—: una vida».

Trixie oscilaba entre desear que todo el mundo la dejara en paz y preguntarse por qué todos la trataban como si fuera una apestada. Incluso cuando aquel estúpido psiquíatra estaba sentado delante de ella, preguntándole cosas como: «¿Te parece que ahora mismo hay peligro de que te quieras matar?», se había sentido como si contemplara la escena desde una platea y todo fuera una comedia. Esperaba que la chica que hacía su papel dijera algo ingenioso, como: «Oh, sí, gracias, me encantaría matarme ahora mismo… pero me contendré hasta que el público se haya marchado». En lugar de eso, había visto cómo la actriz que en realidad era ella se doblaba como una tira de regaliz y rompía a llorar.

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