Su padre llevaba ausente tres minutos cuando ella comenzó a sentir un ataque de pánico irresistible. No hacía falta mucho más tiempo para comprar un poco de maldito queso, ¿no? ¿Y si venía alguien a ese aparcamiento y la veía sentada allí sola? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que la gente se congregara, para decirle a gritos que era una puta y una bruja? ¿Quién iba a salvarla, si decidían aporrear las ventanillas, darle caza, lincharla?
Miró por el parabrisas. De allí a la tienda de comestibles tardaría, a lo sumo, quince segundos. Su padre debía de estar ya en la cola de la caja. Puede que se encontrase con algún conocido dentro, pero al menos no estaría sola.
Trixie se bajó del coche y se puso a correr por el aparcamiento. Veía las ventanas del almacén del pequeño súper y la fila de carritos de metal entrechocando a lo largo de la pared exterior.
Venía alguien. No pudo distinguir si era su padre, la silueta parecía bastante grande, pero la luz de la farola le caía desde arriba, oscureciéndole los rasgos. Si era su padre, tenía que haberla visto primero, pensó Trixie. Y si no era su padre, entonces pasaría junto a ese extraño a la velocidad de la luz.
Pero al querer arrancar a correr, pisó una placa de hielo oscurecido y le resbalaron los pies. Le falló una pierna y cayó al suelo. En el instante en que su cadera izquierda iba a golpear contra el pavimento, se vio izada por la misma persona a la que había tratado de evitar.
—¿Estás bien? —dijo él, y ella alzó los ojos para encontrarse con Jason, que la sostenía por el brazo.
La soltó casi con la misma rapidez con que la había agarrado. La madre de Trixie le había dicho que Jasen no podía acercarse a ella, ni cruzarse en su camino. Si lo hacía, le enviarían a un centro de detención juvenil antes del juicio. Pero, o bien su madre estaba equivocada, o bien Jason se había olvidado, porque el joven se sacudió de encima el posible miedo que le había impulsado a soltarla e hizo un gesto de acercamiento. Su aliento olía como una destilería y tenía la voz ronca.
—¿Qué les has dicho? ¿Qué pretendes hacer conmigo?
Trixie intentaba recobrar la respiración. El frío se le colaba por la parte trasera de los vaqueros y, al resbalar en el charco, se le había metido agua en una bota.
—Yo no quise… yo no…
—Tienes que decirles la verdad —suplicó Jason—. Nadie me cree.
Eso era una novedad para Trixie, y se abrió paso a través de su miedo como un cuchillo. Si nadie creía a Jason y tampoco la creían a ella, entonces, ¿a quién creían?
Él se agachó delante de ella. Fue cuanto necesitó Trixie para volver a aquel momento. Era como si la violación se repitiera de nuevo, como si volviera a ser incapaz de controlar un solo centímetro de su propio cuerpo.
—Trixie —dijo Jason.
«Las manos de él en sus muslos, mientras ella trataba de liberarse».
—Tienes que hacerlo.
«El cuerpo de él subiendo sobre el suyo, sujetándola por las caderas».
—Ahora.
«Ahora —había dicho él— echando la cabeza hacia atrás mientras se salía y derramaba su caliente líquido sobre su vientre. Ahora —había dicho—, pero entonces ya era demasiado tarde».
Trixie respiró profundamente y gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
De repente, Jason ya no estaba inclinado sobre ella. Trixie levantó la vista para ver cómo se debatía, tratando de zafarse de los puñetazos de su padre.
—¡Papá! —gritó—. ¡Basta!
Su padre se volvió. Se había partido el labio y sangraba.
—Trixie, vuelve al coche.
Ella no volvió al coche. Se escabulló de la pelea y se quedó de pie, bajo el resplandor de la farola, viendo cómo su padre, aquel mismo hombre que cogía las arañas de su habitación y las sacaba al jardín en un vasito de cartón, el mismo que nunca en su vida le había dado un cachete, apaleaba a Jason. Estaba horrorizada y fascinada a la vez. Era como conocer a alguien a quien no había visto jamás y descubrir que durante todo ese tiempo había vivido en la puerta de al lado.
El ruido de la carne contra la carne le recordó a Trixie la anjova que se estrelló contra la piedra del muelle de Portland, junto a los pescadores, a los que dejó mudos antes de que la filetearan. Se tapó las orejas y bajó los ojos al suelo, donde descansaba la bolsa de plástico con la mozzarella destrozada, que se había caído y era pisoteada por las botas de ambos mientras peleaban.
—Si alguna vez —jadeaba su padre—, si una sola vez…
Su puño fue directo al estómago de Jason.
—… sólo una… vuelves a acercarte a mi hija…
Un golpe contra la mandíbula derecha.
—… te mataré.
Pero cuando echaba el puño hacia atrás para descargarlo de nuevo, un coche cruzó el aparcamiento iluminándolo.
La última persona con la que se había peleado Daniel estaba ya muerta cuando éste le había propinado un puñetazo. En el gimnasio del instituto de Akiak, Daniel había golpeado a Cane contra el suelo, aunque en su cabeza había ya un agujero de bala. Lo había hecho porque quería que Cane le dijera que se detuviera, que bastaba ya de una maldita vez. Había querido que Cane se levantara y le devolviera el golpe.
El director había llegado sigilosamente en medio de aquella pesadilla, y se había hecho cargo del sollozante Daniel, del rifle apartado en un rincón y de la sangre desparramada por las gradas. «Daniel —le había dicho el director, conmocionado—, ¿qué has hecho?».
Daniel había huido, porque corría más rápido que el director y más rápido que la policía. Durante unos días fue sospechoso de asesinato, y le había gustado. Aunque Daniel hubiera deseado matar a Cane, no podía sentirse culpable por no haber evitado que sucediera.
Cuando se marchó de la ciudad, los rumores en torno a Daniel se habían apagado. Todo el mundo sabía que se trataba del rifle de caza de Cane y que no se habían encontrado en él las huellas dactilares de Daniel. Cane no había dejado ninguna nota, no era lo habitual en el pueblo, pero en cambio había dejado su camiseta de baloncesto encima de la mesa para su hermana pequeña. Daniel había sido eximido de la sospecha de asesinato, pero había abandonado Alaska de todos modos. No se trataba de que temiera por su futuro, era que no veía ningún futuro.
De vez en cuando aún se despertaba con un pensamiento prendido con alfileres en su cerebro: a los muertos no les salen cardenales.
Esa noche, se había quedado atascado en la cola de la tienda de alimentación, detrás de una anciana que pagaba con calderilla. Y durante todo el tiempo había estado pensando si había hecho bien. Después de su intento de suicidio, Trixie se había mostrado al principio distante y callada, pero en los últimos días su personalidad afloraba a la superficie de vez en cuando. Sin embargo, desde el momento en que habían llegado al centro de la ciudad, Trixie se había quedado en blanco, muda. Una recaída. Daniel no había deseado dejarla sola en el coche, pero tampoco podía obligarla a abandonar ese lugar de seguridad en contra de su voluntad. ¿Cuánto tiempo podía costar comprar un solo artículo? Había entrado en el establecimiento a toda prisa, pensando únicamente en Trixie y en llevarla de vuelta a casa lo antes posible.
Había sido al pasar bajo la farola cuando lo había visto: la mano de aquel bastardo en el brazo de su hija.
Para alguien que nunca se ha dejado llevar por la ira puede ser difícil de entender. Pero para Daniel fue como enfundarse en una vieja y suave chaqueta de ante, que llevaba tanto tiempo olvidada en lo más profundo de su armario que estaba seguro de haberla regalado hacía tiempo a alguien que la necesitaba más que él. La cordura cedió el paso a la pura emoción. Un ardor le invadió todo el cuerpo, la ira le zumbaba en los oídos. Veía a través de una neblina carmesí, en la boca tenía gusto a sangre y, sobre todo, sabía que no podía contenerse. Sintiendo el goce del crujir de sus nudillos y la adrenalina que le impulsó un paso al frente, a Daniel le vino a la mente la persona que había sido antes.
Cada reyerta en Akiak con algún bravucón, cada pelea a puñetazos con algún borracho a la puerta de un bar, cada ventana que había roto al encontrar una puerta cerrada… era como si Daniel hubiera salido totalmente de su propio cuerpo y contemplara el torbellino que se había adueñado de éste. En medio de ese ataque de ferocidad, se olvidó de sí mismo, que era lo que había estado esperando.
Cuando terminó, Jason temblaba con tal violencia que Daniel se dio cuenta de que era únicamente su propia mano aferrada al cuello del joven lo que le mantenía de pie.
—Si alguna vez… sólo una… vuelves a acercarte a mi hija —dijo Daniel—, te mataré.
Miraba fijamente a Jason, tratando de memorizar el aspecto del muchacho al verse derrotado, porque Daniel quería ver esa misma expresión en su cara el día en que se pronunciara el veredicto en el tribunal. Echó el brazo hacia atrás, fijando los ojos en el punto exacto por debajo de la mandíbula de Jason, ese punto en que un golpe limpio y poderoso podía dejarlo inconsciente, cuando de repente las luces largas de un automóvil que pasaba barrieron la escena.
Era la oportunidad que necesitaba Jason para desequilibrar a Daniel. Le empujó y se lanzó a una loca carrera. Daniel parpadeó, perdida la concentración. Ahora que la lucha había terminado, no podía evitar que le temblaran las manos. Se volvió hacia la furgoneta, donde le había dicho a Trixie que esperara, y abrió la portezuela.
—Siento que hayas tenido que ver… —dijo Daniel, interrumpiéndose al advertir que su hija no estaba—. ¡Trixie! —gritó, buscando con la mirada por el aparcamiento—. ¡Trixie! ¿Dónde estás?
Estaba tan oscuro que Daniel no veía nada y se puso a correr de un lado a otro por los pasillos entre los coches aparcados. ¿Era posible que Trixie se hubiera puesto tan nerviosa al verlo convertirse en un animal, que hubiese salido corriendo para alejarse de él todo lo posible, aunque eso significara meterse de lleno en el centro de la ciudad?
Daniel se precipitó por la calle Mayor, llamándola a gritos. Su estado de alteración pasaba por festivo en la oscuridad. Separaba grupos de personas que cantaban villancicos, mientras algunas familias divididas se unían al verle. Se dio de bruces contra una mesa en la que unos niños disfrutaban con jarabe de arce caramelizado, fabricándose polos de nieve. Se subió a un banco en una acera para otear por encima de la multitud pululante.
Había cientos de personas y Trixie no estaba entre ellas.
Volvió al coche. Era posible que hubiera decidido regresar a casa por su cuenta, aunque tardaría un buen rato en recorrer los seis kilómetros de distancia a pie con la nieve. Podía coger la furgoneta, a ver si la alcanzaba… pero ¿y si aún seguía en la ciudad? ¿Y si volvía al aparcamiento y él se había ido?
Pero ¿y si en efecto había vuelto a casa y Jason la encontraba antes por el camino?
Abrió la guantera desde el exterior del vehículo y buscó el teléfono móvil. En casa no contestó nadie. Tras dudar un segundo, llamó al despacho de Laura.
La última vez que lo había probado, no había respondido.
Al oír que descolgaba a la primera señal, las rodillas de Daniel se distendieron de alivio.
—No encuentro a Trixie.
—¿Qué?
Pudo apreciar la nítida vibración del pánico en la voz de Laura.
—Habíamos bajado al centro… Ella se había quedado en el coche esperando…
No estaba explicando las cosas con mucha coherencia y se daba cuenta.
—¿Dónde estás ahora?
—En el aparcamiento, detrás de la tienda de comestibles.
—Voy para allá.
Al cortarse la comunicación, Daniel se guardó el teléfono en el bolsillo del abrigo. Tal vez Trixie intentara llamarle. De pie junto a la furgoneta, trató de reproducir mentalmente la pelea con Jason, pero era incapaz de hacerlo con detalle: podía haber durado tanto tres minutos como treinta; Trixie tanto podía haber salido corriendo al primer puñetazo como al último. Se había obcecado de tal forma con darle al chico un brutal correctivo que había perdido de vista a su hija mientras aún estaba delante de él.
—Por favor —rogó en un susurro a un Dios al que había renunciado hacía tiempo—. Por favor, que esté bien.
De repente atrajo su atención un súbito movimiento a lo lejos. Al volverse vio una sombra que cruzaba por detrás de la maleza, al final del aparcamiento. Daniel salió del círculo de luz arrojado por la farola de la calle y se dirigió hacia donde había visto una sombra oscura en la oscuridad.
—Trixie —llamó—. ¿Eres tú?
Jason Underhill se sujetaba con las manos a la barandilla de madera del puente del tren tratando de ver si el río ya se había helado del todo. Le escocía la cara horrores, hecha un mapa por los puñetazos del padre de Trixie, sentía pinchazos en las costillas y no tenía la menor idea de cómo iba a explicar aquel lamentable estado por la mañana sin revelar que había roto la libertad condicional al haberse relacionado no con uno, sino con dos miembros de la familia Stone.
Si iban a juzgarle como a un adulto, ¿afectaría eso a todo lo demás? Cuando se descubriera que se había acercado a Trixie, ¿lo enviarían a una cárcel de verdad, en lugar de un centro de detención para menores?
Puede que tampoco importara mucho. La Academia de Bethel no le admitía para jugar la próxima temporada. Sus esperanzas de convertirse algún día en jugador profesional podían darse por acabadas. ¿Y todo por qué? Por haberse mostrado considerado aquella noche en casa de Zephyr y haber vuelto sobre sus pasos para asegurarse de que Trixie estaba bien.
Hacía apenas tres semanas que había aparecido en el número uno del
ranking
de mejores jugadores de instituto del estado de Maine. Tenía una media de puntuación de 3,7 sobre 4, y una franca inclinación a conseguir
hat tricks
, e incluso los chicos que no le conocían pretendían que sí. Podía tener en el instituto las chicas que quisiera, e incluso seguramente alguna del
college
local, pero había sido lo bastante estúpido para dejarse engatusar por esa Trixie Stone: un agujero negro humano camuflado de chica con un corazón tan transparente que podías verte reflejado en él.
Con diecisiete años, podía decirse que su vida estaba acabada.
Jason contemplaba el hielo bajo el puente. Si el juicio comenzaba antes de la llegada de la primavera… si lo perdía… ¿cuánto tiempo tardaría en volver a ver el agua de ese río?
Se inclinó hacia abajo, apoyándose con los codos sobre la baranda de madera, fingiendo que podía verlo.