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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (31 page)

BOOK: El décimo círculo
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Daniel estaba sentado bajo la farola de la calle cuando llegó Laura corriendo hacia él.

—¿Ha vuelto?

—No —dijo él, levantándose con lentitud—. Y no contesta al teléfono, si es que está en casa.

—Está bien —dijo Laura, corriendo en círculo—, está bien.

—No, no está bien. Me he peleado con Jason Underhill. Le había puesto la mano encima… y yo… yo… le he pegado. Le he dado una paliza, Laura. Y Trixie lo ha visto todo. —Daniel respiró profundamente—. Quizá sería mejor que avisáramos a Bartholemew.

Laura negó con la cabeza.

—Si llamas a la policía, tendrás que decirles que te has peleado con Jason —dijo sin alterar la voz—. Ha sido una agresión, Daniel. A la gente la arrestan por eso.

Daniel guardó silencio, recordando su anterior encuentro con Jason… en el bosque, con el cuchillo. Por lo que sabía, el chico no se lo había contado a nadie. Pero si llegaba a saberse que Daniel le había propinado una paliza, el otro incidente afloraría a la superficie.

Y eso no había sido una mera agresión… podía calificarse además de secuestro.

Se volvió hacia Laura.

—¿Y qué hacemos entonces?

Ella se le acercó. La luz de la farola le cubría los hombros como un manto.

—Encontrarla —dijo.

Laura se precipitó dentro de la casa, llamando a Trixie, pero sin obtener respuesta. Entró temblando en la oscura cocina con el abrigo puesto. Abrió el grifo y se echó agua fría en la cara.

«No puede haber sucedido de verdad».

Daniel y ella habían trazado un plan: mientras él buscaba a Trixie por las calles de la ciudad, ella iba a casa por si aparecía por allí. «Tienes que tranquilizarte —se decía—. Todo se va a arreglar».

Sonó el teléfono y se abalanzó sobre él. «Trixie». Pero en el intervalo que iba desde que lo cogió hasta que se lo llevó a la oreja, le vino a la mente otro pensamiento: ¿y si era la policía?

Laura tragó saliva.

—¿Diga?

—Señora Stone… Soy Zephyr. ¿Está Trixie? Tengo que hablar con ella.

—Zephyr —repitió Laura—. No. Trixie no está… ¿La has visto esta noche?

—¿Yo? Humm, no.

—Está bien. —Laura cerró los ojos—. Le diré que has llamado —dijo.

Colgó y se sentó a la mesa de la cocina, cogiendo fuerzas para lo que tuviera que ser.

Todos los veranos había ferias ambulantes por todo el estado de Maine. Aparcaban sus remolques itinerantes, que se abrían para revelar el tiro a! blanco con pelotas de béisbol, el juego de colar los aros en las estacas, el de hacer explotar globos con dardos… Un enorme camión blanco se desplegaba, como un gran ciervo que se levantara tras despertar de su sueño, y se convertía en un tiovivo; otro se transformaba en la Gran Aventura de Indiana Jones. Había atracciones para niños: globos de aire caliente que no llegaban a abandonar tierra firme, ranas gigantes con la lengua de yeso de color rosa que cazaban moscas mientras giraban, un carrusel engalanado para una princesa. Pero la atracción que Trixie esperaba con ilusión cada año era el Dragon Coaster.

Era una montaña rusa con una enorme cabeza pintada en forma del dragón del año nuevo chino, a la que seguían cinco vagonetas y una cola arqueada con adornos dorados. De uno de esos camiones desmontables también salía un gran raíl de acero que subía y bajaba, con una pequeña estación de comienzo y final. El encargado de la atracción llevaba el pelo largo recogido en forma de cola de caballo y tantos tatuajes en los brazos que hasta que no estabas encima no te dabas cuenta de que no eran mangas.

Trixie intentaba siempre ocupar la primera vagoneta, que quedaba dentro de la boca del dragón. Para ser una atracción infantil, el Dragón Coaster era muy veloz, y los coches delanteros eran más rápidos que el resto o, por lo menos, los bandazos en los giros eran más bruscos. Y, al parar, el chirrido y la sacudida también eran mayores.

El verano en que Trixie tenía once años, se subió al coche delantero como de costumbre, pero en seguida notó que había algo que no acababa de ir como siempre. No podía ajustarse la barra de seguridad sobre las rodillas. Tuvo que ponerse de medio lado y pegarse al lateral de la vagoneta para caber. Trixie estaba convencida de que no era la misma montaña rusa de siempre, de que la habían reformado reduciendo las proporciones, pero el encargado le dijo que era la misma que todos los años.

Mentía. Estaba segura, porque ni siquiera en el momento de decirlo y apartarse con un gesto la cola de caballo había dejado de mirar la inscripción que ella llevaba en la camiseta, sobre el pecho: «Equipo de softball de Bethel».

Hasta ese momento, Trixie había estado deseando con anhelo ir al instituto de secundaria y disfrutar de los privilegios que implicaba. Tenía siempre la palabra adolescente en los labios, disfrutaba de su sonoridad sibilante, como un jabón de baño con burbujas. Hasta entonces nunca se le había ocurrido pensar que, además de los pros, hubiera contras, que dejaría de encajar en sitios en que hasta entonces se había sentido tan cómoda.

El verano siguiente, cuando Trixie ya tenía doce años, la dejaron ir sola a la feria con Zephyr. En lugar de montarse en las atracciones, se compraron una cebolla rebozada y se pusieron a caminar entre la gente para ver si se encontraban con chicos que conocieran.

Trixie pensaba en todas esas cosas mientras temblaba, de pie, delante del Banco de Bethel. Eran las doce de la noche y el Festival cíe Invierno había pasado a la historia. Habían quitado la barrera policial que bloqueaba los extremos de la calle Mayor. Las luces navideñas estaban apagadas. Los cubos de basura estaban atestados de vasos de cartón, tazas de sidra de plástico y bastones de caramelo rotos.

El banco tenía un gran ventanal de espejo que siempre había fascinado a Trixie. Cuando pasaba por delante se miraba en él o comprobaba si alguien hacía lo mismo. Pero, de pequeña, aquel espejo la cogía siempre por sorpresa. Durante años había mantenido en secreto, sin decírselo a sus padres, que había una niña en Bethel que era exactamente igual que ella.

Trixie vio acercarse a su padre en la imagen reflejada en la ventana. Lo miró, o más exactamente, miró a su doble, que se paraba junto a la doble de ella. En el instante en que la tocó, fue como si se rompiera un hechizo. Apenas podía sostenerse en pie, tan agotada estaba.

Él la sostuvo mientras ella se tambaleaba.

—Vámonos a casa —dijo Daniel, cogiéndola en brazos.

Trixie apoyó la cabeza en su hombro. Observó las estrellas en el cielo que centelleaban trémulas siguiendo una pauta, un alfabeto que todo el mundo parecía conocer, pero que ella era incapaz de leer.

El coche de Laura estaba en el camino de entrada cuando llegó Daniel. Ése era el plan, que ella volviera primero y esperara en casa, por si regresaba Trixie, mientras Daniel buscaba por las calles de Bethel. Trixie estaba profundamente dormida cuando él la sacó en brazos de la furgoneta y la subió a su habitación. Una vez allí, le desató los cordones de las botas y le abrió la cremallera del anorak. Dudó unos segundos en ayudarle a ponerse el pijama, pero optó por taparla con el cobertor, completamente vestida.

Al incorporarse de nuevo, se encontró con Laura, de pie en el umbral de la puerta. Observaba a Trixie con los ojos abiertos de par en par y la cara blanca como el papel.

—Oh, Daniel —susurró, temiendo lo peor—. ¿Qué ha pasado…?

—No ha pasado nada —dijo Daniel en voz baja, abrazándola.

Laura, que siempre aparentaba saber lo que hacer en cada momento y tener la palabra adecuada para cada ocasión, estaba totalmente desorientada. Pasó los brazos alrededor de la cintura de Daniel y rompió en sollozos. Él la llevó hasta el pasillo en penumbra y cerró la puerta de la habitación de Trixie para no molestarla.

—Ya está en casa —dijo, forzando una sonrisa, a pesar de notar los arañazos en los nudillos y las magulladuras que le afloraban bajo la piel—. Eso es lo que importa.

A la mañana siguiente, Daniel evaluó los daños frente al espejo del baño. Tenía el labio partido, el ojo derecho amoratado, los nudillos de la mano derecha hinchados y en carne viva. Pero ese inventario no reflejaba ni siquiera un atisbo del daño que había sufrido la relación con su hija. Como había caído dormida, exhausta, Daniel no había tenido ocasión de explicarle lo que le había pasado la noche anterior, aquella súbita transformación animal.

Se refrescó la cara y se la secó con la toalla. ¿Cómo se las arreglaba un padre para explicarle a su hija, víctima de una violación, ¡por el amor de Dios!, que en un hombre la violencia es como la energía, que nunca se destruye, sino que sólo se transforma? ¿Cómo justificabas ante una joven que intentaba comenzar de nuevo con semejante esfuerzo que tú mismo no habías sido capaz de borrar tu propio pasado?

Iba a ser uno de esos días en los que la temperatura no subía por encima de la raya de los cero grados. Podía asegurarlo sólo con sentir el frío que le había llegado hasta el tuétano al pisar con los pies desnudos el entarimado del suelo cuando había bajado al piso inferior, y con sólo ver los carámbanos que apuntaban como flechas colgados del saliente exterior de la ventana de la cocina. Trixie estaba de pie junto a la nevera con los pantalones del pijama de franela puestos, una camiseta que Daniel había echado en falta de su cajón y un albornoz azul que se le había quedado pequeño. Los brazos se le salieron demasiado de las mangas cuando se estiró para alcanzar el zumo de naranja.

Laura levantó la vista de la mesa, donde estaba hojeando con atención el periódico, buscando, suponía Daniel, alguna noticia referente a su altercado con Jason.

—Buenos días —dijo Daniel con vacilación. Sus ojos se encontraron, mientras ambos mantenían una conversación sin intercambiar palabra. «¿Cómo está Trixie? ¿Ha dicho algo? ¿La trato con normalidad, como si fuera un día más? ¿Hago como si la noche pasada jamás hubiera existido?».

Daniel se aclaró la garganta.

—Trixie… me gustaría hablar contigo.

Trixie no le miró. Desenroscó el tapón de un cartón de Tropicana y se sirvió en un vaso.

—No queda zumo de naranja —dijo.

Sonó el teléfono. Laura se levantó para ir a contestar y se llevó el aparato a la sala de estar contigua a la cocina.

Daniel se dejó caer en la silla que su mujer había dejado vacía y observó a Trixie, girada hacia el mármol. Él le había demostrado su amor y ella, como respuesta, había confiado en él… y la recompensa que había obtenido de aquella confianza había sido verlo transformarse en un animal ante sus propios ojos. No debía distar tanto, al fin y al cabo, de la forma en que debía haberse sentido durante la violación… y eso bastaba para que Daniel se aborreciera a sí mismo.

Laura volvió a la cocina y colgó el teléfono. Sus gestos eran rígidos, la expresión gélida.

—¿Quién era? —preguntó Daniel.

Laura meneó la cabeza, tapándose la boca con la mano.

—Laura —insistió él.

—Jason Underhill se suicidó anoche —dijo en un susurro.

Trixie sacudió el cartón de Tropicana.

—No queda zumo de naranja —repitió.

En el baño, Trixie dejó correr el agua caliente quince minutos antes de meterse en la ducha, haciendo que el reducido habitáculo se llenara con el vapor suficiente para no tener que ver su propia imagen reflejada en el espejo. La noticia se había apoderado de la casa y ahora nadie parecía saber qué hacer con las secuelas. Su madre había salido de la cocina como un fantasma. Su padre se había quedado hundido en la silla, con la cabeza apoyada en las manos y los ojos cerrados con fuerza. Distraído, no había advertido la ausencia de Trixie. Ninguno de sus padres estaba atento para verla desaparecer en el baño o pedirle que dejara la puerta abierta, como habían hecho toda la semana anterior, para vigilarla.

¿Por qué preocuparse?

Ya no iba a celebrarse ningún juicio por violación. No había necesidad de asegurarse de que ella no acabara en un sanatorio mental antes de subir al estrado. Podía volverse tan loca como quisiera. Podía reservarse un camastro en un pabellón psiquiátrico durante los siguientes treinta años, y dedicar cada minuto de ese tiempo a pensar en lo que había hecho.

Sabía dónde había una cuchilla de afeitar Bic oculta. Se había caído en un hueco por detrás de la cisterna del inodoro, y Trixie se había asegurado de que se quedara allí, en caso de emergencia. La recuperó y la dejó sobre la repisa del lavabo. La golpeó con fuerza con una botella de plástico de gel de baño, hasta que se rompió la pequeña cajita rosa y salió la hoja. Pasó la punta del dedo por el filo, sintiendo cómo se le pelaba la piel como la capa exterior de una cebolla.

Recordó lo que sentía cuando Jason la besaba y ella respiraba el aire que él había expulsado un instante antes. Trató de imaginar cómo sería no volver a respirar nunca más. Le vino la imagen de su cabeza saltando hacia atrás cuando su padre le había golpeado, de las últimas palabras que le había dicho.

Trixie se quitó el pijama y se metió bajo la ducha. Se agachó en el hueco de la bañera y dejó que el agua la rociara. Lloró con grandes sollozos húmedos y grises, que nadie podía escuchar por el ruido del desagüe, y se cortó en el brazo, no para matarse, porque no merecía una salida tan fácil, sino sólo para liberar una parte del dolor que estaba a punto de explotar en su interior. Se cortó tres líneas y un círculo, en la parte interior del codo:

«NO.»

La sangre formó un remolino rosado a sus pies. Se quedó contemplando su nuevo tatuaje. Luego levantó otra vez la hoja de afeitar y se tachó las letras a golpes de cuchilla, una auténtica cuadrícula de tajos, hasta que ni siquiera ella misma pudo recordar lo que había pretendido decir.

BOOK: El décimo círculo
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