El décimo círculo (29 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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—Nadie te cree —le dijo su padre con gesto cansado. Buscó en su bolsillo interior una carta que estaba ya abierta y se la entregó a Jason antes de salir de la habitación.

Jason se dejó caer en la cama. La carta llevaba membrete del Instituto Bethel, sobre el que figuraba escrito a mano el nombre del entrenador de hockey. Comenzó a leer: «Teniendo en cuenta las recientes circunstancias… retirar su inicial oferta de una beca de posgrado de un año… seguro que comprenderá nuestra postura y el descrédito para nuestra institución».

Se le cayó la carta de las manos y revoloteó hasta aterrizar en la alfombra. El iPod, sin los auriculares, emitía una muda luz azul. ¿Quién hubiera imaginado que el ruido que hacía tu vida al desintegrarse era un silencio total?

Jason se llevó las manos a la cara y, por primera vez desde que había comenzado todo aquello, lloró.

Cuando amainó la tempestad y se despejaron las calles, los tenderos de Bethel salieron con palas a limpiar las entradas de sus establecimientos y a comentar la suerte que habían tenido de que esta vez el alcalde no hubiera anulado el Festival de Invierno por culpa de la tormenta.

Se celebraba siempre el viernes inmediatamente anterior al día de Navidad, y estaba concebido como una estratagema declarada para relanzar la economía local. Se cortaba la calle Mayor y se situaban en cada extremo coches patrulla con las luces giratorias azules. Los comercios permanecían abiertos hasta muy tarde y en el hostal se servía sidra caliente gratis. Las luces navideñas parpadeaban como luciérnagas en las ramas desnudas de los árboles. Algún granjero emprendedor se presentaba en un carro tirado por un reno de aspecto poco saludable y montaba una valla portátil alrededor: un zoo de mascotas salidas del Polo Norte. El propietario de la librería, vestido de Santa Claus, llegaba a las siete en punto y permanecía en su puesto el tiempo que hiciera falta para escuchar las peticiones de todos los niños que esperaban haciendo una larga cola.

Ese año, en un esfuerzo por acercar a los héroes deportivos locales a la comunidad, se había cerrado con forma de cuadrilátero la zona frente a las oficinas municipales e improvisado una pista de hielo artificial. Los Ice CaBabes, un equipo local que competía en certámenes de patinaje artístico sobre hielo, habían ofrecido esa misma tarde una de sus exhibiciones habituales. A continuación había programado un partido amistoso de hockey entre el equipo del instituto de Bethel y un grupo de
boy-scouts
de la ciudad.

Después de lo que había pasado, Jason no tenía pensado ir, hasta que le había llamado el entrenador y le había dicho que era su obligación hacia el resto del equipo. Lo que no había hecho el entrenador, sin embargo, era especificar en qué estado debía presentarse Jason. El trayecto hasta el centro era de unos quince minutos, durante los cuales se bebió una quinta parte de la botella de Jack Daniel’s de su padre.

Moss estaba ya en la pista de hielo cuando Jason se sentó en un banco y sacó los patines de la bolsa.

—Llegas tarde —le dijo Moss.

Jason se ató los patines con doble nudo, cogió el palo y se impulsó con fuerza pasando junto a Moss.

—¿Hemos venido a hablar o a jugar a hockey?

Patinaba tan de prisa por el centro de la pista que tuvo que sortear a algunos de los más pequeños, que se tambalearon. Moss se unió a él y fueron lanzándose el
puck
el uno al otro en una serie de complicados pases. Al otro lado de las vallas, los padres estaban disfrutando, pensando que eso formaba parte de la exhibición.

El entrenador los llamó para empezar el partido, y Jason se deslizó hasta colocarse en posición. El chico del equipo de
boy-scouts
que le tocó delante adoptó una postura lo más erguida posible. Se soltó el
puck
, y el equipo del instituto dejó que los chicos se hicieran con el control. Pero Jason presionó con el
stick
al chico que llevaba el
puck
, se lo robó y se fue directo a la portería. Elevó el disco hacia la esquina superior derecha de la red, donde el pequeño portero que la defendía no tenía opción de llegar. Jason levantó el
stick
y se volvió buscando a sus compañeros, pero éstos se habían quedado atrás y los espectadores tampoco parecían disfrutar.

—¿Es que no teníamos que marcar? —gritó arrastrando las palabras—. ¿Han cambiado las reglas o qué?

Moss se llevó a Jason a un lateral de la pista.

—Eh, tío, esto no es más que un amistoso en la calle, y son crios.

Jason asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano para olvidar el asunto. Se pusieron de nuevo en posición, un equipo frente a otro, y esta vez, cuando los niños controlaron el
puck
, Jason retrocedió patinando de espaldas lentamente, sin hacer ademán de luchar por el disco. Al no estar acostumbrado a jugar sin los paneles laterales, tropezó con el borde de plástico que delimitaba la pista y fue a caer encima de los espectadores. Vio entre ellos el rostro de Zephyr Santorelli-Weinstein y a media docena más del instituto.

—Lo siento —masculló, poniéndose de pie con dificultades.

Al volver a la superficie de hielo, Jason fue a por el
puck
, frenando a un jugador con un golpe de cadera para apartarlo de su camino. Sólo que su oponente tenía la mitad de su talla y una tercera parte de su peso, por lo que salió disparado.

El chico fue a chocar contra su portero, que acabó en el fondo de la red hecho un ovillo, llorando. Jason vio entonces cómo el padre del chico entraba en la pista de hielo con zapatos de calle. Se le quedó mirando, parpadeando, convencido de que en ningún momento había querido hacerle daño de forma intencionada, mientras intentaba liberarlo.

—Pero ¿qué te pasa hoy? —dijo Moss, que se le había acercado.

—Ha sido un accidente —respondió Jason, y su amigo retrocedió al oler el alcohol en el aliento.

—El entrenador te va a hacer un segundo agujero en el culo. Vamos, quítate de en medio, yo te cubriré las espaldas.

Jason se lo quedó mirando.

—Lárgate —dijo Moss.

Jason lanzó una última ojeada hacia el chico y su padre, y se fue patinando de prisa al sitio donde había dejado las botas.

Yo no morí, mas vivo no quedé:

piensa por ti, si algún ingenio tienes,

cual me puse, privado de ambas cosas.

Laura leyó los versos de Lucifer del último canto del
Infierno
y cerró luego el libro. Incuestionablemente, Lucifer era el personaje más fascinante del poema: hundido hasta la cintura en el lago de hielo, dándose un festín de pecadores a los que muerde con sus tres cabezas. Al haber sido antes un arcángel, tuvo por tanto la libertad de elegir… de hecho fue por eso por lo que inició su lucha contra Dios. Si Lucifer había elegido voluntariamente el rumbo de su vida, ¿había previsto que acabaría en medio de esos sufrimientos?

¿Creía, de alguna manera, que lo había merecido?

¿Lo creía quien asumiera el papel opuesto al de héroe?

A Laura se le ocurrió pensar que ella había pecado en cada uno de los círculos por separado. Había cometido adulterio. Había traicionado a su institución benefactora (la universidad) seduciendo a un estudiante… lo cual podía considerarse también como traición, si considerábamos a Seth como un inocente peón en aquel juego. Había desobedecido a Dios al ignorar el juramento matrimonial: le había fallado a su familia alejándose de Trixie cuando más la había necesitado. Había mentido a su esposo, había sido presa del enfado y de la ira, había sembrado la discordia y abusado fraudulentamente de su condición de tutora al convertirse en la amante de un estudiante que había acudido a ella buscando consejo.

Lo único que no había hecho Laura era matar a alguien.

Buscó detrás de su escritorio una cabeza de porcelana antigua que había comprado en un local particular de venta de objetos usados. Era lisa y blanca, y estaba subdividida en secciones marcadas a mano a través de la superficie del cráneo: «inteligencia, gloria, venganza, bendición». Le había colocado una cinta con dos cuernos rojos de demonio, regalo de un estudiante en Halloween. Cogió la cinta y se la puso en la cabeza, para probar si le iba bien.

Llamaron a la puerta y al cabo de un segundo Seth entró en el despacho.

—¿Son tuyos esos cuernos —dijo— o es que te alegras de verme? —Ella se arrancó de un tirón la cinta—. Cinco minutos. —Cerró la puerta con el pasador—. Me debes eso al menos.

Las relaciones suenan siempre dolorosas, incluso desde un punto de vista físico: te enamoras, le rompes el corazón a alguien, pierdes la cabeza. ¿Hay que extrañarse entonces de que las personas vuelvan de semejantes experiencias con heridas de guerra? El problema con el matrimonio, o tal vez su fuerza, es que se prolonga en el tiempo, y uno nunca es la misma persona que al principio. Si el matrimonio es feliz, ambos cónyuges son capaces de reconocerse el uno al otro al cabo de los años. Si no lo es, alguien acaba escuchando en su despacho a un joven quince años menor, derramando su corazón en tus manos abiertas.

De acuerdo. Si tenía que ser sincera, ella le había amado como Seth sabía qué era un anapesto o una
canzone
. A ella le había encantado ver a los dos reflejados al pasar por el cristal de un escaparate, sorprendiéndose cada vez. Le había gustado jugar al Scrabble una tarde lluviosa, cuando debería haber estado corrigiendo exámenes o asistiendo a una reunión del departamento. Pero por el mero hecho de haber llamado aquel día diciendo que estaba enferma, no significaba que dejara de ser una profesora; por el hecho de haber abandonado a su familia, no quería decir que no siguiera siendo esposa y madre. Su mayor pecado, si se pensaba bien, era no haber tenido en cuenta todo eso desde el principio.

—Seth —dijo—, no sé cómo hacer para que todo esto resulte más fácil, pero…

Se le quebró la voz al darse cuenta de las palabras que estaba a punto de decir: «Pero quiero a mi marido».

«Siempre le he querido».

—Tenemos que hablar —dijo Seth con calma. Buscó en el bolsillo trasero de los pantalones y sacó un periódico enrollado que extendió sobre la mesa.

Laura ya lo había visto. La página principal recogía el nuevo cargo imputado por la fiscal del distrito. Jason Underhill sería acusado como adulto, debido a la presencia de drogas inhibidoras de resistencia a abusos sexuales en la sangre de la víctima.

—Ketamina —dijo Seth.

Laura le miró, parpadeando. Por lo que le había dicho la fiscal, la droga encontrada en el sistema sanguíneo de Trixie ni siquiera era una de las drogas inhibidoras de resistencia más populares. Ni tampoco se había especificado en los periódicos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Seth se sentó en el borde del escritorio.

—Hay algo que debes saber —dijo.

—¡Ya voy! —gritó Trixie a través de la puerta abierta, mientras su padre tocaba el claxon por tercera vez. Por Dios, no tenía ganas precisamente de bajar al centro en esos momentos, ni tampoco era culpa suya que el queso para la pizza que él solía utilizar para hacer la cena se hubiese enmohecido tanto como para clasificarlo como antibiótico. No era que estuviera haciendo nada vital que no pudiera interrumpir, pero era el porqué lo que la ponía nerviosa: ni su padre ni su madre se sentían tranquilos si la perdían de vista un solo minuto.

Se enfundó el primer par de botas que encontró y salió hacia donde le esperaba la furgoneta.

—¿Y no podíamos cenar sopa? —dijo Trixie, deslizándose en el asiento del acompañante, cuando lo que quería decir era: «¿Qué voy a tener que hacer para que volváis a confiar en mí?».

Su padre puso la primera y descendió por una larga pendiente.

—Ya sé que quieres que te deje sola en casa, pero también espero que comprendas por qué no puedo.

Trixie volvió la vista hacia la ventanilla.

—Lo que tú digas.

A medida que iban acercándose al centro, cada vez había más coches. La gente, vestida con anoraks y bufandas de vivos colores, ocupaba las calles como confeti. Trixie sintió que se le revolvía el estómago.

—¿Qué se celebra? —murmuró.

Había visto los anuncios por todo el colegio: «Ponle hielo. No te quedes congelado y ven al Festival de Invierno».

Trixie se arrellanó contra el respaldo del asiento cuando tres chicas a las que había reconocido del instituto pasaron rozando el parachoques delantero. Todo el mundo iba al Festival de Invierno. Cuando era pequeña, sus padres la llevaban a acariciar al viejo y triste reno que holgazaneaba cerca de la tienda de fotos. Recordaba haber visto a maestros, médicos y camareras convertirse en Victorianos cantantes de villancicos por una noche. El año anterior, Zephyr y ella, disfrazadas de elfos, con doble capa de leotardos de esquiar, se habían apostado con sendas latas de caramelos junto a Santa Claus para ofrecérselos a los niños que se sentaban en su regazo.

Este año, si se hubiera puesto a caminar por la calle Mayor, la cosa habría sido muy diferente. Al principio nadie habría reparado en ella, porque estaba oscuro. Hasta que alguien hubiese tropezado con ella sin querer. «Perdón», diría ella, y entonces la reconocerían. Les darían con el codo a sus amigos. La señalarían, Se inclinarían cuchicheando y preguntándose si se habían fijado en que Trixie no llevaba maquillaje y que parecía que no se hubiera lavado el pelo en una semana. Antes de llegar al otro extremo de la calle, sus miradas habrían penetrado a través de la parte trasera del abrigo como la luz del sol a través de un cristal de aumento, quemándola hasta reducirla a un montón de cenizas.

—Papá —dijo—, ¿no podríamos irnos a casa?

Su padre la miró un segundo. Había tenido que dar un rodeo, porque no se podía entrar por la calle Mayor, y había aparcado detrás de la tienda de comestibles. Trixie advirtió que su padre estaba valorando el coste de llegar a su destino en contra de la incomodidad extrema de Trixie… sin olvidar además el factor de su intento de suicidio.

—Quédate en el coche —concedió su padre—. Vuelvo en seguida.

Trixie asintió y lo vio alejarse cruzando el aparcamiento. Cerró los ojos y contó hasta cincuenta. Oía los latidos de su propio pulso.

Pero resultó que aquello que Trixie había deseado en esos momentos por encima de cualquier cosa (quedarse a solas} se convirtió en algo absolutamente aterrador. Cuando la portezuela del coche de al lado se cerró de golpe, se sobresaltó. Las luces de los faros pasaron por encima de ella mientras el coche daba marcha atrás, y hundió la cara contra el cuello del abrigo para que el conductor no pudiera verla.

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